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Y lo examinó en todos sus ángulos y al trasluz y al fin se pronunció:

– ¡Es el anillo! ¡No hay duda!

«Sí, claro» pensé, «eso es lo que he venido diciendo todo el tiempo». Entonces fue cuando el viejo flaco se quitó las gafas y empezó a medirme con su mirada.

– ¡Una mujer! -dijo. «Obviamente» pensé. «Una mujer y el anillo. ¿Lo entiendes ya?» Todos aquellos ademanes y exclamaciones me empezaban a cargar, pero me quedé en prudente silencio. A ver qué hacía después.

– ¿Cómo puede tener una mujer el anillo? -su tono era de indignación-. ¡Esperar tantos años para que venga una mujer! ¿Será posible?

– El sábado se leyó el testamento del señor Enric Bonaplata -intervino Luis- y la señorita Wilson junto a Oriol, su hijo, y yo mismo somos sus herederos en cuanto…

– A mí eso no me importa -repuso el viejo cascarrabias, cortándolo-. Yo haré lo que tengo que hacer y basta.

Y refunfuñando algo semejante a «cómo se le ocurrió a ese Bonaplata… otra mujer…» se volvió hacia su madriguera, que yo imaginaba un laberinto de papel antiguo que él roía cuando estaba hambriento y que a juzgar por su aspecto y humor no era capaz de digerir adecuadamente.

El chico se encogió de hombros como queriéndose excusar por el mal genio del abuelo y yo me giré para ver a Luis, que levantó una ceja diciendo sin hablar: ¿qué va a pasar ahora?

De repente mi corazón dio un vuelco. Luis estaba de espaldas a la puerta y en el momento de mirarlo vi a alguien que desde el exterior observaba a través de los cristales. ¡Era el tipo del aeropuerto! El del hotel, el que acababa de ver en el claustro de la catedral. Me estremecí.

El hombre sostuvo mi mirada un instante y desapareció. «¡Esto ya no es casualidad!» Me dije. Al notar mi sobresalto Luis se volvió hacia la puerta, pero ya era tarde.

– ¿Qué pasa? -quiso saber.

– Acabo de ver a ese hombre, el de la catedral -susurré.

– ¿Qué hombre? -y recordé que no le había dicho nada.

– Aquí está -el viejo apareció con un legajo de papeles sin darme ocasión a responder a mi compañero. Estaba atado con cintas y éstas precintadas con laca roja. El amarillento cartapacio exterior mostraba unas letras escritas a pluma que no fui capaz de descifrar. El hombre puso el paquete en mis manos y bufó de nuevo mirando a Luis en busca de solidaridad.

– ¡Otra mujer! -repitió.

Estuve tentada de afearle al viejo su misoginia. Pero no lo hice; tenía lo que había ido a buscar y la aparición del hombre de la barba blanca me preocupaba. Así que le pasé el montón de papeles a Luis y le di las gracias al refunfuñón librero para ir de inmediato hacia la puerta. Saqué medio cuerpo afuera mirando cauta. No, ese hombre no estaba. Un par de señoras de edad se desplazaban por el callejón pero no había ni rastro de aquel personaje siniestro.

Pero yo sentía miedo, inquietud; presentía algo.

VEINTIUNO

Anduvimos por las callejuelas, casi desiertas, camino al aparcamiento y vi acercarse a un par de jóvenes bien vestidos. En nada se parecían a ese viejo extraño, y me sentí más tranquila. Pero al cruzarnos, uno de ellos me abordó, empujándome contra un portalón de madera cerrado.

– Si calláis y sois obedientes no os pasará nada -nos advirtió el tipo. Me asusté al verle empuñar una navaja que movía, amenazándome, frente a mi cara. De reojo me pareció percibir que Luis se encontraba en un aprieto semejante.

– ¿Qué quieren? -dijo él.

– Dame eso.

– Ni pensarlo -repuso Luis.

