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– ¿Que hicisteis el amor? -exclamé-. ¿Pero no era homosexual?

– Sí -repuso algo incómoda-. Pero él podía hacerlo con una mujer si quería.

– ¿Se resistió?

– Sí, se resistió, pero yo me empleé a fondo. Quería darle placer. Estaba loca. Hubiera querido quedarme embarazada. Cualquier cosa antes de perderle.

– Pero me dijiste que eras virgen. ¿Verdad?

– Claro que lo era. Y aquella tarde dejé de serlo en un acto desesperado.

– ¿Y qué ocurrió?

– Que él no quiso salir más conmigo -su tono era triste-. Me dijo que me hacía daño y que siempre seríamos amigos. Que me quería pero sólo como amiga o hermana. Yo me sentí fatal, me recriminaba haberle violado y pensé que lo perdía por eso.

– Hiciste el amor con el hombre que amabas -intenté consolarla-. ¿Qué hay de malo en eso?

– No, no debí hacerlo, no debí forzarle.

– Es tonto que continúes culpándote. Si como parece ser llegasteis al final, él no lo pasaría tan mal. Pero cuéntame. ¿Qué ocurrió luego?

– La noticia de nuestra ruptura sentó muy mal a los Coll y a los Bonaplata, pero Enric y yo continuamos viéndonos en las reuniones periódicas de ambas familias. Él siempre se mostraba cariñoso conmigo. El tiempo pasó, yo salía con amigas y amigos, intentando recuperarme hasta que llegó el día en que me enteré de que él vivía con una mujer.

– ¡Alicia!

– Sí, Alicia. Enric me citó para contármelo. Me dijo que Alicia y él vivían el mismo tipo de vida y que habían llegado a un acuerdo.

– ¿Un acuerdo?

– Sí. Así simulaban una vida convencional y sus padres estarían felices.

– Pero tuvieron un hijo.

– Era parte del trato. Ambos lo deseaban. Pero a mí me hizo daño. Todo me dolió, nuestra ruptura, que se juntara con Alicia, que tuvieran un hijo… fue una experiencia durísima. Él me consolaba y se justificaba diciendo que yo era una pequeña burguesita, que no estaba preparada para la vida ambigua que me podía ofrecer, que no habría aguantado. Que hubiera sido muy infeliz. Y que Alicia era como él.

– Pero tú conociste a Daddy y te enamoraste de nuevo -quería animarla.

– Sí.

– Y poco después me tuviste a mí.

– Sí, cariño. Pude recomponer mi vida.

– Pero continuaste viendo a Enric.

– Nuestra amistad, aunque algo deteriorada, se mantuvo, y así seguimos con la tradición de las familias, y para demostrar que no le guardaba rencor quise que él fuera tu padrino. Aceptó ilusionado y siempre te quiso como a una hija.

– Pero si todo iba tan bien -aproveché que María del Mar se sinceraba para preguntarle por algo que desde hacía mucho tiempo me intrigaba-, ¿por qué no quisiste regresar a Barcelona?

Ella me miró unos momentos en silencio. Parecía meditar mi pregunta. Y mientras yo, observando su rostro, pensé en aquella muchacha de treinta años atrás. Debía de parecerse mucho a mí. Otra generación, distintas consideraciones sociales, pero era joven. Como yo ahora. Sentía, sufría, buscaba el amor y el amor se le escapaba…

– Todo el mundo, incluso Enric, creía que nuestra ruptura fue perfecta y sin rencores. Pero, por mi parte, eso era una farsa dolorosa. Continuaba sintiendo amor por él y odié a Alicia desde el primer día que supe de su existencia. Me dolía verlos juntos, la bufonada de su aparente amor, que ella siempre dominara en la relación, que se mostrara tan brillante… Me hacía pensar que simplemente Enric la prefirió a ella. La noche en que supe de su embarazo no pude dormir. Fue por entonces cuando conocí a tu padre y me casé.

»Continuábamos encontrándonos en las reuniones familiares, a veces por suerte acudía él sólo con Oriol, otras con Alicia. A mí ese roce me dolía, pero lo soportaba, quizá porque no me resignaba a perder su amistad del todo, quizá porque a pesar de amar a Daddy, aún sentía algo por él. Pero no me habitué y con los años, aquello fue haciéndose insoportable. Yo aguantaba, pero surgió una razón mucho más poderosa para abandonar Barcelona y no volver jamás.

– ¿Cuál?

Se me quedó mirando a los ojos, en silencio, antes de responder:

– Tú.

– ¿Yo? -pregunté asombrada.

– Sí.

Callé. Esperé a que hablara. Sabía que había venido de Nueva York para hacerlo.

– Eran los primeros días de septiembre. Tú eras aún casi una niña, y yo, junto a la chica, recogía la casa de verano para regresar a Barcelona y la tarde era bochornosa. De repente una ráfaga de aire hizo batir los toldos de las ventanas y vi nubes plomizas que venían veloces del mar anunciando tormenta. Sabía que estabas en la playa y tomando un par de toallas y un paraguas fui a buscarte. Al llegar cerca de la orilla empezó a descargar un diluvio y vi cómo la muchacha que os vigilaba y tus amigos corrían al pueblo en busca de refugio. No te encontraba y al preguntar por ti no sabían dónde estabas. Me asusté, adentrándome en la playa. El chaparrón no me permitía ver bien pero continué buscando y al fin descubrí, escondida en un abrigo entre las rocas, a una pareja besándose. Os pude reconocer; erais Oriol y tú.

Hizo una pausa, yo debía de estar boquiabierta. No me podía creer que aquel recuerdo tan íntimo fuera compartido de alguna forma por mi madre. ¡De haberlo sabido entonces me hubiera muerto de miedo!

– Me quedé tan sorprendida que no supe reaccionar de otra forma que volviendo a toda prisa a casa. Llegué empapada. Sentía pánico, terror.

– ¿Pero por qué?

– Había observado cómo crecía Oriol. Los ojos son de su madre. ¡Dios mío, cómo la odio! Pero casi todo el resto es de su padre. ¡Aún me duele pensarlo!

Se detuvo y su mirada se perdió por el fondo del local. Una lágrima resbaló por su mejilla. Avergonzada escondió la cara entre sus manos.

Acaricié su brazo en un intento por consolarla. Y pensé que sí, que quizá hacía treinta años ella era como yo. Pero que yo no quería llegar a ser como ella era ahora.

– Oriol te recordaba tu fracaso -dije con suavidad.

No respondió por unos minutos y respeté su silencio.

– Sí. Pero ya estaba habituada a esa derrota -me miró de nuevo a los ojos-. Era tu fracaso lo que me aterrorizaba. ¿Crees que antes de que os viera en la playa no había notado que te gustaba?

– ¿Pero qué tenía de malo que nos gustáramos?

– He dicho que había notado que él te gustaba, no que os gustarais.

– ¿Qué insinúas?

– Oriol no era un chico de esos que corren dando patadas tras el balón y te dije que me recordaba mucho a su padre… -hizo una pausa y añadió con intención-: En eso.

– ¿En qué? -temía la respuesta.

– En su tendencia sexual.

– Ésa es una afirmación tuya totalmente gratuita -me defendí.

– No, no lo es -repuso con firmeza-. Es como su padre, como su madre. Son de la misma calaña. ¿No se lo notas? Es amable, te querrá como amiga, como hermana. Quizá si lo violas se dejará por no ofenderte. Pero al fin, se irá y cuando se vaya te quedarás con el corazón hecho pedazos en las manos. Es su naturaleza. Aunque quisiera, no podría hacer otra cosa.