– Te equivocas.
– No, no me equivoco. No me equivocaba. Vi con terror que se iba a repetir en ti lo que me había ocurrido a mí. Me di cuenta de que durante años, sin saberlo, había temido que eso sucediera. Al descubrir lo tuyo con Oriol empecé a presionar a tu padre para que solicitara el traslado a Nueva York. O a Latinoamérica. Quería ir lejos. Quería apartarte. Que no sufrieras como yo sufrí. Y por eso nos fuimos para no regresar nunca más.
– Pero tú no tenías derecho…
– Y las cartas -ella continuaba excitada-, y las cartas que tú le escribías. Y las que él escribía. Las hice desaparecer…
– ¡Qué! -casi salté en mi silla.
– Sí -me miraba desafiante-. Las hice desaparecer, una tras otra… hasta que dejaron de salir y dejaron de llegar.
– Pero ¡cómo te atreviste! -esta vez el asombro se unía a la indignación-. No tenías ningún derecho a intervenir en mi vida así.
– ¡Claro que tenía derecho! ¡Todo! Soy tu madre, había vivido aquello antes y era mi obligación protegerte… De la misma forma que tenía derecho a mudarme a América, a llevarte conmigo y que eso cambiara de forma radical tu vida y tu destino. Era mi responsabilidad evitar que sufrieras, lo es aún.
Entonces fue cuando volvió de nuevo a la carga; que me olvidara de Oriol, de esas historias fantásticas de tesoros y que regresara con ella. Ya bastaba de aventuras, Mike era mi futuro y mi tesoro, no podía estropear aquello por las sandeces de mi padrino. Y así habló y habló repitiéndose. No sé en qué momento dejé de escucharla simulando prestar atención.
Me vi otra vez en ella dentro de treinta años, tratando de evitar que mi hija cometiera mis mismos errores. Su relato me admiró. ¿Cómo pudo atreverse mi madre a forzar una relación sexual con Enric? Era la misma determinación con la que ahora pretendía rescatarme a mí de ese supuesto error. No podía perdonarle que me robara las cartas, estaba indignada, pero un repentino alborozo llenaba mi corazón. Era cierto, no le había creído cuando me lo dijo, pero era cierto. Oriol me estuvo escribiendo.
Y me pregunté si el abandono de Barcelona por mamá, el dejar atrás su pasado, fue realmente por mí o por no ver a Enric junto a Alicia. Terminamos el vino y nos quedamos con licores de sobremesa hasta que empezaron a cerrar el restaurante. Luego nos fuimos de copas. De repente empecé a sentir una extraña camaradería.
– Cuéntamelo de nuevo -le decía cuando ya el alcohol me trababa la lengua-. Explícamelo, ¿cómo te lo montaste con Enric?
Ella, que había bebido tanto como yo, reía, hacía muecas modosas, y se excusaba diciendo que en aquellos momentos estuvo muy nerviosa y yo, malvada, la requería de nuevo, insistía jocosa en detalles. Después se puso a llorar y abrazándola me dio a mí también por llorar. En el llanto la maldije en voz alta por robarme las cartas de Oriol. Ella reaccionó diciéndome entre hipos que me las volvería a robar mil veces, que no permitiría que yo sufriera como ella lo hizo, y que me apartara de un hombre de la calaña del proverbial perro del hortelano que ni deja comer ni es él capaz de hacerlo.
– ¿De verdad te lo llevaste a la cama? -volvía a inquirir yo.
No me podía hacer a la idea. No de mi madre. Para mí no era una mujer, era mi mamá, y las mamás no hacen esas cosas. Pero ella ni me respondía, regresaba a su rollo de lo fabuloso que era Mike. Y así, nos hubiéramos pasado toda la noche con el alcohol moderando nuestra charla o mejor, nuestra pareja de monólogos, si yo no le hubiera visto allí.
Estaba en un rincón, vaso en mano, solitario como la muerte. El hombre del pelo blanco, ojos azul desvaído e indumento oscuro. El viejo de la daga. Allí. Y cuando le descubrí mirándome me estremecí.
– ¡Cuervo! -le dije con valor etílico, apuntándole con el dedo. Pero dudo que con el ruido del lugar me oyera-. No me sigas más.
Se limitó a mirarme. Por un momento creí que iba a sonreír pero no lo hizo.
– ¡Vete! -le increpé de nuevo.
Mi madre quiso saber qué pasaba y cuando se lo iba a contar el hombre ya se había ido. Pedí un taxi en la barra y hasta que no vi parar el vehículo enfrente del bar, no me atreví a salir a la calle.
VEINTINUEVE
Nuestra cama, enorme, estaba orientada al sur, hacia la montaña de Montjuïc y allí se desplomó María del Mar en ropa interior. El esfuerzo de quitarse el vestido, con mi ayuda, fue demasiado para ella. En unos instantes roncaba suavemente.
Yo me dije que los viejos aguantaban menos el alcohol. Y luego pensé que quizá bebían más. Me tendí a su lado y me di cuenta de que el mueble del televisor, único obstáculo entre la cama y la amplia cristalera sobre el vacío, era tan bajo que no me impedía, tendida en el lecho, una amplísima visión sobre el puerto y el monte.
Las primeras luces del día trataban de traspasar nubes plúmbeas, luchando por imponerse a la oscuridad. Pero no podían. Las farolas de los muelles continuaban encendidas reflejando sus fulgores en aguas negras y, arriba, las de Montjuïc recorrían los paseos y cimas del monte. Los grises opacos de la vegetación, nocturna aún, marcaban su linde con los grises azulones en bruma del cielo, presagiando un amanecer que quería llegar sin lograrlo.
La presencia del hombre de negro despertó mis alertas y la modorra del alcohol parecía haberse disipado. ¡Dios mío, cuántas sorpresas! Enric y María del Mar. ¡Qué historia tan increíble! ¡Cuánto debió de sufrir ella! Dormía a mi lado, acurrucada en posición fetal, como tratando de protegerse del siguiente golpe que le reservaba la vida. Levanté su pelo teñido de castaño claro, intento vano de imitar color y brillo de juventud, y puse un beso en su frente.
No podía esperar y desembalé la tabla de la Virgen, la sentí misteriosa como nunca antes y comparé los anillos rubí, el de mi dedo y el pintado, brillando bellos pero siniestros. Después lancé mi mirada hacia aquel amanecer titubeante que no podía con la noche. Las luces en el puerto, ahora lago de negros misterios, la ciudad dormida a mis pies, encantada pero triste, bruja y enigmática. Como la tabla. Mi último pensamiento antes de cerrar los ojos fue para aquel viejo aciago. ¿Por qué ese miedo extraño? Se me ocurrió que lo conocía de antes. ¿Pero de cuándo? ¿Por qué continuaba temiéndole si me había protegido al salir de Del Grial?
Artur Boix me llamó al siguiente día. Pidió disculpas por haberse dejado vencer por sus emociones, pero si a mí me dolió lo de mi padrino, quizá pudiera imaginar lo que para él fue la pérdida de padre y tío. Admito que yo también me exalté en nuestro último encuentro y la cita había terminado como el rosario de la aurora.
Me invitó a cenar y yo le dije que no cenaba sola con otro hombre que no fuera mi prometido y que además mi madre estaba en la ciudad. Después de una vacilación respondió que le encantaría invitar a la señora Wilson, al señor Wilson y a toda mi familia; notaba su sonrisa a través del aparato. Añadió que era un chico formal y que tenía buenas intenciones.