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– ¿Quieres hacer una visita turística? ¿Ahora? -se quejó Luis.

– Son sólo unos minutos -repuse-. Quiero ver si es como la recuerdo.

Él aceptó a regañadientes.

Oriol explicó en la comida del día anterior que aquella formidable estructura fue construida en los siglos XIII y XIV cuando los templarios estaban en su apogeo y que éstos desaparecieron antes de que el edificio se terminara. Aquellos frailes fueron grandes propagadores del estilo gótico.

El pequeño vestíbulo de madera de la entrada deja paso a un enorme espacio interior de piedra labrada, donde los pilares se elevan esbeltos en columnas y columnillas formando arcos apuntados, que se cruzan entre ellos, creando bóvedas ojivales. Y en el centro de cada domo, cerrándolo, una dovela clave, la gran piedra llave; soporte de todo, redonda y esculpida, medallón gigantesco que parece flotar en el aire y muestra santos, caballeros, blasones y reyes. En los laterales, por encima de las capillas, grandes ventanas ojivales de bellas y coloridas vidrieras iluminan las superficies pétreas.

El interior del templo no defraudó mis recuerdos, pero fue el claustro lo que me sedujo. Respiraba paz, distancia, aislamiento del mundo material, me costaba creer que me encontraba en medio del corazón de la ajetreada ciudad. El jardín central está poblado de palmeras y magnolios que se alzan, como queriendo escapar hacia el cielo remontando los arcos góticos, por encima de un lago de ocas blancas. Parecía como si estuviéramos a muchos kilómetros de distancia, cientos de años atrás, en plena Edad Media.

Fue entonces cuando vi a ese hombre. Estaba apoyado en uno de los pilares, al lado de la fuente musgosa sobre la que cabalga Sant Jordi. Simulaba mirar las aves.

Sentí un escalofrío. Era el hombre del aeropuerto, el que esperaba en mi hotel, el mismo que me pareció ver entre la muchedumbre en las Ramblas. La misma ropa oscura; barba y pelo blancos. Su aspecto demente. Esta vez sus ojos de azul frío no chocaron con los míos. Pensé que disimulaba.

– Vámonos -le dije a Luis tirando de la chaqueta. Me siguió sorprendido y salimos por una de las puertas que daba a la calle, frente a un viejo palacio.

– ¿Qué te ocurre ahora? -quiso saber Luis-. A qué viene la prisa…

– Se hace tarde -murmuré. No quería darle explicaciones.

Cruzamos la plaza en dirección a la librería Del Grial, ubicada en una callejuela cercana; esperaba que esa salida brusca despistara al individuo de pelo blanco: estaba ya convencida de que me seguía.

La Del Grial era una librería verdaderamente antigua y se dedicaba a eso, a libros viejos. La encontramos en una casa de aspecto más vetusto aún, de la cual no me atrevería a adivinar edad o época. La puerta y los cortos escaparates tenían zócalo de madera y a través de los cristales todo parecía amontonado; las vidrieras atestadas de libros, colecciones antiguas de cromos, pilas de tarjetas, postales, carteles, calendarios con muchos, muchos años, y una capa de venerable polvo encima. Al entrar sonó una campanilla. No se veía a nadie y Luis y yo nos miramos interrogándonos sobre qué hacer. El desorden que presagiaba aquel lugar en su exterior se veía superado por la realidad de adentro. El local se alargaba a través de un pasillo a cuyos lados se alzaban sendas estanterías, alcanzando el techo con volúmenes de variada encuadernación y tamaño; en el centro, unas mesas con revistas antiguas formaban una isleta que dividía el corredor en dos más estrechos. En sus portadas lucían dibujos de sonrientes muchachas a la moda de los años veinte. Mis ojos se fueron de inmediato a una colección de muñecas recortables a todo color y bellos trajes de época.

– ¡Qué lugar! -exclamé, mientras miraba a mi alrededor. Me tentaba quedarme horas curioseando en aquel mundo de antiguallas fascinantes. Las peponas ilustradas, los ejércitos de soldados recortables, aquellas láminas de animales pintados. Recuerdos de infancias vividas y dejadas atrás quizá hacía cien años. Pero veníamos buscando algo muy concreto y después de mi encuentro con aquel hombre en la catedral me sentía inquieta, así que empujé a Luis hacia el interior del establecimiento.

– ¡Hola! -gritó, a la vista de que nadie acudía al aviso de la campanilla.

Y entonces percibimos un movimiento al fondo del pasillo. Un muchacho joven, de unos veinte años, nos contemplaba por encima de unas gafas de cristales gruesos, como molesto, mirándonos cual intrusos ruidosos que hubieran profanado su paz de lector solitario de biblioteca. Sin duda lo habíamos retornado, en un momento inoportuno, desde un mundo seguro de antiguas fantasías a esa realidad moderna, prosaica y peligrosa de la que él se refugiaba protegido por barreras de letras, murallas de palabras, trincheras de frases, capítulos y libros.

– ¿Qué desean? -nos increpó.

– Hola -repetí colocándome al lado de Luis; me preguntaba cómo contarle esa extraña historia a aquel chico.

– Venimos por algo que dejó aquí para nosotros el señor Enric Bonaplata -le dijo Luis adelantándose.

El chico puso cara de extrañeza antes de responder:

– No le conozco.

– Es que de eso hace muchos años -insistió Luis-. Trece.

– No sé de qué me habla.

Entonces le enseñé mi mano con los anillos.

– De esto -le dije.

Me miró sobresaltado, como si le estuviera amenazando.

– ¿Qué es esto? -tras los gruesos cristales sus ojos parecían los de un pez. Miraba mis uñas. Me dije que de tenerlas pintadas en rojo le hubiera dado al muchacho un ataque de pánico.

– ¡El anillo! -exclamé con impaciencia. Y sus ojos se fueron a los aros de mis dedos. Los miró unos momentos sin reaccionar.

– ¡Este anillo! -aclaró Luis cogiéndolo con mi dedo dentro y acercándoselo al chico. Éste se me quedó mirando con expresión de asombro antes de exclamar:

– ¡El anillo!

– Sí. El anillo -le reafirmó Luis.

El chico nos dio la espalda y avanzó unos pasos hacia el interior de la tienda gritando:

– ¡Señor Andreu! ¡Señor Andreu!

Para mi sorpresa, aquella librería se prolongaba más allá del pasillo y desde algún lugar recóndito alguien respondió alarmado por el tono de la voz del mozo:

– ¿Qué pasa?

– ¡El anillo!

Y apareció un hombre delgado con aspecto de haber superado en varios años la edad legal de jubilación.

La sosa conversación de anillo, ¿qué anillo? se repitió y al fin le puse al señor Andreu el sello templario delante de las narices.

Separó mi mano hasta una distancia adecuada para sus ojos y gafas, exclamando también:

– ¡El anillo! -no apartó la vista de la joya ni siquiera para preguntar-: ¿Puedo verlo?