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– ¿Me has entendido?

– Mira, cambiemos de conversación, hoy estás intratable -repuso en un tono entre irritado y resignado. Me sorprendió que mi madre renunciara al combate con tanta facilidad. Pero luego dijo-: Por cierto, ¿llamabas por algo?

La noticia de su pretendido viaje a Barcelona me había hecho olvidar el objeto de mi llamada: quería convencerla de que me enviara la tabla. Entonces fue cuando lo vi claro. Era ahí donde ella me esperaba.

– ¡Ah! Sí, mamá. Se me había olvidado -disimulé-. Necesito que me envíes la tabla.

– Es un objeto valioso. Será mejor que la lleve yo personalmente.

– ¡Pero, mamá! ¿Otra vez? Ya habíamos hablado de eso.

– La tabla y yo vamos en el mismo lote -podía oír su sonrisa triunfal a través de su voz.

Me quedé sin palabras. Ambas sabíamos que ella ganaba, estaba en sus manos.

– No tienes derecho a retener la pintura -me lamenté-. Es mía.

– También eres tú mi hija y haces lo que quieres.

Otro silencio.

– Mira, cariño -añadió ella ante mi mutis, su tono era ahora tierno-, te alegrarás de que vaya. Hay cosas que debes saber.

Esa frase me hizo ver la luz. ¡Claro! Ella había estado ocultándome hechos de nuestra vida en Barcelona. ¿Tendría alguna pista sobre el tesoro? ¿O sobre la muerte de Enric? Definitivamente tenía un montón de preguntas para ella. Sería estupendo si lograba que respondiera con sinceridad.

– De acuerdo -acepté-. Os reservaré una habitación.

– Sí, una doble. Para ti y para mí.

– ¿Y Daddy?

– Papá se queda en Nueva York.

«¡Viene sin papá!», me dije, «quizá tenga que contar más de lo que yo creo».

VEINTISÉIS

– ¿Quieres ver la tabla que te mencioné? -me invitó Oriol-. Esa pintura falsa de una Virgen con anillo.

Yo me había levantado bastante espesa, por suerte había café preparado en la cocina, y en el proceso de servirme una taza apareció él. Aquella mañana no tenía clases en la universidad y estaba muy agradable. Yo acepté encantada, aunque primero conseguí que me acompañara en el desayuno.

– A la Virgen no se le va a caer el anillo por esperar un poco -dije remedando la expresión popular. Él rió discreto y yo pensé que aquello había sido más listo que gracioso.

La casa tiene una amplia buhardilla que sirve de trastero donde guardan cachivaches varios sobre los que el tiempo ha posado una capa de polvo. Son muebles y objetos viejos pertenecientes a los Bonaplata, algunos por varias generaciones. Rebuscó entre unas pinturas sin marco que se apoyaban sobre su base en un rincón y extrajo una pequeña.

– Ésta es -afirmó y yo me quedé mirándola boquiabierta.

– Oriol -le dije cuando me repuse de la impresión-. ¡Esta tabla es idéntica a la mía!

– ¿Qué? ¿Como la tuya? -preguntó asombrado-. ¿Estás segura?

– Segurísima -él se llevó la mano a la barbilla en gesto pensativo y yo levanté la tabla para revisarla. El peso era semejante pero ésta tenía mayor grosor y los agujeros de carcoma en los lados parecían pintados.

– Es una copia -afirmó Oriol-. La he revisado varias veces atraído por el misterioso anillo que luce la Virgen y comprobé que, aunque a primera vista parece buena, es una falsificación moderna. Pero el anillo no es lo único extraño del cuadro.

– ¿Qué otra cosa es extraña?

– La colocación del Niño. En las tallas, estatuas y cuadros de la época aparece casi siempre sentado en el lado izquierdo de la Virgen, al menos en las representaciones del tiempo y zona en que está localizada la pintura. Unos años después los artistas empezaron a romper la monotonía de la composición y el Niño aparece jugueteando, con pájaros, incluso con la corona de la Virgen, en algún caso en que se la representa como reina. Pero casi siempre sobre el lado izquierdo, muy pocas veces en el derecho.

Me quedé en silencio pensando. Jamás se me hubiera ocurrido que se pudieran encontrar tantas rarezas en una pintura. Se supone que el artista es libre. ¿No?

– Es sorprendente -dijo con la mirada puesta en la Madona.

– ¿Qué es sorprendente? -pregunté, dispuesta a maravillarme por cosas que jamás antes hubiera pensado que fueran motivo de asombro.

– Que Enric tuviera una copia falsa. Debió de encargarla antes de enviarte a ti el original.

– Pero ¿por qué querría una imitación? ¿Tanto le gustaba esa pintura? -apoyé la tabla sobre un vetusto tocador y puse mi anillo al lado del de la Virgen. Sólo les diferenciaba el tamaño, por lo demás eran idénticos-. Y si tanto le gustaba, por qué no la colgó en alguna de las muchas habitaciones de la casa. ¿Por qué la escondió?

– A mí siempre me ha atraído lo antiguo -dijo Oriol sin responder a mi pregunta; quizá ni siquiera la había escuchado. Parecía ensimismado en sus propios pensamientos, en los enigmas que la tabla contenía-. Y de pequeño me encantaba subir a este lugar, llenarme de polvo, remover cosas; me conocía cada bártulo de memoria. Son trastos de la familia que mi padre hubiera podido vender en su tienda, pero jamás quiso hacerlo. Y ahora recuerdo algo sobre la tabla a lo que antes no di importancia pero que quizá sea significativo.

– ¿Qué es?

– La descubrí, aquí, justo en la época de la defunción de mi padre. Antes no estaba. La recuerdo perfectamente, aquí, arrumbada junto a las otras pinturas, pero sin polvo.

– ¿Crees que está relacionada con su muerte?

– Mi madre me contó la historia de las tablas, de una posible segunda herencia y de un tesoro, pero nunca pensé que esta pintura pudiera tener algo que ver con todo ello -hizo una pausa como para aclarar ideas y luego puso su mirada azul en mis ojos-, pero son demasiadas las coincidencias y cada vez tengo mayor certeza de que todo está ligado: la tabla, el anillo, el tesoro y su muerte.

Vi que Oriol deseaba hablar y le propuse tomar otro café, ahora en la mesa del jardín, allí, a la sombra de los árboles, rodeados de setos y rosales en flor.

– ¿Por qué se mató? -sólo sentarnos le disparé la pregunta a bocajarro.

– Aún no lo sé -su mirada se perdió hacia la ciudad que, entre unos cipreses, se vislumbraba en el horizonte oeste, por debajo de la línea azul del mar. Yo notaba que esa pregunta se la había hecho él antes, infinidad de veces, y que aún le hería-. Mi madre me contó que tenía problemas con rivales de negocio, miembros de una mafia internacional de tráfico de obras de arte antiguas. A veces quiero creer que no se suicidó, que lo asesinaron. Sufro cuando pienso que escogió la alternativa de abandonar su lucha, de irse, de dejarme -sus ojos se nublaron con unas lágrimas que no llegaron a caer-. Estoy seguro de que cualquier problema hubiera tenido una solución mejor que descerrajarse un tiro en el paladar. Aquello creó un gran vacío en mi vida, aún lo siento, aún me duele.

– Lo lamento -y guardé silencio en respeto a su aflicción.

– Dicen que mató a cuatro de esos mafiosos -comentó al rato-. Pero jamás se ha podido probar.