Cuando llegué a mi habitación cerré la puerta con pestillo.
Había sido un día de excesivas emociones, me sentía agotada pero inquieta y estaba en el duermevela previo al sueño cuando esa extraña vivencia me asaltó. Lo veía tal como si estuviera allí:
«Un alarido cortó el denso aire como un cuchillo y retumbó en aquel inmundo sótano, rebotando en los grandes sillares de piedra vista de su hechura. La niebla que entraba por los ventanucos enrejados se mezclaba con el humo de las brasas, donde los hierros enrojecían, y de las teas que iluminaban aquel infierno. Fray Roger había resistido bien la primera hora de suplicio pero ahora empezaba a romperse. Cuando el eco del grito cesó, continuó con un indigno gimoteo.
»Yo temblaba. Cubierto por un andrajoso taparrabos, no sabía si era mi miedo o la niebla helada que me penetraba hasta los huesos lo que me hacía tiritar. Todo el cuerpo era dolor, tumbado sobre el potro, argollados pies y manos, sentía que a la próxima vuelta de tuerca me rompería. Pero debía aguantar. Y continué mi rezo: "Señor Jesucristo, Dios mío, ayudadme en este trance. Ayudad a fray Roger, ayudad a mis hermanos, que todos aguanten, que nadie se rinda, que nadie mienta".
»Oí la voz del inquisidor interpelando a mi compañero:
»-¡Confesad que adorabais al Bracoforte!, ¡que escupíais en la cruz! ¡Que fornicabais con vuestros hermanos!
»-No, no es cierto -musitó fray Roger en voz baja.
»Después silencio. Esperé sobrecogido el siguiente alarido que no tardó en llegar.
»El fraile dominico que me interrogaba había callado unos instantes, quizá para contemplar el suplicio de mi hermano, pero pronto regresó a las mismas preguntas:
»-Renegabais de Cristo, ¿verdad?
»-¡No! Jamás lo hice.
»-¿Adorabais esa cabeza llamada Bracoforte? -abrí los ojos, vi, borroso por las lágrimas, el techo lleno de niebla y humo, donde apenas se distinguían las vigas. Vi las facciones duras del inquisidor, que se cubría con la capucha de su hábito dominico-. Confesad y os liberaré -dijo.
»-No, no es verdad -repuse.
»-Dale hierro -ordenó al verdugo. Y al poco sentí en la piel de mi tripa, tensa como la de un tambor, la quemazón del hierro candente.
»Mi grito llenó la estancia.»
Me encontré sentada en la cama, la sensación, el dolor, eran tan reales que aquella noche no pude conciliar el sueño más que a pequeños intervalos de agotamiento.
VEINTICUATRO
– «Rompía el corazón ahuyentar a cristianos, mujeres, niños y viejos, a tajo de espada sabiendo que no encontrarían refugio de los infieles sedientos de sangre en ningún otro lugar de la ciudad en caos. Luis había reanudado la lectura, repitiendo las últimas frases leídas antes de mi interrupción el día anterior-. Allí murió nuestro maestre general templario, Guillermo de Beaujeu, a causa de las heridas recibidas defendiendo la muralla cuando los mamelucos entraron a sangre y fuego en la ciudad.»
El sol había abandonado el apartamento de Luis para ocultarse detrás del monte de Collserola. Caía la tarde y los tres nos encontrábamos de nuevo reunidos para continuar la lectura del legajo de Arnau d'Estopinyá. Oriol estuvo la mañana ocupado en la universidad y a pesar de mi impaciencia, y de lo alterada que estaba por el sangriento sueño de la noche, decidí aguardar a que nos juntáramos los tres. Claro que Luis confesó no haber podido esperar y que había leído ya varias veces el documento. Ahora en voz alta lo hacía de nuevo, todos sentados en sendos almohadones encima de una hermosa alfombra persa y tomando un café.
