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»El papa, indignado con nuestro rey porque continuaba vapuleando a sus protegidos, llamó a una cruzada en su contra, ofreciendo los reinos de don Pedro a cualquier príncipe cristiano que pudiera reclamarlos. Naturalmente el candidato elegido fue Carlos de Valois, hijo del rey de Francia y de Isabel de Aragón. Los ejércitos galos cruzaron los Pirineos y pusieron sitio a Girona. Los templarios catalanes y aragoneses, a pesar de deber obediencia directa al papa, a través de nuestro gran maestre, buscamos excusas para no intervenir y así de forma encubierta apoyamos a nuestro rey.

»La llegada de la escuadra del Almirante fue el inicio del fin de esa ignominiosa cruzada. Roger de Lauria no sólo destrozó a la flota francesa en el golfo de León, sino que las tropas almogávares que transportaba se lanzaron sobre el enemigo en tierra con tal ferocidad que éste tuvo que huir, sufriendo grandes pérdidas. Dios no quería al francés en Cataluña ni tampoco a aquel papa equivocado.

»Yo tenía dieciocho años, era ya era un buen marino y el almirante catalano-aragonés, mi héroe. Mi sueño era capitanear una galera y participar en grandes batallas como las de Roger de Lauria.

»¿Y qué os puedo decir? Después de las buenas noticias llegaron las malas. Dos años más tarde caía Trípoli en manos de los sarracenos, muriendo en su defensa ilustres caballeros templarios catalanes, entre los que se encontraban dos de los Montcada y los hijos del conde de Ampurias. Era el presagio de la desgracia que venía. Fue en aquel año trágico, al fin, cuando profesé mis votos y me convertí en fraile templario.

»El siguiente gran desastre fue San Juan de Arce. Yo tenía ya veinticuatro años y era el segundo de a bordo de Na Santa Coloma, una hermosa galera de las llamadas bastardas, de veintinueve bancos de remeros y dos mástiles; la más rápida de la flota templaria catalana. Continuaba a las órdenes de fraile Berenguer d'Alió. Nuestra misión era proteger las naves del Temple de las coronas de Aragón, Valencia y Mallorca, pero a pesar de haber participado en un buen número de escaramuzas y abordajes a berberiscos jamás había visto algo como lo de Arce.

»Nunca antes Na Santa Coloma había ido más lejos de Sicilia, y yo estaba entusiasmado. ¡Al fin vería Tierra Santa! Los templarios de los reinos ibéricos teníamos nuestra cruzada en casa y por eso pocas veces luchábamos en Oriente. Pero la situación era desesperada; el sultán de Egipto, Al-Ashraf Khalil, estaba arrojando a los cristianos al mar, después de más de ciento cincuenta años de presencia en Oriente. Arce estaba sitiada, pero por suerte nuestra flota dominaba las aguas, única entrada y salida posible de la ciudad. A nuestro arribo la situación era crítica y enviamos a un grupo de ballesteros para proteger los muros en zonas de control templario.

»La ciudad estaba cubierta por el humo de los fuegos que en techos y paredes provocaba la lluvia de vasijas de nafta encendida que cien catapultas lanzaban continuamente. Olía a carne quemada. Las llamas parecían prender hasta en la piedra y no había suficientes brazos para acarrear agua y apagar incendios.

»De cuando en cuando retumbaba el impacto de rocas de varias toneladas lanzadas por dos artilugios gigantes que el sultán había mandado construir. Cualquier muro, casa o torre se hundía, entre nubes de polvo, ante tales golpes.

»Todo predecía un final trágico y aceptamos embarcar a algunas mujeres, niños y varones cristianos impedidos de luchar en las murallas para llevarlos a Chipre. Pero había que reservar espacio. Yo tenía orden de salvar primero a nuestros hermanos templarios, después a los frailes del Santo Sepulcro, del Hospital y teutones y luego a caballeros y damas significados. Y finalmente a cualquier cristiano. Un día, escuchamos un ruido profundo, como un terremoto, mientras una de las más altas torres y parte de la muralla, minadas por los musulmanes, y batidas continuamente por proyectiles, se hundían. Una neblina de polvo y humo cubría el sol. Después oímos los aullidos de los mamelucos que asaltaban la ciudad y los gritos de la gente huyendo por las calles. Unos buscaron una última nave en el puerto, otros intentaban refugiarse en nuestra fortaleza que, situada dentro de la ciudad pero rodeada de murallas, daba al mar con embarcadero propio. Pero los recursos y el espacio eran limitados y tuvimos que dejar muchos fuera. Rompía el corazón ahuyentar a cristianos, mujeres, niños y viejos a tajo de espada, dejándolos en manos de aquellos infieles sedientos de sangre, sabiendo que no encontrarían refugio en ningún otro lugar de la ciudad en caos…»

– Un momento -supliqué-. Detente por favor -Luis dejó de leer y él y Oriol se quedaron mirándome curiosos. Sentía un escalofrío, se me erizaba el vello y, confusa, refugié mi cara en las manos. ¡Dios! ¡Acababa de escuchar el relato de aquel sueño que tuve en mi apartamento de Nueva York hacía sólo semanas! ¡Alguien describió mi visión cientos de años antes de que yo la tuviera! La torre que caía, la nube de polvo, la gente huyendo, las cuchilladas -ahora lo sabía- de los templarios evitando que el pueblo llano se refugiara en su fortaleza demasiado poblada… era imposible, absurdo.

– ¿Qué pasa? -inquiría Oriol tocándome el brazo.

– ¡Nada! -me incorporé-. Tengo que ir al aseo.

Me senté en la taza; estaba tan impresionada que las piernas no me sostenían. Quise pensar, encontrar lógica en aquello. Pero no la había. No era asunto de razón sino de sentimiento, y lo sentido hacía unos meses y lo que ahora sentía rebasaba cualquier lógica. Me asustaba. Me debatía entre callar y hablar. Temía que se burlaran de mí, en especial Oriol. Luis lo haría sin duda. Y nunca me ha gustado estar en una situación en la que no me pueda defender. Pero todo el asunto del tesoro y los templarios era raro, raro; vamos, algo que no le ocurre a una cada día. Pensé que era mejor asumir lo surrealista de la historia y decidí contarlo. En realidad estaba como loca por compartir aquella extraña impresión.

A Luis se le quedó esa sonrisita burlona e incrédula en la cara que me recordaba a aquel adolescente gordito y chinchilla, pero no dijo nada. Oriol se rascó la cabeza en gesto pensativo.

– ¡Qué extraña coincidencia! -dijo.

– ¿Coincidencia? -exclamé.

– ¿Crees que puede haber algo más que una coincidencia? -me miraba curioso.

– No sé qué pensar -le agradecía que no me tomara a risa-. Es muy raro.

Él hizo un gesto ambiguo y se quedó callado.

– Si nos cuentas tus sueños, no hará falta que lea -intervino Luis irónico-. ¿Continúo?

– No -repuse firme-. Estoy agotada. Quiero descansar -deseaba saber cómo seguía la historia de Arnau d'Estopinyá pero las emociones de aquel día me habían dejado exhausta.

– Habla con mi madre -me recomendó Oriol.

– ¿Qué? -repuse sorprendida.

– Que hables con Alicia Méndez sobre tu sueño de Arce.