– A la muerte de éste, acaecida en Poblet, el anillo, la tabla y la leyenda del tesoro fueron pasando de fraile a fraile, de uno a otro, en curiosa sucesión de escogidos hasta llegar a hoy.
– Pero tu padre y Enric creyeron que era más que leyenda.
– En efecto, y ambos se lanzaron a la búsqueda de las tablas en la zona de los monasterios cisterciences de Poblet y Santes Creus. Pero tu padrino hizo la gran jugada.
– ¿Cuál?
– Siendo el maestre de la orden de los Nuevos Templarios, le costó poco convencer al fraile loco de que esa secta era la directa heredera de la orden del Temple. Así que acogió como miembro a Arnau y le concedió una pensión para el resto de su vida que pasó a pagar de su bolsillo. El fraile estuvo encantado, juró obediencia eterna a Enric entregándole el anillo que pensaba le correspondía a tu padrino como maestre de la orden. Parece que ese hombre nunca había considerado la sortija de su propiedad, él era sólo depositario.
– ¿Y qué hizo a la muerte de Enric?
– Mi padre y mi tío abandonaron la secta meses antes de que tu padrino los asesinara. La discusión con Enric por el asunto de las tablas y el desacuerdo con el creciente poder de Alicia lo aconsejaban. Al morir Enric, Alicia, contra toda tradición templaria con respecto a las mujeres y gracias a un grupo de bobos a los que tenía fascinados, tomó el cargo de maestre. Ella mantuvo la promesa de su marido pagándole puntualmente la pensión a Arnau, que, loco aunque lúcido, también le juró fidelidad. A regañadientes algunos, pero al final todos, aceptaron el liderazgo de esa mujer, a la que no conozco pero que parece tener un carisma especial y que ha sabido entroncar muy bien la tradición ocultista que envuelve el mito templario con sus propios manejos para hacerse respetar y admirar por el resto de hermanos de la orden.
– Explícame lo del ocultismo y los templarios.
– Ha habido todo tipo de cuentos, el final trágico de la orden, las acusaciones de herejía, sus grandes riquezas, todo esto ha excitado la imaginación de miles de personas. Si le sumas la historia del emplazamiento frente al tribunal de Dios que Jacques de Molay, el último de los grandes maestres de la orden, hizo al rey de Francia y al papa, cuando le quemaban en la hoguera, y la muerte de ambos antes de terminar el año, tienes un cuadro misterioso e inquietante. Otros dicen que guardaban el Santo Grial, las Tablas de la Ley que Dios entregó a Moisés, que eran propietarios de veracruces, cruces relicario con astillas de la verdadera cruz de Cristo, que producían milagros increíbles…
– ¿Y qué hay de verdad en todo eso?
– ¿Quieres mi opinión sincera?
– Claro.
– ¡Nada! Es todo cuento.
– Pero sí que crees en el tesoro.
– Eso es distinto. Está escrito en cartas al rey Jaime II, que aún se conservan, que cuando los templarios rindieron Miravet, su última fortaleza en Cataluña, y cuartel general de los reinos de Aragón, Valencia y Mallorca, los agentes reales no hallaron la fortuna que esperaban. Sólo los libros encontrados, en aquel tiempo artículo de lujo, complacieron al monarca. Pero la fabulosa fortuna que se suponía atesoraba el castillo se había esfumado. Y nunca, que se sepa, apareció.
Esa intriga quedó en el aire y como si el tema estuviera agotado Artur empezó a interesarse por mi vida en Nueva York y a contarme anécdotas vividas en la gran manzana. Al rato reíamos.
Artur es un tipo sutil y pienso que sólo quería poner una semilla en ese encuentro; sembrar la duda en mí sobre mis anfitriones los Bonaplata. Y ciertamente tenía sus razones: eran gentes misteriosas. ¿Qué más me estarían ocultando?
Y me dije que, fueran sus historias ciertas o no, Artur lograba subirme unos ánimos que andaban por los suelos por culpa de Oriol. Me miraba sonriente y no se cortaba al elogiar tanto mi mente como mi físico. Normalmente no le hubiera hecho mucho caso a ese adulador, pero mi autoestima necesitaba precisamente eso. Parecía como si quisiera cortejarme y al despedirse me besó la mano.
– No seas cursi -le censuré secretamente complacida. Y le estampé un beso en cada mejilla.
Más tarde telefoneé a mamá.
– Sí, es cierto -me confirmó-. Tanto tu abuelo como el padre de Enric pertenecían a una especie de club religioso. Recuerdo que se autodenominaban templarios y lo normal es que Oriol, siendo hijo varón primogénito, siguiera la tradición.
Aquella noche di otra vez vueltas en la cama. Artur podía tener razón y su sonrisa se me aparecía en la oscuridad. ¡Qué lío!
TREINTA Y TRES
Me desperté aún de madrugada, era una de las noches más cortas del año y no sabía de dónde había venido ese grito. Luego me di cuenta de que era yo quien había gritado. Me encontraba en ese instante lúcido en el que aún recuerdas todo lo soñado y ese ensueño había sido tan real, tan impresionante, que no temí olvidarlo. Encendí la luz para comprobar que estaba despierta. Notaba que ese anillo me quemaba el dedo y vi brillando su piedra como si de un ojo sangriento se tratara. Sentí necesidad de sacármelo, acercarme a la ventana y respirar el aire fresco. Las luces de la ciudad, todavía en tinieblas, confirmaron que estaba despierta. Bueno, despierta siempre y cuando todo lo que estaba viviendo no fuese un sueño mayor, una alucinación de alguien, de alguien que estaba muerto desde hacía años y que como cuando éramos pequeños hacía de su anhelo de búsqueda de tesoros una realidad, aunque sólo momentánea, para aquellos tres mocosos, nosotros.
No me vi la cara. Sólo una puerta a la que llamaba cargando una maleta. Sabía que detrás de esa puerta aguardaba mi final, mi llegada a puerto, la muerte. No tenía posibilidades de sobrevivir, era un suicidio. Pero iba a hacer lo que debía hacer: cumplir la promesa que me unía con mi enamorado hasta más allá de la vida. Como los antiguos templarios, como los jóvenes nobles tebanos de Epaminondas. Al compañero no se le abandona y si lo matan se le venga. Eso había jurado y eso cumpliría. Era lo que había hecho a los tebanos de aquel tiempo, fulgurante y breve cual estrella fugaz, los griegos más poderosos, los héroes más brillantes de la historia. Así también fueron los templarios antes de su decadencia. Yo era de aquella raza de paladines y aquél era el torneo final. Se me encogió el corazón al pensar en mi amigo asesinado y en el hijo al que ya no vería más, mientras la cámara de vigilancia observaba mi espera paciente. Noté un nudo en la garganta, los ojos se me llenaron de lágrimas y empecé a musitar una oración por ellos.
Cuando la puerta se abrió dos individuos que no conocía, trajeados y con corbata, me esperaban. Uno de ellos se quedó a distancia mientras el otro, que había abierto la puerta, sin mediar palabra me empujó de espaldas contra ella obligándome a soltar la maleta. Me cacheó. Una, dos veces, tres. Revisó mi billetero, la pluma estilográfica y mis llaves. Cuando se aseguraron de que no portaba armas inspeccionaron la maleta.