Venían de la noche oscura, lejana en mil años, donde sólo una media luna de sangre da luz a los iluminados. Y ahora duele. Esas torres hundidas nos duelen. Como dicen que duelen los miembros amputados que ya no están. Sólo queda de ellos su dolor.
El inmenso hueco continúa allí y sus fantasmas parecen poblar la noche de la ciudad. No es la misma. Jamás volverá a ser la misma. Pero aún es Nueva York. Eso lo será siempre.
Ese día y su noche cambiaron mi ciudad, cambiaron el mundo, me cambiaron a mí, cambiaron mi vida.
Aquella mañana debía ir al juzgado por un enrevesado caso de divorcio y cruzaba la recepción de mi bufete, cercano al Rockefeller Center, cuando noté algo. Un impacto, una sacudida sin importancia. Extraño, pensé, no hay terremotos en Nueva York. Subí a la oficina, acababa de saludar y estaba entrando a mi despacho cuando llegó la noticia. Una secretaria al teléfono chilló: «Oh, my God!», se formó un corro de incrédulos alrededor de la chica y subimos a comprobarlo a la terraza del edificio desde donde, como en tantas otras de Nueva York, se divisaban las torres. Vimos el humo y gritamos horrorizados a la llegada del segundo avión y de su fuego; a partir de ese momento fue la locura. No era un accidente, era un ataque, cualquier cosa podía ocurrir. Las noticias eran primero confusas, luego trágicas, y después vino la orden de abandonar el edificio y la recomendación de salir de Manhattan. El zumbido de las aspas de helicópteros golpeando el cielo daba contrapunto al ulular angustioso de sirenas de bomberos, ambulancias y policía, que recorrían las calles como hormigas en hormiguero revuelto, en intento inútil de hacer algo.
Yo dudé si abandonar la isla andando por uno de los puentes y tomar un taxi hasta la casa de mis padres, en Long Beach, pero finalmente decidí ir a mi apartamento y ver lo que ocurría por televisión.
Sentía un agobio horrendo. Y empecé a llamar a conocidos con oficinas en las Gemelas o cercanías. Muchos comunicaban, era difícil hablar con la gente y cuando pude contactar con Mike, lo encontré abatido. Trabajando en Wall Street, tenía muchos amigos en las Torres y pasó la mañana intentando localizarlos con escaso éxito. Hacía meses que nos conocíamos y yo sabía que le gustaba. Mucho. Aceptaba que era un tipo bien parecido y simpático, pero hasta aquí llegaba la cosa. Los ingredientes estaban pero no había catalizador que los hiciera cuajar. Él quería que nos viéramos más, que intimáramos, pero yo frenaba. A veces salíamos solos, otras en grupo; precisamente el sábado anterior nos habíamos juntado con varios amigos.
– Eres demasiado exigente con los hombres -me repetía mi madre-. Les encuentras pegas a todos -insistía-. A ver si consigues que alguno te dure más de seis meses… -y así una vez y otra. Hay ocasiones en que la pobre me carga…
– Tranquila, Mary -terciaba Daddy-. Un día de éstos aparecerá el hombre maravilloso. No hay que conformarse con lo primero que uno encuentra, ¿verdad? -y me guiñaba el ojo, cómplice.
Mi madre estaba en lo cierto. Yo disfruto de la compañía masculina, pero me agobian cuando pretenden limitar mi vida, pidiendo más y más; entonces me canso y me da por cortar. Por suerte tengo facilidad para hacer nuevos amigos y mi Daddy tenía razón: no había encontrado aún a mi hombre. O si lo había hecho, yo estaba por enterarme.
No sé qué sentí aquella mañana al hablar con Mike, quizá noté en él la misma angustia que oprimía mi corazón, pero le dije que viniera a mi casa, que compartiríamos lo que encontráramos en el refrigerador para la cena. Sabía que aceptaría y lo hizo.
Le esperé con una botella de cabernet-sauvignon californiano abierta y al entrar me contó que su mejor amigo trabajaba en uno de los pisos de la segunda torre, por encima del impacto. Estaba desaparecido. Nos sentamos frente al televisor tomando vino y susurrando nuestro estupor. En ese día, sin publicidad, la televisión repetía, a veces con tomas nuevas, los mismos impactos, la gente arrojándose por las ventanas, la tensa espera, el derrumbe… la tragedia. Estábamos como hipnotizados, no podíamos apartar los ojos de la pantalla. De pronto, viendo esas imágenes de pavor, él empezó a llorar. Eso me alivió porque hacía rato que yo deseaba hacerlo y me uní a él. Y llorando le acaricié la mejilla, y él me acarició llorando. Y me besó. Suave, sólo en los labios. Y yo le besé hasta en la campanilla. Era la primera vez que profundizábamos tanto. No sé si habréis hecho eso alguna vez con alguien en plena llorera; es un baboseo algo cochino con moquillo lacrimal. Pero necesitaba olvidarme de todo en sus brazos. A veces me digo con remordimiento que quizá lo hubiera hecho también con otro. Pero, extraño en mí, aquella tarde necesitaba la protección de un hombre, no como a veces me divertía fingir, sino de verdad. O quizá la hubiera aceptado también de una mujer. No lo sé. Y él también necesitaba amparo. Puso la mano dentro de mi blusa y halló mi seno desnudo de sujetador. Yo entreabrí los botones de su camisa y mi mano se fue deslizando primero por su torso y luego hacia abajo. Cuando al rato decidí bajar más, me encontré con su miembro intentando romper el pantalón. Él, entre suspiros de esos de después del llanto, iba besándome los pezones. Hicimos el amor en el sofá con desesperación, como yonquies buscando droga para olvidar el mundo. No tuvimos tiempo de apagar el televisor, ventana sobre lo que queríamos ignorar, y así nuestro murmullo erótico se mezcló con las exclamaciones de asombro y terror de la gente. Él llegaba a su clímax cuando algo me distrajo y abriendo los ojos vi algunos infelices lanzándose al vacío. Los cerré de inmediato y me puse a rezar.
Al rato repetíamos en el dormitorio, sin el horror de aquellas imágenes y sonidos apocalípticos. Y de repente, tras la pasión, el cariño estalló en mi interior. Le estaba agradecida. Cuando él llegó a mi apartamento, yo tenía el corazón tan encogido dentro del pecho que me dolía y haciendo el amor se dilató a su tamaño normal, más, incluso.
Pasamos aquella noche horrible, en la que yo sentía Nueva York poblada de miles de almas sin cuerpo, buscando confundidas, aterrorizadas, desesperadas, su camino en la oscuridad, mientras los vivos llorábamos su ausencia, abrazados en mi cama, reconfortados, con esa felicidad que se siente cuando se deja de ser muy infeliz. Las tinieblas, el horror, estaban fuera, lejos. Y yo pensé que así podría ser para siempre.
Cuando a la mañana siguiente Mike se iba, me pidió que quedáramos por la tarde y yo le dije que sí. Y empezamos a salir en serio. Y claro, mi vida de mujer sin hombre fijo cambió para siempre. Aquel día.
CUATRO
La casa de mis padres está situada en la zona distinguida de Long Island. No es una de esas mansiones carísimas en primera línea de playa, pero sí una bonita construcción, estilo colonial inglés, de dos plantas y amplio jardín.
Al entrar el coche en el camino de grava de la puerta principal, hice sonar la bocina; me encanta que me salgan a recibir.
Fue Daddy, con el periódico del domingo en las manos, quien apareció primero.