– ¡Feliz cumpleaños, Cristina! -dijo al abrazarme y nos dimos dos besos. Justo entonces salió mamá; su delantal denotaba que la habíamos sorprendido haciendo uno de sus guisos.
Mi madre es una gran cocinera y soñó, durante un tiempo, con abrir un restaurante estilo mediterráneo en Manhattan. Casi nunca deja cocinar a la asistenta y, por lo que pude oler, en aquel momento preparaba uno de esos guisos de pescado, tan ricos, que ella llama suquet de l'Empordá.
Tras besos y saludos, mi padre y Mike se fueron al salón y yo la acompañé a la cocina. Debo reconocer que no es un lugar que visite con frecuencia, pero quería anticiparle la noticia.
– ¡Un anillo de compromiso! -exclamó al verlo y palmoteó saltando de alegría-. ¡Qué bonito! ¡Felicidades! -y me dio otro beso y un gran abrazo. Se la veía encantada; para ella Mike era el chico ideal-. ¡Es maravilloso! ¿Para cuándo la boda?
– No lo hemos decidido, mamá -repuse un poco molesta por la presión-. Lo cierto es que no tengo prisa; vivimos estupendamente, me va muy bien en el trabajo y de momento no quiero tener hijos. Quizá le proponga compartir apartamento antes de casarnos.
– ¡Pero primero debes fijar fecha de boda!
– Ya veré -la buena mujer empezaba a agobiarme. Estaba bien tener un novio guapo y rico. Quizá fuera incluso mejor tenerlo de prometido y seguramente quedaría igual de bien como marido, pero yo no necesitaba correr. Quise desviar su atención de la boda al anillo, antes de que el dichoso casorio se convirtiera en motivo de polémica.
– ¿Pero te has fijado en lo grande y hermoso que es el solitario? -y le acerqué el brillante a las narices. La mujer anda corta de vista últimamente. Entonces miró mi mano con atención y de pronto noté que daba un respingo y se estremecía. Hasta me pareció que iniciaba un paso atrás. Observaba alternativamente mi mano y luego a mí, asustada.
– ¿Qué te ocurre?
– Nada -mintió.
– Estás como sorprendida.
– Me encanta el anillo que te ha regalado Mike. Es precioso -dijo al rato-. Pero ¿y ese otro? No te lo había visto antes.
– Me ha llegado de la forma más misteriosa -repuse con entusiasmo-. Pero esa historia la guardo para contarla durante la comida con papá.
Y, haciendo una pausa, añadí:
– Pero siento algo extraño, como si lo hubiera visto antes. ¿No te suena?
– No, no lo recuerdo -contestó pensativa. Pero yo la conocía lo suficiente para saber que no decía la verdad; me ocultaba algo. Mi curiosidad se multiplicó.
Durante el almuerzo mis padres tuvieron el buen gusto de disimular la felicidad que les producía el aspecto carísimo del diamante, aunque mi madre -a veces soy mala con ella- hubiera hecho dieta una semana entera con tal de conocer su precio en aquel mismo momento. El tema del otro anillo surgió cuando la conversación, que giraba en torno al primero, languidecía tras agotar elogios sobre la belleza de la joya.
Fue entonces cuando Mike empezó a contar la aparición del misterioso motorista en mi fiesta de cumpleaños. A Mike le encanta exagerar y poner salsa a los relatos. Ahora el mensajero medía dos metros y era la versión neoyorquina de Darth Vader, el villano en La guerra de las galaxias, ese que va todo él, casco incluido, de negro.
Sólo le faltaba aderezar el cuento con música y efectos especiales: ¡tachiiín! Como hacen los niños. Pero el caso es que mis viejos le escuchaban interesadísimos. El chico cuenta buenas historias, pero creo que a mis padres el hecho de casar a su hija con el flamante dueño de múltiples tarjetas de crédito de oro, platino y diamantes, si las hay, todas ellas en perfecto estado de funcionamiento, les hacía mostrarse especialmente positivos a cualquiera de sus relatos.
– ¡Qué misterioso! -exclamó mi padre, que parecía muy motivado con la historia-. ¿Y no será una broma?
– Pues si es una broma le saldrá cara al bromista -dije-. Una de mis amigas trabaja para Sotheby's y es experta en joyas. Afirma que el anillo es antiguo y la piedra un rubí de excelente calidad, sólo que pulido, como si tuviera cientos de años.
– A ver, déjamelo -pidió Daddy, interesado. Y mientras me quitaba el anillo observé a mi madre. No había dicho palabra, disimulaba, pero tenía aspecto de escuchar un relato conocido.
– Lo curioso es que el resguardo de entrega indica que el paquete viene de Barcelona.
– ¡Barcelona! -exclamó mi padre observando la joya que ya tenía en sus manos-. He visto este anillo antes. Claro, sería en Barcelona.
– ¡A mí me da la misma impresión! -repuse-. ¿No te ocurre lo mismo, mamá?
La vi un poco azorada al responder:
– Quizá sí, pero no recuerdo -yo tenía la seguridad de que ella conocía exactamente la procedencia del anillo. ¿Por qué entonces lo negaba? ¿A qué venía ese disimulo?
– ¡Ya sé! -exclamó mi padre. Me tenía en vilo-. ¡Claro que me acuerdo!
– Dilo -pedí impaciente.
– Este anillo era de Enric. ¿Te acuerdas, Mary? -dijo.
– Quizá, es posible -repuso mi madre, dubitativa. Sí, seguro; pensé. Ella sabía más, escondía algo.
– ¿Qué Enric? -quise saber-. ¿Mi padrino?
– Sí.
– ¡Pero si está muerto!
– Sí, está muerto -reafirmó mi padre.
– ¿Pero cómo puede un muerto enviar un regalo? -intervino Mike, a cada instante más interesado. Debía de estar imaginando el fabuloso relato que podría contar a sus amigos de Wall Street.
– Enric era mi padrino. Te he hablado de él varias veces. Sabes -le expliqué-, a los católicos, cuando nos bautizan, dos familiares o amigos, uno varón y otro mujer, aceptan la responsabilidad de cuidarte física y espiritualmente en caso de desaparición de tus progenitores. Él era mi padrino y murió en accidente de automóvil al año de llegar nosotros aquí. ¿Verdad? -inquirí a mis padres.
Mi madre cambió una mirada extraña con Daddy antes de responder:
– Sí, murió… -dijo. Y entonces supe seguro que encubrían algo sobre Enric. Así es María del Mar; para ella el fin justifica la mentira. Porque es socialmente correcto, porque teme ofender a la gente, o quizá porque odia la confrontación directa y huye de ella.
– Me ocultáis algo -afirmé. Y de repente se me ocurrió-: ¡Claro! No murió, debe de estar aún vivo en algún lugar; por eso me envía su anillo.
Daddy miró a mi madre y le dijo:
– Cristina ya es mayor -su expresión era grave-. Debemos decirle la verdad -y ella afirmó con la cabeza.
Yo los observé a ambos y después a Mike, tan expectante o más que yo. Intrigada, me dispuse a escuchar.
– Enric está muerto -mi padre me miraba triste-. De eso no hay duda, pero no murió en un accidente de tráfico como te dijimos. Se suicidó. Se descerrajó un tiro en la boca.
Me quedé pasmada. Yo adoraba a Enric. De niña, en Barcelona, era como mi tío, más aún, era, después de mis padres, la persona mayor a quien yo más quería. Lo evoco siempre amable, cariñoso, sonriente, inventando juegos para que lo pasáramos los tres en grande: su hijo Oriol, su sobrino Luis y yo.