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– Si es así prefiero acudir sola -repuse riendo. Lo cierto es que me encantan los tíos con sentido del humor y Artur lo tiene-. Pero será un almuerzo cuando mi madre se haya ido.

– No te arrepentirás. Tengo mucho que contarte.

María del Mar estuvo tres días más en Barcelona. Días que tuve que dedicarle en exclusividad; hicimos un recorrido nostálgico por la ciudad: el lugar donde vivíamos, la casa de los abuelos, las calles más amadas… Fuimos a tomar chocolate a las granjas a las que antes íbamos, exploramos sus restaurantes favoritos, me contaba anécdotas de cuando niña, adolescente, recién casada. Alguna historia conocida, otras jamás antes oídas, reímos como chiquillas y aquella camaradería nacida entre ambas iba creciendo. Incluso cenamos con Luis y Oriol. Entonces fue cuando nos entregó un insospechado regalo:

– Aquí está la radiografía de la tabla de la Virgen -dijo ofreciéndonos un enorme sobre cuyo contenido no había querido revelarme hasta aquel momento. -Tu amiga Sharon la hizo y yo os la entrego deseando de todo corazón que encontréis el tesoro de Enric.

María del Mar tenía los ojos en lágrimas pero dudo de que los primos se fijaran en ello, miraban el sobre hipnotizados. Lo abrí con cuidado buscando la inscripción oculta a los pies de la Virgen.

Y allí estaba aunque sólo pude leer «está en una»

– «El tesoro está en una cueva marina» -declamó Oriol decepcionado.

– Eso ya lo sabíamos, no aporta información -dijo Luis.

Educados, agradecimos el regalo y pensé que aquélla no sería la clave esperada, que habría que buscar más.

Tal como esperaba, mi madre no quiso ver a Alicia ni tampoco varió su opinión, que me repitió cien veces, con respecto al chico de los ojos azules. Debía olvidarme de él, debía regresar con Mike.

Pero supo mantener la mesura adecuada e irse cuando yo empezaba a estar harta de ella e impaciente por la interrumpida búsqueda del tesoro. Debo reconocer que disfruté de su compañía y que aquéllos fueron días muy bien empleados, pero nada más acompañarla al avión fui de inmediato al hotel, hice las maletas y regresé a casa de Alicia.

TREINTA

– ¿Te apetece ver una galera? -inquirió de pronto Oriol.

– ¿Una galera? -repetí extrañada. La pregunta me pillaba desprevenida. Recordaba que galera era un tipo de nave y que aparecía en los legajos leídos.

– Sí, una galera, la embarcación de la que el fraile sargento del Temple, Arnau d'Estopinyá, era capitán -me aclaró Oriol al notar que vacilaba.

– Ya sé lo que es una galera -respondí ofendida.

– ¿Quieres ver una o no? -me sonreía; sus dientes blancos eran luz y su mirada azul rasgada, misterio. Ese chico, bueno, ese hombre, continuaba seduciéndome.

Es un enorme barco de madera y se extiende por una de las alas del antiguo edificio, de grandes arcos que sostienen un techo de tejas, de las antiguas atarazanas de Barcelona, hoy Museo Marítimo, donde se supone fue construido el original hace más de cuatro siglos.

Aparte de mi curiosidad por conocer el aspecto del navío de Arnau d'Estopinyá, aquella visita tenía un interés añadido para mí: era la primera vez en mi vida que salía a solas con Oriol. Bueno, si ir a ver galeras podía considerarse «salir». Me dije que para una dama comprometida, como era mi caso, esa «salida cultural» no era traición, ni siquiera audacia. Miré mi anillo de compromiso, sorprendiéndome al ver, otra vez, el viejo rubí templario brillando mucho más, en su interior, que el resplandeciente diamante recién tallado.

Una galera es como una lancha gigante de borda relativamente baja, para que los largos remos puedan llegar al agua con facilidad. Nada que ver con las imágenes de esas naves de altas cubiertas, cargadas de cañones o las típicas de las carabelas de Colón. Estaba erizada de remos. Me parecieron cientos.

– Era un navío típicamente mediterráneo y pensado para la guerra -me explicó Oriol cuando le comenté mis impresiones, señalando el maderamen-. Éste es modelo exacto a tamaño natural del que se construyó aquí para don Juan de Austria, el hermanastro de Felipe II, el emperador, y que participó en la famosa batalla de Lepanto el 7 de octubre de 1571. Allí una flota combinada española, veneciana y papal logró infligir una derrota definitiva a los turcos. Los mismos que, desde que echaron a nuestros templarios tres siglos antes de Tierra Santa, no habían hecho más que extenderse por el Mediterráneo, tomando Chipre, Creta y amenazando a Italia, en especial al reino de Nápoles y a las grandes islas italianas, posesiones, en aquel tiempo, de la corona española. Curiosamente en esa batalla también participaron galeras de la orden de los Hospitalarios, los mayores rivales de los Pobres Caballeros de Cristo, y heredera de gran parte de sus bienes. Tres siglos después, la orden hospitalaria aún sobrevivía bajo el nombre de orden de Malta, que, desterrada de Tierra Santa por el avance turco y después de Chipre, Rodas y Creta, estableció su cuartel general en la isla de Malta, perteneciente hasta entonces a la corona de Aragón y que Carlos I les cedió.

Y me miró sonriente.

– En España se dice que nosotros liderábamos la flota, pero si visitas el museo Navale de Venecia verás que los venecianos aseguran que los comandantes fueron ellos, aunque estoy seguro de que el papa pensaba que mandaba él. ¡Menudos aliados!

Reí discretamente la ironía desviando la vista de aquellos ojos azules que me turbaban. Al mirarlos fijamente había notado en mis labios el gusto a sal, recuerdo de su boca y del sabor de mi primer beso. Pero él parecía no compartir mi alteración y continuó como si tal su perorata.

– La historia depende de quien la escribe, pero lo cierto es que Venecia aportó muchas más naves que todo el imperio español, contando en él no sólo a Cataluña, Valencia y Mallorca, sino también a Nápoles y Sicilia.

Pensé que Oriol estaba tan entusiasmado visitando el pasado que las opciones para una mujer actual, yo misma por ejemplo, de atraer su atención frente a las sensuales curvas de una galera eran escasas. Allí estaba, extasiado, contemplando el navío.

– El modelo de nave varió muy poco en seiscientos años -me contaba-. En Bizancio, sobre el año mil, ya tenía unas formas semejantes a ésas, representando la culminación de las mejores técnicas de combate naval de la antigüedad. Era la heredera directa de las trirremes romanas y antes de embarcaciones griegas y fenicias. Podemos decir que este tipo de nave dominó el Mediterráneo durante dos mil años. Estaba pensada para la velocidad y se lanzaba sobre las naves enemigas para hundirlas clavándoles el espolón delantero en un costado, aunque en la Edad Media el espolón pasó a usarse principalmente como puente de abordaje sobre el contrario. Ésta que ves aquí ya montaba cañones que se colocaban en su mayoría en proa y alguno en popa y costados, pero la artillería no era aún muy potente. Cuando mejoraron los cañones desaparecieron las galeras como nave de guerra; claro, si se podía hundir al enemigo a bombazos, ¿para qué jugarse la propia nave en el envite?