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La nave enemiga venía hacia nuestro estribor, lanzándonos fuego y flechas; querían aprovechar la confusión para dañarnos. Nunca se hubieran atrevido a abordar una galera como Na Santa Coloma de no estar su tripulación disminuida. Mi gente se movía entre el humo como si algo realmente grave ocurriera y los dardos moriscos alcanzaban ya al maderamen y a los galeotes de los primeros bancos, que empezaron a gritar.

Estábamos a unos doscientos metros cuando ordené:

– ¡Disparad saetas! ¡Passa boga!

Las órdenes corrieron hacia proa, el tambor empezó a sonar, también los latigazos y lamentos. Una nube de flechas voló hacia nuestro enemigo y al poco se oyeron gritos de la otra galera que aumentaron cuando tuvimos la fortuna de dar con una de nuestras piedras en su cubierta.

No se apercibieron los sarracenos del engaño hasta que, saltando nuestra nave hacia delante, el humo del fogón, que se había dejado de alimentar, empezó a quedar atrás. Entonces cometieron su segundo yerro. Queriendo evitar el choque viraron a su babor para esquivarnos, pero gracias a la fuerza de nuestros remeros, que habían descansado mientras los suyos bogaban, y nuestra mayor potencia, logramos que el espolón, haciendo saltar tablas y astillas, se hundiera en su costado de estribor, cerca de la carroza. Mientras, nuestros ballesteros, intentando no dar a sus galeotes, seguramente esclavos cristianos, tuvieron tiempo de lanzar una segunda saeta, ahora más certera al ser corta la distancia, sobre guerreros y oficiales.

Al grito de abordaje, los nuestros, expertos en esas lides, corrieron por el espolón gritando «Por Cristo y la Virgen» y saltaron con facilidad sobre la otra nave. A pesar de las bajas por flechas o sablazos moros, olvidándonos de la soldadesca, amontonada en su mayoría en proa, atacamos feroces la carroza en popa, donde en unos instantes los oficiales y guardias fueron degollados. Cuando todos los nuestros estuvieron a bordo y empezaron a avanzar por la crujía hacia la proa, entre los bancos de sus galeotes que nos aclamaban, supe que habíamos vencido.

Mi pecho, henchido de júbilo, orgulloso, soltó un grito de victoria.

Entonces me di cuenta de que estaba de nuevo en el museo, habrían pasado sólo segundos; Oriol hablaba:

– … el tipo de nave de alta borda como las carabelas de Colón, también se usaba en tiempos de Arnau. Pero eran buques de carga y comercio. Sólo navegaban a vela y su casco más profundo permitía transportar grandes pesos. El antecedente más obvio era la llamada coca, la urca, la carabella y toda la familia de naves menores apellidadas «fustas», y en cuanto a galeras podemos encontrar más de doce tipos distintos, desde uxers a sagenas, rampís, londrós…

Me agarré a la barandilla y sentándome en el suelo me puse la mano en el pecho. Mi corazón batía acelerado, me faltaba el aire.

– ¿Qué te pasa? -dijo Oriol interrumpiendo su disertación, alarmado.

– Ha vuelto a ocurrir -murmuré al recuperar el aliento-. Ese anillo.

TREINTA Y UNO

Después de esa angustiosa experiencia esperaba comprensión por parte de Oriol. Creía en su sensibilidad y en su conocimiento de lo que ese extraño anillo podía hacer con la gente; no presagiaba que fuera precisamente él el protagonista de mi siguiente sobresalto.

Nos demoramos en las atarazanas el tiempo necesario para contarle lo ocurrido, y cuando Oriol se aseguró de que me encontraba más o menos en condiciones, quizá con la intención de animarme, me dijo que me quería mostrar un lugar muy especial. Cruzamos una avenida y después de entrar en una zona de casas muy viejas, doblamos un par de esquinas y me metió en un barucho diminuto. Ciertamente era especial; de sus paredes cochambrosas colgaban anaqueles llenos de botellas cubiertas de mugre de decenios y unas pinturas deprimentes, con tanta porquería, que apenas dejaban ver mujeres fumando mirándote con cara de asco infinito. Los recortes de periódicos enmarcados confirmaban que aquél era un sitio singular. Sonaba música francesa que parecía salir de una radio vieja, de esas de madera barnizada, de las de antes de los transistores.

– A este bar le llaman Pastis -me informó una vez hubo pedido esa bebida que es como un anisete al que le añaden agua y que a mí no me gustó.

Supongo que Oriol pretendía subirme los ánimos con ese brebaje, pero me dije que no íbamos por buen camino. Sólo de pensar en la impresión sufrida en las atarazanas se me ponía la carne de gallina y, sin poder evitarlo, mi mirada se iba al anillo de la sangrienta piedra macho, buscando quizá en sus transparencias el fantasma del viejo templario que parecía habitarlo.

– Amo la leyenda de este lugar -añadió Oriol distrayéndome de mis tétricas conjeturas. Recorría con la vista el tugurio y sus ojos miraban con el mismo aire nostálgico que en el museo, antes rememorando grandes batallas de navíos de leño y héroes ahogados en el Mediterráneo, ahora anunciándome un relato, a la vista del local, a la fuerza viejo. Así era Oriol, le gustaba vivir en el pasado. ¿Reviviría también las olas, la tormenta y el beso?

– Lo fundó en el año 47 Quimet, un bohemio, pintor aficionado, al regreso de París, adonde había emigrado desde África como pied noir a finales de la Segunda Guerra Mundial. Allí anduvo a la búsqueda del éxito como antes lo hicieron Picasso y Juan Gris. Entonces París era aún la capital del arte y Nueva York sólo aspiraba a ello. Con él se fue Carme, una vigorosa alicantina, dicen que prima suya, que gastaba buen porte y mejor genio. Ella lo amaba con pasión y estaba convencida del talento artístico de su chico. Carme trabajaba, en bares, limpiando, hacía cualquier cosa con tal de sacar el dinero para que ambos pudieran vivir. Pero los cuadros de náusea existencialista que Quimet pintaba no vendían. ¿Quién iba a colgar en su sala de estar imágenes tan deprimentes y de pobre arte?

Sorbí aquel líquido blancuzco que Oriol había pedido sin darme opción a otra cosa y miré los lienzos cubiertos de hollín de tabaco. Mujeres de mirada vacía frente a vasos igualmente vacíos, hombres fumando. Figuras femeninas en la calle, seguramente prostitutas a la espera. No se me escapaba que la zona a la que Oriol me había llevado pertenecía al antiguo barrio chino, baluarte del puterío barato de la ciudad. Afirmé con la cabeza. Desde luego yo no expondría en mis paredes algo semejante.

– Seguramente Quimet aspiraba a ser un Toulouse-Lautrec en clave existencialista de los años cincuenta en Barcelona y pasaba a la tela las imágenes que le rodeaban -continuó Oriol-. Firmaba como Pastis. Era el tiempo en que la cultura francesa era admirada y la anglosajona ignorada. Los burgueses enviaban a sus hijos al Liceo Francés.

«Como mamá y Enric», pensé.

– Lo cierto es que Quimet reunió un grupo de amigos y asiduos en un círculo seudoartístico marginal para oír cantar a Edith Piaf, Montand, Greco y Jacques Brel, bebiendo pastis, mientras discutían sobre las últimas tendencias en la capital del mundo -Oriol sorbió de su vaso, miró a su alrededor antes de clavar su mirada en la mía y confiarme-: Mi padre frecuentaba este bar.