– Entonces, ¿qué sentido tiene un anillo en la tabla de Cristina? -interrogó Luis.
– Es muy extraño -repuso Oriol-. Y no sólo extraño; hubiera sido todo un escándalo para aquel tiempo. En los escritos de la época se advertía a los maridos contra la compra de joyas y la exhibición pública de ellas por sus esposas -y luego añadió como si de repente le viniera a la memoria-: Bueno, sí recuerdo haber visto una Virgen con un anillo correspondiente a la época de nuestras tablas. Pero es una pintura falsa imitando a una tabla gótica del siglo XIII.
– ¿Piensas que mi pintura no es auténtica? -inquirí decepcionada-. ¿Crees que tu padre me hubiera regalado algo falso?
– No -respondió Oriol tajante-. ¿Enviarte a ti una falsificación? Es absurdo. A veces pienso que te quería a ti más que a mí. Enric tenía el dinero para comprar la pintura que quisiera y fama de derrochador. Estoy seguro de que es buena.
– ¿Entonces cómo es que la Virgen de mi tabla sí tiene anillo?
– Debe de ser una señal.
– ¿Una señal? -intervino Luis-. ¿Cómo que una señal? Será para ti, que entiendes de arte antiguo, pero para Cristina y para mí no tiene significado alguno. Nos hubiera pasado inadvertido.
– ¿Quién crees que puso esa señal en el cuadro? ¿Fue el pintor original o alguien posterior?
– Estoy seguro de que fue el mismo que escondió un mensaje en las pinturas.
– ¿Así que en verdad hay un mensaje en las tablas? -interrogó Luis.
– Sí. Con la excitación del legajo olvidasteis preguntarme por la exploración que les hice en rayos X. Esta mañana me dieron la respuesta.
– ¿Qué encontraste? -inquirí muerta de curiosidad.
– En ambas tablas, en su parte inferior, a los pies de los santos y tal como mi padre nos dejó escrito en su testamento, hay una inscripción que fue tapada posteriormente con pintura.
– ¿Qué pone? -quiso saber Luis.
– En una «el tesoro» y en la otra «cueva marina».
– ¡El tesoro está en una cueva marina! -exclamé.
– Sí. Eso parece -admitió Oriol-. Y encaja perfectamente con la historia. Lenda y Saguardia le encargaron a un marino esconder el tesoro.
– Pues ya tenemos una pista clave -dijo Luis.
– Sí, es importante -repuso su primo-, pero insuficiente. Quién sabe la cantidad de cuevas que hay en nuestras costas. Tenemos todo el Mediterráneo occidental para buscar y aun limitándolo a las zonas responsabilidad de la provincia templaria de la que era maestre fray de Lenda, nos queda la costa catalana, incluyendo las zonas francesas de Perpiñán y Montpellier, la valenciana, parte de Murcia y las islas Baleares. Si fue más lejos, excluyendo territorios moriscos: Córcega, Cerdeña y Sicilia. Sin más datos emplearíamos la vida en esta búsqueda.
– Pues habrá que encontrar más pistas -dije.
– Nos falta tu pieza del tríptico -me recordó Luis.
– Haré que me la envíen -afirmé preguntándome cómo convencer a mi madre.
– Voy a ir a Barcelona -dijo justo cuando oyó mi voz al teléfono.
– ¿Tú? -no pude evitar responder-. ¿Para qué?
– Mira, Cristina, aquí está pasando algo raro -repuso María del Mar-. Nunca te encuentro en el hotel. Incluso en horas que debieras estar en cama. ¿Te crees que soy tonta? Tú no estás en ese hotel. Te guardan los mensajes y me llamas más tarde, vete a saber desde dónde.
«Vaya» -pensé-. «Mamá fue hija antes que madre.»
– Creo que te estás metiendo en líos -prosiguió-. Olvídate de las herencias de Enric, de sus historias y tesoros. Siempre fue muy fantasioso. Tu vida está aquí, en Nueva York, regresa.
– Mamá. Ya te dije que quiero llegar hasta el final de esta historia. Sea cuento o no lo sea. Y tú te quedas en casa. No has vuelto a Barcelona en catorce años y ahora te entran las prisas. Deja que termine lo mío y entonces regresa y haz lo que te plazca.
– ¡Ah! ¿Pero te estorbo?
«Ya se ha molestado», me dije. «¿Por qué nuestra relación es siempre tan difícil?»
– No me estorbas, mamá -quise ser amable-. Pero esto es asunto mío.
– Bien, pues si no estorbo, llegaré pasado mañana -su tono era decidido-. Ya he consultado los horarios. Me esperarás en el aeropuerto, ¿verdad?
¡Oh no! Me alarmé. Me imaginaba reunida con mi madre y los primos discutiendo sobre el tesoro. ¡Ridículo! O intentando sonsacar al comisario Castillo. Ambas mostrando pierna. ¡Vaya par de detectives! O con Alicia. Era obvio que ella no podía ver a Alicia ni en foto. Claro que después de tratarla personalmente empezaba a pensar que quizá mi madre tuviera sus motivos…
– Pues sí -me salió de pronto-. Francamente, aquí me estorbas, mamá.
La línea quedó en silencio y yo me sentí culpable. ¡Pobre mujer! Me había pasado con ella.
– ¿Estás en su casa, verdad? -me interrogó al fin.
– ¿Qué? -no me esperaba eso.
– Que te estás alojando en casa de Alicia. ¿Me equivoco?
– Y si lo hago, ¿qué pasa? -me defendí-. Ya no soy una niña, mamá. Hace mucho que decido por mí misma.
– Te dije que no te acercaras a ella.
Me sentí como cuando de pequeña me pillaba en una travesura. Sólo que ya tenía veintimuchos años y no estaba obligada a obedecerla. Me mantuve en silencio sin saber muy bien qué responder.
– Hay cosas que desconoces -su tono había dejado de ser acusatorio. Me rogaba-. Esa mujer es peligrosa, sal de ahí. Por favor.
Continué callando. Su cambio de registro autoritario a súplica me había desconcertado.
– Voy a ir a Barcelona y tú regresarás a Nueva York conmigo.
– ¡Otra vez, mamá! -su insistencia me irritó.
– Créeme. Sé lo que te conviene.
– Ahórrate el viaje. No me vas a encontrar.
Ella volvió a guardar silencio. Y yo me sentí mal de nuevo por hablarle así, pero no estaba dispuesta a que me hiciera proceder a su manera. Sí, vivir comporta sus riesgos y mi madre está llena de cariño y buenos deseos para mí, pero no iba a permitir que María del Mar me encerrara en una cajita de algodones para evitar que su niña se pudiera romper. Era poner en un plato de la balanza sus miedos y en el otro mi libertad. Y mi libertad pesa más.
– Lo lamento, mamá -dije intentando conciliar-. No intervengas. Yo voy a hacer lo que creo que debo -¿quién dijo que es fácil ser hija única?, pensé.
– Iré quieras o no.
– Eres libre de hacer lo que se te antoje e ir donde desees -ahora es cuando mamá empieza a jugar duro, me dije, y hay que evitar que se envalentone-, pero no cuentes conmigo.
Silencio fue la respuesta.
– ¿Estás ahí, mamá? -inquirí al rato.
– Sí, cariño.