– ¿Crees que lo hizo él?
– Sí.
– ¿Pero por qué? ¿Por qué alguien tan amable cometería esos crímenes?
– Sólo te puedo contar lo que mi madre me dijo. Disputaban por las tablas, sospechaban que escondían un mensaje, la clave de algo mucho más grande: el tesoro del Temple. Los escritos de Arnau d'Estopinyá, ya sean traducción de otros más antiguos o transcripción de la tradición oral, lo confirman. Y es verdad que allí hay un mensaje, aunque incompleto, o incomprensible para nosotros, oculto bajo la pintura. Seguro que esos traficantes sabían de su existencia, quisieron comprarle las tablas a mi padre, él se negó y recurrieron a la intimidación. Mi padre tenía un socio, o amigo -aquí Oriol hizo una pausa significativa-, quizá fuera su amante. Los otros le dieron una paliza, imagino que trataban de asustar a Enric, pero lo cierto es que a propósito o por accidente lo asesinaron. Mi madre dice que entonces fue cuando empezaron esas llamadas telefónicas en plena noche. Amenazaban. Pero no sólo a él, también a nosotros.
– Y tu padre los mató.
– Eso parece. No quiso darles las tablas. Tampoco sé si quería proteger a su familia o vengar a su amigo. ¿Has oído hablar de Epaminondas?
– ¿Paperas? -bromeé intentando quitar dramatismo a la conversación. El nombre me sonaba a héroe griego pero no sabía mucho más.
– Epaminondas, el príncipe tebano -repuso con una sonrisa.
Agarré mi taza de café e hice gesto de prestar atención a lo que iba a contar.
– Esa historia y su protagonista obsesionaban a mi padre, era su paradigma, me la contó múltiples veces. Epaminondas fue un caudillo militar excepcional que se distinguió, además, por su gran cultura; estaba siempre rodeado de filósofos, poetas, músicos y científicos. Eso le hacía mucho más admirable a ojos de mi padre. En el siglo IV a. C. Esparta dominaba Grecia, sus guerreros estaban reputados como los mejores de la antigüedad, ni Atenas, ni ninguna de las otras ciudades estado se atrevía a hacerles frente. Pero Tebas se rebeló y cuando el poderoso ejército espartano, muy superior caía sobre la ciudad, Epaminondas y su falange sagrada los batió una vez tras otra.
– ¿Qué es eso de la falange sagrada?
– La falange sagrada era el núcleo central del ejército tebano, un cuerpo de élite de unos trescientos jóvenes de la nobleza que agrupados de a dos juraban morir antes de abandonar a su pareja. Y era esa lucha desesperada por el amigo, esa pasión extrema, lo que les hacía invencibles.
– ¡Ah! -exclamé. Aquello me aclaraba algo más, sabía que en los estándares morales de la antigua Grecia se admitía la homo y la bisexualidad en los varones.
– Lo mismo ocurrió entre los caballeros templarios. Cuando la situación era límite, cuando eran superados en número, luchaban en parejas y nunca abandonaban al compañero. Ni vivo ni muerto. Los templarios no se rendían. Uno de los sellos del temple lo aclara: se ven dos guerreros cabalgando sobre el mismo corcel. Esa imagen no respondía a la realidad, era un símbolo. Los templarios no andaban escasos de equinos, cada caballero, según reglamento de la orden, disponía de dos buenos caballos… El sello era el símbolo de la pareja juramentada.
– Así que tú crees que en realidad Enric no mató en defensa de la familia, no lo hizo por ti, sino por vengar a su amigo -quise concluir el pensamiento que Oriol estaba dibujando-, que había hecho una promesa a su pareja como los de la falange sagrada, como los templarios del sello.
No respondió, dejando que su mirada se perdiera, de nuevo, más allá de los cipreses, hacia el mar. Yo lancé la mía en la misma dirección y mis ojos se llenaron de la luz de aquella mañana diáfana y de un Mediterráneo azul brillante al fondo. Tomé un sorbo de mi café, ya frío, y me quedé contemplando al muchacho que adoraba cuando niña. Al fin su mirada, brillante por lágrimas contenidas, buscó la mía y era tan intensa que sentí como un cosquilleo en la nuca. Entonces, haciendo un gesto que Luis hubiera descrito como amanerado, dijo:
– ¿No es hermoso?
– ¿El qué?
– Amar tanto a alguien como para dar la vida.
VEINTISIETE
Su mirada y la frase «amar tanto a alguien como para dar la vida» calaron en lo más hondo de mi alma. No podía dejar de pensar en ello, de ver aquellos ojos azules húmedos de emoción. «¿No es hermoso?», dijo. Sí, me decía yo, era bonito, poético, conmovedor. Pero aquella lírica trágica escondía indicios, sentimientos que me turbaban. Era obvio que Oriol creía que Enric asesinó a cuatro personas para suicidarse después por amor a un hombre. Y que él se sintió abandonado por un padre, admirado por su heroicidad pero al que no le podía perdonar haberle dejado huérfano conscientemente. Recordando mi infancia rememoraba el cariño, la adoración de Oriol a Enric; cómo le cogía la mano y le miraba, hacia arriba, con sonrisa boba, cuando éste organizaba uno de sus juegos mágicos. Y después se le veía ese gesto ufano, el pecho henchido de orgullo, que quería decir «ése es mi papá».
Y también estaba el asunto de la pasión homosexual declarada de Enric. Un amor desmesurado, trágico, del que obviamente Oriol no se escandalizaba, sino que parecía admirar. Otro indicio a favor de que Oriol fuera gay.
Hoy especulaba de nuevo sobre su sexualidad y sentía miedo. Miedo de volverme a enamorar de él como una tonta… como la niña que tantas lágrimas vertió por su cariño.
Aquella tarde no tenía nada que hacer y me sentía nerviosa. Nuestra búsqueda del tesoro estaba estancada, y la excitación de sólo horas antes había decaído. Quizá todo fuera una última fantasía de Enric, quizá debería haber regresado a Nueva York como me pedía mi madre, quizá estaba ya metida, sin saber, en alguno de esos oscuros peligros que ella auguraba. Y quizá el mayor de los peligros fuera Oriol y esos sentimientos míos que no sabía controlar. Así las cosas decidí abandonar el observatorio sobre la ciudad que la casa de Alicia me proporcionaba para sumergirme en la humanidad andante que circulaba por las Ramblas. Y allí, paseando, dejé que los colores de la muchedumbre, el son de la música callejera pedigüeña de monedas y el perfume de las flores de los kioscos fuesen entrándome por los sentidos. Quería sentir, dejar de pensar.
Casi sin darme cuenta crucé la plaza del Pi y al dirigirme hacia la catedral me percaté de que estaba frente a una tienda de antigüedades. ¡Era la que fue de Enric! ¡Estaba segura! Mis pies, sin saberlo, habían andado hasta mi infancia. Miré por el escaparate pero no me atreví a entrar. Aun con la seguridad de que eran otros, a mí me pareció ver los objetos de siempre. Varios pistolones avantcarga, un par de estatuillas criselefantinas, como las que coleccionaba Alicia, una cómoda estilo francés en madera de palo santo y palo rosa, unas pinturas de claro oscuro barroco… Me encogí al tamaño de la niña que fui y con el corazón prieto y acelerado quedé a la espera ingenua de que apareciera Enric tras el cristal. Sonriente, con el cabello escaso peinado hacia atrás, algo llenito y con esa mirada pícara que de cuando en cuando también dispensaba su hijo. Y en mi mano derecha sentía, latiendo expectante, su enigmático anillo de rubí.