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»Aquel año perdíamos la isla de Raud, última posesión templaria en Tierra Santa. Jimeno se puso más tenso, decía que fuerzas oscuras maquinaban nuestra perdición, y que de no recuperar pronto parte de lo perdido en Oriente, nuestra sagrada misión se iba a empañar y nuestro espíritu se debilitaría.

»Dos años después Jaime II firmó la paz en Elche con los castellanos, añadiendo al reino de Valencia parte del de Murcia, incluyendo toda la costa hasta Guardamar. La zona a proteger era ahora mucho más extensa, llegaba muy al sur y estaba más expuesta a los ataques moriscos. Fue entonces cuando mi antiguo superior Berenguer d'Alió, por razón de edad, cedió el mando de Na Santa Coloma. Yo me convertí en su capitán.

»¿Y qué os puedo decir? Poco después llegaba el año nefasto de 1307. Fue cuando fray Jimeno de Lenda pasó a ser maestre de Cataluña, Aragón, Valencia y reino de Mallorca y fray Saguardia, entonces, comendador del enclave principal del Temple en el reino de Mallorca; Masdeu, en el Rosellón, se convirtió en su lugarteniente. Ocurrió que el traidor Felipe IV de Francia atrajo a París, con honores y engaños, a nuestro maestre general Jacques de Molay y en la mañana del 13 de octubre sus tropas asaltaron por sorpresa la fortaleza del Temple y allí prendieron al maestre, que no opuso resistencia. Al mismo tiempo y de la misma forma se tomaban los castillos y encomiendas templarias en toda Francia. Ese rey sacrílego, con calumnias, embustes y las acusaciones más horribles, buscaba y logró la perdición de nuestra orden. ¿Lo hizo por amor a la justicia, por amor a Dios? ¡No! Sólo quería robar las riquezas que el Temple guardaba para financiar la sagrada misión de recuperar Tierra Santa. Felipe IV llamado «El Hermoso» sabía lo que hacía y cómo hacerlo; no era la primera vez que encarcelaba, torturaba y mataba por dinero. Años antes persiguió a los banqueros lombardos para robarles sus bienes en Francia y lo mismo hizo después con los judíos.

»Pero no sólo acusó a los frailes franceses, sino que para ocultar su crimen calumniaba a la orden al completo y a cada uno de los templarios en particular, enviando cartas a los reyes cristianos incluido el conde de Barcelona, nuestro señor don Jaime II rey de Aragón, Valencia, Córcega y Cerdeña, como a él le gustaba que le llamaran. Había añadido a sus títulos las islas que el papa le concedió a cambio de hacer la guerra a su propio hermano menor, Federico, rey de Sicilia. Eso demuestra la clase de individuo que nuestro monarca era.

»Las noticias de lo sucedido en Francia llegaron pronto a la encomienda de Masdeu; fray Ramón Saguardia no se entretuvo y con dos caballeros y un sirviente galopó sin reposo hasta nuestro cuartel general en el castillo de Miravet. Ramón desconfiaba de los reyes, pensaba que eran codiciosos, que eran aves de rapiña, y llevaba consigo, para salvarlas, las mejores pertenencias de su encomienda. Al tiempo de salir, despachó emisarios a los demás lugares del Temple del Rosellón, la Cerdeña, Mallorca y Montpellier para que pusieran a salvo sus bienes más queridos, enviándoselos a Miravet. Fray Jimeno de Lenda, al conocer las nuevas, ordenó reunir con urgencia capítulo de la orden. Entre los convocados se encontraban el comendador de Peñíscola y yo mismo. Se decidió pedir ayuda y protección a nuestro rey Jaime II, aunque en secreto empezamos a reforzar y pertrechar las fortalezas que mejor podían resistir un largo asedio.

»Pero a mí, los frailes Jimeno y Ramón me reservaban un honor muy especial. Querían proteger lo mejor que cada encomienda guardara. Una vez todo reunido en Miravet, si la situación empeoraba, partiría hacia Peñíscola con el tesoro, para embarcarlo en Na Santa Coloma, nave que ninguna galera real era capaz de alcanzar, y esconderlo en un lugar seguro mientras durara el tiempo de incertidumbre. Prometí, por la salvación de mi alma, no dejar que nadie que no fuera un buen templario pudiera jamás poseer tales joyas. Y Ramón Saguardia me regaló su anillo, el de la cruz patada en rubí, como recuerdo de mi promesa y de mi misión. Yo estaba emocionado por la fe que aquellos altos frailes ponían en mí y pasé los días de espera, mientras llegaba el tesoro, en ayuno y rezando al Señor para ser digno de tamaña empresa.

»Daría mi vida, lo daría todo, con tal de triunfar en mi empeño.»

VEINTICINCO

– Se terminó -dijo Luis-. No hay más hojas.

– ¿Cómo? -pregunté sorprendida-. La historia no ha acabado.

– Pero el legajo sí. Esto es todo.

Miré a Oriol. Estaba pensativo.

– El tesoro no es leyenda -dijo al fin-. Al menos ahora sabemos seguro que existió. Quizá no haya sido encontrado y nos esté esperando a nosotros.

– Y también sabemos que el anillo de Cristina es auténtico -afirmó Luis-. Y que perteneció, primero, al gran maestre y después a Ramón Saguardia y a Arnau d'Estopinyá.

Yo continuaba impresionada por la coincidencia de mi ensueño con el relato del legajo y acepté las conclusiones de Luis sin cuestionarlas, en realidad hubiera creído cualquier cosa que me contaran, por insólita que fuera.

Era obvio que durante la caída de Arce el portador del anillo era el fraile Saguardia. El mismo que malherido consiguió llegar hasta la fortaleza del Temple, en pleno asalto mameluco. Y ésa fue precisamente mi visión. Vi lo que fray Ramón Saguardia vio por las calles de Arce entre las gentes huyendo desesperadas en busca de refugio.

Miré al anillo con su piedra brillando rojo sangre a la luz de la lámpara. ¿Cuánta violencia? ¿Cuánto dolor contenía?

– Pero el texto no menciona la tabla -Luis continuaba su análisis-. Es el único elemento del que no tenemos constancia de su relación con la historia.

– Sí tiene relación -intervine yo. Los primos callaron a la espera de que continuara-. La Virgen de mi tabla luce en su mano izquierda el anillo. Este mismo anillo.

Ambos quedaron un rato en silencio, mirándome embobados, estáticos.

– ¿Es eso cierto? -inquirió al fin Oriol aún pasmado. Yo afirmé sin palabras, asintiendo con la cabeza.

– Luego todo está ligado -intervino Luis.

– Sí -dijo Oriol pensativo-. Pero es muy extraño. ¿Estás segura de eso?

– Claro que sí. ¿Qué tiene de extraño? -quise saber.

– Que las vírgenes góticas no lucen anillos, y menos las del siglo XIII o principios del XIV. Sé mucho de arte medieval y he visto cientos de representaciones de María y el Niño. Los santos antiguos no ostentaban joyas, y sólo cuando la Virgen era representada como reina, exhibía una corona real. Únicamente los obispos y grandes dignatarios de la Iglesia se muestran con anillos, algunos con rubíes y generalmente sobre guantes blancos. Empieza a aparecer algún anillo en la pintura flamenca y alemana ya entrado el siglo XV y proliferan en el XVI. Eso ocurrió mucho después de cuando se pintaron estas tablas. En realidad ostentar alhajas por un particular estaba muy mal visto entre los católicos de aquella época en la corona de Aragón.