– Dámelo o te rajo el cuello -gritó el que le amenazaba. Y el hombre empezó a tirar de los documentos que Luis se negaba a ceder. «¡Quieren los papeles!», pensé sorprendida. Me imaginé a mi amigo moribundo, tendido en un suelo ensangrentado y yo intentando auxiliarle. Ni ese legajo, ni el tesoro, si de verdad existía, merecían su muerte. Nada merecía la muerte, eso es algo sobre lo que yo había meditado mucho desde el derrumbe de las Torres Gemelas.

– ¡Dáselo, Luis! -grité.

Pero Luis continuaba resistiéndose y el individuo que forcejeaba con él lanzó un navajazo hacia las manos de mi amigo. Por suerte Luis pegó un tirón y no le acertó. Yo apoyaba mi espalda en la puerta y el segundo facineroso, pinchando mi cuello con su navaja, gritó: -¡Suelta los papeles o la mato!

Entonces ocurrió todo a la vez. Vi que por detrás de nuestros asaltantes, como surgido de la nada, llegaba el viejo de pelo y barba blancos. Tenía los ojos desorbitados. Yo ya estaba atemorizada, pero al ver a aquel hombre noté una extraña flojera en mis piernas. Por poco se me suelta la vejiga. Puro pánico. Se abatía sobre nosotros presagiando muerte. Blandía un cuchillo de hoja ancha de brillo siniestro y llevaba enrollada su chaqueta negra sobre su brazo izquierdo. Luis soltó un lamento; la navaja del salteador le había alcanzado en la mano con la que se aferraba al legajo. Le siguió un aullido de sorpresa y dolor, al hundir el viejo su daga en el costado derecho del tipo que me amenazaba. Éste dejó caer su navaja y yo sentí un gran alivio al no percibir su filo en mi cuello. En aquel momento Luis, herido en la mano, soltaba la carpeta pero su agresor, ocupado enviándole una cuchillada al viejo que se le venía encima, no se pudo hacer con ella. El recién llegado, con una agilidad y rabia sorprendentes para su edad, desvió el navajazo con su brazo protegido por la chaqueta y de inmediato devolvió la acometida lanzándole al individuo un tajo con aquel enorme cuchillo que parecía una espada corta. El otro, más joven, lo esquivó de un salto. Yo continuaba de espaldas a la gran puerta de madera y vi cómo el forajido herido emprendía la huida renqueando. El otro, que se había quedado frente al viejo y de espaldas a Luis, trató, otra vez, de herir a su inesperado oponente, que frenó la cuchillada con el brazo protegido tal como había hecho con la anterior. No esperó más el asaltante y aprovechando el momento, antes de que el viejo reaccionara, salió corriendo en pos de su compinche.

No me quedé tranquila; aquel anciano me atemorizaba más que el par de truhanes que había ahuyentado. Envainó su daga, sin preocuparse de limpiarle la sangre, en una funda de cuero que colgaba de su cadera y tranquilo, mirándonos a uno y a otro con esos ojos azules algo extraviados, se puso su arrugada chaqueta, tan negra como el resto de su atuendo. Comprobé que con ella escondía el arma a la perfección. «¿Qué querrá ese lunático?», me pregunté. Ni Luis ni yo nos habíamos movido, estábamos como en estado de conmoción, observando con recelo a nuestro salvador; mi amigo cubriendo su mano herida con la otra y yo protegiendo mi espalda contra la puerta.

Pausado, el viejo recogió el legajo de papeles y dándomelo dijo:

– La próxima vez vaya usted con más cuidado -su voz era ronca y clavó sus ojos en los míos.

Dio media vuelta y, sin interesarse por Luis, se fue.

– ¡Ese individuo hubiera matado sin preocuparse lo más mínimo! -exclamó Luis moviendo en el aire su mano vendada. Estábamos en su apartamento de Pedralbes y el legajo descansaba encima de una mesilla de centro, rodeada de almohadones sobre los que reposábamos los tres.