– «Aguantamos diez días más, aunque tanto los sarracenos como nosotros sabíamos que a pesar de los muros de tres y cuatro metros de espesor la fortaleza caería en poco tiempo -continuó Luis-. Lo que tardaran los musulmanes en recolocar las mayores de sus máquinas de asedio. El último día tuvimos que proteger el embarque de las chalupas hacia la galera con los pocos ballesteros que nos quedaban. En aquel momento ya no eran los infieles el peligro inmediato, sino los refugiados en la fortaleza, que, presas del pánico, querían llegar a toda costa a las naves; pagaban cualquier precio, ofrecían todas sus pertenencias. Hubo quien hizo su fortuna de esa desgracia. Dicen que ése fue el caso del entonces fray templario Roger de Flor, el que después, abandonando la orden para huir de su castigo, sería el gran capitán Almogávar, azote de musulmanes y ortodoxos, y que acumuló grandes riquezas aquellos días gracias a la galera que capitaneaba y la miseria de los refugiados.
»Cuando nuestra nave, cargada de heridos lamentándose a cada bandazo, se alejaba ya camino de Chipre, pude apenas ver, a través de la neblina de humo y polvo que flotaba sobre las ruinas de San Juan, ondear las enseñas del Islam. Sentí una tristeza profunda. No sólo por la pérdida del último gran baluarte en Tierra Santa. Tuve la premonición del próximo fin de la orden de los Pobres Caballeros de Cristo, la de los templarios.
»Entre los heridos se encontraban dos jóvenes y ardorosos frailes, los caballeros Jimeno de Lenda y Ramón Saguardia. Saguardia estaba con el maestre general Guillermo de Beaujeu cuando éste cayó herido de muerte, le intentó auxiliar y él, agonizando, le entregó su anillo de rubí. Logró salvar la vida de milagro al poder llegar, herido grave, por su propio pie, a las puertas de la fortaleza del Temple situada dentro del recinto amurallado de San Juan de Arce en pleno asalto de los mamelucos. Estuvo a punto de perecer entre la turba a pocos metros de la entrada. En el largo camino de regreso a Barcelona tuve ocasión de hacer amistad con ambos.»
«Saguardia -pensé-, él debía de ser el caballero portador del anillo en mi sueño.»
– «De vuelta a las costas catalanas, Na Santa Coloma regresó a sus labores de custodia de naves e incursiones contra los moriscos. Luis leía con la seguridad del que conoce bien el texto-. A los pocos años el rey Jaime II y nuestro maestre provincial Berenguer de Cardona acordaron el trueque de las amplias posesiones templarias cercanas a la ciudad de Valencia y que su abuelo Jaime I nos dio por nuestra ayuda a la conquista del reino, por la ciudad de Peñíscola, su fortaleza, el puerto, varios castillos de sus alrededores, bosques y muchos campos. Yo había sido nombrado poco antes sargento y fue entonces cuando nuestro maestre tuvo a bien concederme el mando de una fusta, un buque de carga que hacía rutas a Barcelona, Valencia y Mallorca.
»Aquello no era lo que yo quería, pero me esforcé en mi tarea según mis votos de obediencia exigían, lo cual no evitaba que hablara con mis superiores y con mis amigos los frailes de Lenda y Saguardia para persuadirles de que mis habilidades eran mejores para la guerra que para el transporte.
»A los pocos años se me dio el mando de una galera de veintiséis bancos de remos y un palo. Nuestro Señor quiso concederme la victoria en distintos lances y capturé muchas naves enemigas. Todo parecía ir bien, pero fray Jimeno de Lenda andaba preocupado. Un día me dijo que un tal Esquius de Floryan, un antiguo comendador templario, expulsado por impío, fue a ver a nuestro rey Jaime II con acusaciones atroces contra nosotros. El monarca le ofreció una gran recompensa si era capaz de aportar pruebas. Esquius no pudo y el rey se olvidó del asunto.