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Aquel interrogante me tenía trastornada, además debía reconocerlo: continuaba sintiendo algo, quizá mucho, por él. ¿Se repetiría conmigo la historia que vivió mi madre?

Creo que aquella mañana llegué a deprimirme. Sentada en la cama miraba con temor el anillo del rubí posado en mi mesilla de noche. Y pensaba en Oriol con desesperanza. «¡Al diablo con el tesoro y con esas historias antiguas de dolor!», pensé, «haré caso a mamá y a Mike».

Deseaba sentirme querida, no me importaba incluso sentirme mimada y empecé a planear mi regreso.

Pero entonces sonó el teléfono, era Artur, que me invitaba a almorzar. Acepté de inmediato, al menos aquél era un tipo galante; en muchos aspectos más atractivo que Oriol.

– No entiendo. ¿Por qué no denunciasteis el robo de las tablas a la policía? -le interrogué.

– ¿Cómo sabes que no lo hicimos? -Artur me miraba sonriente. «Sí», me dije, «es mucho más atractivo que Oriol».

– Tengo mis fuentes de información.

Él me miró muy interesado.

– ¿Fue Alicia?

– No he hablado de eso con ella. Con quien hablé fue con el comisario Castillo. Llevó la investigación del caso. No se denunció ningún robo. ¿Lo hubo en realidad?

– Claro que sí.

– ¿Entonces cómo esperabais recuperar lo vuestro sin denuncia?

– Tenemos formas de hacerlo.

– ¿La misma que aplicasteis al amigo de mi padrino?

– Mira, Cristina. Nosotros tenemos nuestro estilo de trabajo y no queremos que la policía meta las narices donde no debe.

– Sois mafia, ¿no es así?

Artur meneó la cabeza disgustado, luego habló midiendo sus palabras y la sonrisa, ahora un poco forzada, regresó a su cara.

– Lo de mafia es un insulto, querida -hizo una pausa-. Sólo somos comerciantes que tienen sus propias reglas en los negocios.

– Que incluyen el asesinato…

– Sólo si es imprescindible…

Me quedé mirando su guapo rostro mientras decidía si me iba en aquel mismo momento. Noté mis labios apretados y eso era señal de que estaba enfadada. Sin duda ese hombre era peligroso. Pero el peligro me asustaba poco, sólo ponderaba la conveniencia de dejarlo de nuevo plantado, su arrogancia, su estar por encima de la ley me indignaba. Supongo que es la abogada que llevo dentro. Él pareció adivinar mi pensamiento y se apresuró a agregar:

– No creas que ellos son mejores…

– ¿Quiénes?

– Oriol, Alicia y los otros…

– ¿Qué pasa con ellos?

– Forman una secta.

– ¿Qué dices?

– Sí, lo son -afirmó con total convencimiento-. Al menos yo soy sincero y expongo mis intenciones a la cara. Pero ellos te ocultan las suyas.

Me quedé callada tratando de asimilar aquello y al final le dije:

– Cuéntame lo que tengas que contarme de una vez.

Me explicó que llevados por el romanticismo de finales del siglo XIX con la exaltación de todo lo medieval en las artes catalanas, desde lo poético a la arquitectura, el abuelo Bonaplata, asiduo de círculos masones y rosacruz, fundó su propio grupo secreto resucitando una versión muy sui generis de la orden de los templarios. A ese grupo pertenecían los Coll, mi familia, y también la suya, los Boix. Pero pasadas unas generaciones, cuando Enric fue nombrado maestre de la orden, el padre de Artur y su tío empezaron a sentirse incómodos por el carácter cada vez más esotérico y ritualista que tomaba el grupo. No ayudó que Enric lograra cambiar estatutos para que se admitiera a mujeres y que la primera dama templaria fuera Alicia, hembra de fuerte personalidad que gustaba de seudobrujerías y leyendas ocultistas sobre los caballeros del templo de Salomón, amén de disfrutar imponiendo su criterio.

– Así las cosas apareció Arnau d'Estopinyá.

– ¿Arnau d'Estopinyá? -inquirí extrañada.

– Sí -repuso muy serio-. Arnau d'Estopinyá, el templario.

– ¿Cómo que Arnau d'Estopinyá? -exclamé-. ¿Cómo que apareció? -no salía de mi asombro. No catalogaba a Artur como un tipo creyente en fantasmas, pero su expresión era de lo más convincente-. ¿A quién se le apareció?

– A tu padrino -me di cuenta de que el anticuario se complacía con mi desconcierto.

– ¿Que a Enric se le apareció Arnau d'Estopinyá? -mis pensamientos corrían a toda velocidad. ¿Tendría eso alguna relación con las visiones que Alicia atribuía a mi anillo?

– Sí. Un buen día ese hombre se presentó a tu padrino diciendo que también él era templario y quería ser admitido en nuestro «maestrazgo»…

– Un momento -le interrumpí-. ¡Pero si Arnau d'Estopinyá murió en el siglo XIV!

– ¿Tú crees?

– ¡Claro!

– Pues entonces será otro -repuso enigmático.

Meneé la cabeza asintiendo sin poder ocultar mi extrañeza. Me empezaba a irritar la chanza, pensé que el anticuario debía de tomarme por estúpida.

– Pues no -dijo de pronto Artur-, resulta que es el mismo Arnau d'Estopinyá de hace setecientos años.

Me quedé en silencio esperando a que él volviera a hablar; era obvio que tal cosa era imposible. Artur me estaba tomando el pelo y quise comprobar hasta dónde era capaz de llegar con esa historia descabellada.

– En realidad, ese hombre no lo es; pero él sí cree ser Arnau, el viejo templario -añadió con una sonrisa divertida-. Aunque eso no es posible, ¿no crees?

– ¡Debe de estar loco!

– Lo está. Pero en aquel momento Enric decidió darle audiencia en la orden y aprobar su candidatura. Mi padre también estuvo en la comisión que escuchó su historia y, aun recelando, votó por ello.

– ¿Pero por qué le admitieron si estaba loco?

– Por el tesoro.

– ¡El tesoro!

– Sí. Ese tipo era un fraile de verdad, pero fue expulsado de su orden por violento, sufría frecuentes cambios de humor, llegando incluso a acuchillar a otro monje en una discusión sobre qué canal de televisión ver. Pero se presentó proclamándose continuador de una estirpe de frailes guardianes del secreto del tesoro templario de las coronas de Aragón, Mallorca y Valencia. Portaba un anillo que yo nunca he visto, pero que si doy crédito a lo que me contaron se parecía mucho al que tú llevas.

Miré la joya que brillaba mortecina, como dormida, a la luz del restaurante.

– ¿Crees que es éste? -me interrogó.

– Sí.

– Pues es muy importante para ellos.

– ¿Para ellos?

– Sí. Para esa secta de Nuevos Templarios, la de Oriol y Alicia; ese anillo representa el poder dentro de la orden. Según Arnau d'Estopinyá el sello proviene del propio maestre general de la orden, Guillermo de Beaugeu, que murió luchando en Arce y cuyo anillo, símbolo de la autoridad templaria, y semejante a otro que pertenecía al papa, fue recogido por uno de los caballeros templarios que malherido consiguió embarcar en la nave de Arnau y que a su vez terminó confiándolo al propio Arnau d'Estopinyá cuando los templarios aragoneses y catalanes fueron apresados por el rey.

Al oír esa historia, que encajaba perfectamente con los escritos de los legajos, me alarmé. Artur continuó su relato sin percibir mi turbación: