»La galera de Arnau d'Estopinyá era una de las llamadas bastardas porque se movían a vela y remo. Podía extender dos grandes velas latinas y montaba treinta y seis bancos de tres remeros cada uno y por cada lado. Esta que ves aquí era un poco mayor, más ancha aunque algo más corta; tenía treinta bancos y cada remo lo movían cuatro galeotes. Los remos sólo se usaban para el combate, cuando había prisa o faltaba el viento. ¡Imagínate! ¡Setenta y dos remos golpeando a la vez el mar! Necesitaban de un tambor que marcara el ritmo para que todos fueran al mismo paso.
Sus ojos brillaban de entusiasmo. Oriol estaba viendo la nave de d'Estopinyá, su quilla partiendo el mar, lanzándose a toda velocidad contra una galera enemiga.
– Era lo más rápido de su tiempo sobre el agua -añadió.
Y así Oriol continuó instruyéndome. Yo le seguía con doble atención; cierto que su charla tenía interés, pero he de confesar que era su persona lo que me hacía el relato fascinante.
Recorrimos la nave a lo largo, andando por el suelo, a nivel de quilla. A esa altura sólo se veía el maderamen del casco, del que, en algunos tramos, faltaban tablas para que los visitantes pudieran observar las entrañas del buque y los enseres que cada zona almacenaba. Al llegar a popa me admiré del castillo de la nave que se eleva muy alto, visto desde el suelo, majestuoso, decorado profuso y barroco.
– Ninguna de estas galas lucía Na Santa Coloma. La que aquí ves era la nave capitana comandada por don Juan de Austria, el hermano del emperador de la corona germano-española. El segundo hombre más poderoso del Estado más rico del mundo. La única decoración de galera de Arnau d'Estopinyá debía ser la cruz patada o la patriarcal del Temple pintada en la popa y en los escudos que protegían a galeotes y ballesteros.
Subimos varios tramos de escalones hasta situarnos en una plataforma colocada por encima de los primeros bancos de remo y a la misma altura de la llamada carroza, el puente de mando de la nave. Allí viajaban los oficiales de la galera, junto con el piloto y el timonel. No se mezclaban ni con la chusma que bogaba, ni con cómitres y alguaciles que hacían cumplir las órdenes.
Desde allí se veía toda la zona de remos y al final el espolón en proa. Un audiovisual, seguramente programado de forma automática, empezó a proyectarse en una pantalla por encima de nuestras cabezas, recreando galeotes remando; conseguía que éstos aparecieran casi sobre los propios bancos de la nave real.
Entonces ocurrió; me di cuenta al instante. «El anillo», pensé. «Es otra vez el anillo.»
Y de pronto, las imágenes y sonidos enlatados de la película se vieron superados, mil veces, por aquello que, viniendo de mi interior, excedía a cualquier realidad.
Oía el golpear del tambor marcando el ritmo de boga y el chapoteo de los remos en el agua, olía la fetidez acre, penetrante, de sudor e inmundicias de los galeotes, que cubiertos de andrajos y encadenados al banco hacían sus necesidades en él. Notaba la brisa, veía los azules en cielo y agua, y la espuma blanca en la cresta de las olas. El día era claro pero la mar estaba picada y hacía saltar el navío.
Delante había otra galera luciendo el color verde del islam en los extremos de sus palos mientras que en los nuestros ondeaba el gallardete de combate marino templario: el estandarte negro con una calavera blanca.
Los alguaciles rondaban por el pasillo central amenazando con vergajos a los que no ponían suficiente energía en las palas y un hombre encaramado en el palo mayor gritó algo. Oí una voz, quizá la mía, pidiendo que dispararan las catapultas y el sonido vibrante del maderamen combado, al recuperar su postura natural, empezó a llegar desde proa.
Notaba mi corazón acelerado y me aferraba, tenso, al puño de mi espada en el cinto; sabía que a muchos la muerte les llegaría dentro de poco, quizá también a mí.
La nave enemiga emprendía la huida a remo, al tiempo que arriaba velas tal como hicimos nosotros momentos antes. Pero yo estaba convencido de que les alcanzaríamos.
– ¡Passa boga! -grité.
Y la orden fue transmitida a gritos por los cómitres a lo largo de la crujía hasta el tambor que, desde proa, marcaba la cadencia de remo. Los vergajos empezaron a llover sobre las espaldas de los forzados que no lograban adaptar su velocidad al ritmo máximo. La chusma, a coro, empezó a gruñir de esfuerzo cada vez que los remos se hundían en el mar y la nave se aceleraba. Gritos de dolor acompañaban el chasquido del látigo. El tufo de los cuerpos me llegaba, más intenso ahora, con el aire de proa, y percibí lo que antes muchas veces, en trances semejantes, había notado en el hedor. Esa fetidez adicional, tenue y canalla: el olor a miedo.
La distancia a nuestra presa disminuía, pero también era nave veloz y las piedras que lanzaban nuestras máquinas de guerra no lograban dar en ella. La arrumbada, en la proa de Na Santa Coloma, estaba repleta de ballesteros a la espera de tener a los sarracenos a tiro. Uno lanzó un dardo y logró clavarlo en el maderamen de popa del enemigo, pero a aquella distancia el riesgo de error era grande y ordené que se contuvieran para ahorrar saetas.
Fue entonces cuando los moriscos descubrieron la carroza de su galera y el marino encaramado en el palo mayor gritó: ¡nafta! Líneas de humo se dibujaron en el cielo mientras jarros de combustible ardiendo empezaron a caer a alrededor de nuestra nave.
Los soldados se cubrieron con corazas, poco útiles contra el fuego, pero la chusma remaba sin protección y allí entre los bancos dieciocho y diecinueve de estribor una jarra cayó justo sobre uno de aquellos infelices, convirtiendo al desgraciado en una bola de fuego líquido que salpicaba a sus compañeros. Aullaban angustiados y al soltar ellos los remos, la nave viró hacia babor.
El timonel intentaba corregir el rumbo, los chillidos de los abrasados hacían estremecer; pero aquél no era momento para miedo o compasión.
– ¡Echad hojarasca a la cocina! -ordené.
No era la primera vez que usábamos la estratagema. Mientras los cómitres y soldados trataban de apagar el fuego con cubos de agua, los marinos subieron de la bodega unos sacos con hojarasca y brea que lanzaron al fogón, que situado al aire libre, en el banco veintitrés donde no había remeros, se mantenía en brasas. Al poco una columna de humo negro se levantó sobre la nave.
– ¡Detened la boga! -grité-. ¡Remos al agua!
La orden se transmitió por la crujía y la nave se detuvo, desviada de su persecución y balanceándose. El fuego ya se estaba controlando cuando el vigía gritó que los sarracenos reducían su remadura y su nave viraba. Por un momento los trazos de humo de sus proyectiles se detuvieron y, al hacernos frente, reanudaron sus disparos, ahora desde la arrumbada, en proa. Nuestros cómitres quitaron con rapidez las cadenas a heridos y moribundos de la sala de boga y remeros voluntarios, los llamados bonaboglies, que no precisaban grilletes, ocuparon sus lugares. Nuestra galera, cubierta de una espesa humareda que los marinos se encargaban de alimentar, parecía herida de muerte, pero en realidad estaba lista para combatir.