La quise ver mejor y, quitándomela, la puse bajo la lamparilla de noche. Fue entonces cuando ocurrió y me quedé boquiabierta de sorpresa.
La luz, al incidir en la piedra, engarzada de tal forma que el metal la sujetaba sólo por los lados, proyectaba una cruz roja sobre las sábanas blancas.
Era hermoso, pero inquietante. Era una cruz muy singular; tenía los cuatro brazos iguales, pero se abrían en sus extremos formando dos pequeños arcos, ensanchándose al final.
En aquel momento me di cuenta: ¡era la misma cruz del sueño!, esa del uniforme de los soldados que cargaban contra la multitud, la pintada en la pared de la fortaleza.
Cerré los ojos y respiré hondo. No podía ser, ¿estaría aún soñando? Quise serenarme y apagando la luz, busqué refugio junto a Mike, que, dormido, se había girado de espaldas. Le abracé. Eso me serenó algo, pero mis pensamientos continuaban a toda velocidad.
Todo lo referente a aquel anillo era misterioso: la forma en la que había llegado a mí, su aparición en mi sueño, la visión de esa cruz antes de encontrarla también en la sortija…
Me dije que aquella joya tenía una historia que contar, no era un regalo cualquiera, escondía algo…
Y sentí más curiosidad. Y miedo. Algo me decía que aquel inesperado regalo no había llegado a mí por azar, que era un reto del destino, una vida paralela a la que yo vivía y que, como una puerta secreta, se revelaba de repente, abriéndose a mi paso y tentándome a cruzar un umbral oscuro…
Intuía que aquel aro convulsionaría esa vida confortable, previsible, llena de promesas de felicidad que empezaba a vivir. Era una amenaza, una tentación. ¡Maldito anillo! Acababa de llegar y no me dejaba dormir en la que se suponía debía ser una noche feliz.
Encendí de nuevo la luz y puse mi atención en la roja piedra; tenía un fulgor extraño, interior, y formaba una estrella de seis puntas que parecía moverse por debajo de la superficie conforme yo giraba el anillo, de forma que su brillo de lucero siempre estaba frente a mis ojos.
Examiné su parte interior. Tenía una incrustación de marfil en la base, tallada de tal manera que formaba un diseño vacío en el reverso del rubí, haciendo que la luz, al atravesar el cristal, proyectara por atrás aquella hermosa cruz roja de sangre.
Bien, había logrado entender cómo funcionaba físicamente aquella pequeña maravilla, pero mi curiosidad por saber de dónde venía y por qué motivo me la habían mandado aumentaba por momentos.
De pronto, mis ojos se abrieron como platos cuando aquel pensamiento estalló en mi mente:
¡El aro!, el del rojo rubí. ¡Yo lo había visto antes!
Era como una imagen que regresaba de las brumas de los recuerdos de infancia; tuve la convicción, la absoluta seguridad. Lo podía ver en algún lugar de mi pasado, alguien lo estaba luciendo en su mano.
Me revolví inquieta en la cama. Ocurrió cuando era niña, en Barcelona. De eso no tenía dudas. ¿Pero quién lo llevaba?
Me esforcé, pero no era capaz de recordar.
Estaba ya segura de que procedía de mi infancia, y quizá de un pasado mucho más remoto, pero ¿quién me la enviaba? ¿Por qué razón? Si le quieres regalar algo a alguien por su cumpleaños no te andas con tantos misterios, te das a conocer. ¿No es cierto?
Y entonces me vino, otra vez, esa pregunta que siempre he querido hacerle a mi madre pero que nunca llegué a formular en voz alta. Era un pequeño enigma, una de esas curiosidades a las que no le das importancia pero que se mantienen zumbando bajito en algún lugar de tu mente y que de pronto un día se convierten en toda una incógnita.
¿Por qué nunca volvimos a la ciudad donde yo nací?
Nos mudamos de Barcelona a Nueva York cuando tenía trece años. Mi padre es de Michigan y fue, durante un montón de años, responsable de la subsidiaria española de una compañía americana. Mi madre es hija única de una «buena» familia de la antigua burguesía catalana. Mis abuelos maternos murieron y todos mis parientes en España son lejanos, no nos tratamos.
Fue en Barcelona donde mis padres se conocieron, sintieron el flechazo, se casaron y nació ésta que relata.
Mi padre me ha hablado en inglés toda la vida y yo le llamo Daddy, que quiere decir papá, y él a María del Mar, mi madre, Mary. Pues bien, siempre tuve intención de preguntarle a Mary por qué jamás volvimos, pero ella rehuía el tema. ¿Tendrá algún motivo?, me preguntaba.
Daddy se integró bastante bien en el grupo de amigos de mi madre, le encanta España, pero parece que era ella quien insistía en venirnos a vivir a los Estados Unidos. Y al final ganó en su empeño; le dieron a mi padre un puesto en la central corporativa en Long Island, Nueva York. Y nos mudamos. María del Mar dejó su familia, sus amigos, su ciudad y se fue contenta a América. No regresamos nunca más, ni de visita. Qué extraño, ¿verdad?
Di una vuelta en la cama y miré de nuevo el despertador. Era ya madrugada del domingo, y ese día íbamos a visitar a mis padres en su casa de Long Island para celebrar mi cumpleaños. Pensé que mi madre y yo teníamos mucho de qué hablar. Si ella quería, claro.
TRES
– Te quiero -me dijo Mike apartando la mirada de la carretera por un momento; acariciaba mi rodilla.
– Te quiero, amorcito -repuse y me llevé su mano a la boca para besarla.
Era una hermosa mañana invernal y Mike conducía relajado y feliz. El sol hacía brillar los troncos y las ramas desnudas de los árboles caducos y se perdía en el verde de los abetos. La transparencia y luminosidad del día engañaban; nadie adivinaría desde el interior del vehículo, caldeado por el astro rey, el frío exterior.
– Tendremos que decidir una fecha -me dijo.
– ¿Una fecha?
– Sí, claro. Una fecha para la boda -me miraba como sorprendido por mi despiste.
– Sí, claro -respondí pensativa. ¿Dónde tenía yo la cabeza? «Después de prometerse hay que casarse», reflexioné. «Y si Mike me ha regalado el anillo es porque se quiere casar. Y si le dije que sí es porque yo también quiero.»
Debería estar ansiosa por celebrar la boda. Pero en lugar de ocupar mis neuronas en hacer planes, llenos de ilusión, sobre mi traje blanco, el de las damas de honor, la tarta y todo lo necesario para el día más feliz de mi vida, Mike me había pillado pensando en el anillo. Y no precisamente en el suyo. Pensaba en el otro, en el del misterio. Pero claro, eso no se lo iba a confesar.
– Y cuando decidamos la fecha -añadí- tendremos que preparar las invitaciones, los trajes, el banquete, la iglesia…
– Naturalmente.
– ¡Qué bien! -afirmé risueña. «Vaya lío», me dije a mí misma. «¿Cómo habré llegado hasta aquí?» Y recordé el día en que empezó todo…
En la mañana llegaron los pájaros de muerte, tripulados por muertos, y con su fuego segaron miles de vidas, hundieron los símbolos de nuestra ciudad, pusieron nuestro corazón de luto.