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De regreso, Oriol estuvo silencioso y Alicia amable. Yo me sentía incómoda por la escena que había protagonizado en la iglesia, pero Alicia lo tomaba con toda naturalidad.

– El hombre que te descubrió en el claustro es Arnau d'Estopinyá -me confirmó.

– Sí, todo encaja con la historia que me contó Artur. Ese hombre me ha estado siguiendo desde que llegué a Barcelona.

– Sí, cariño -repuso Alicia-. Siguiéndote y protegiéndote. Recuerda la salida de la librería Del Grial. Él os libró de los secuaces de tu amigo Artur.

– En la iglesia dijiste que me esperabas…

– Era probable que ese hombre te propusiera hacer lo que hiciste. Sabíamos que os veíais y sospechaba que él tenía llaves del callejón.

– ¿Y por qué no cambiasteis las cerraduras?

– Pensé que quizá a tu amigo le interesaba alguna de las piezas antiguas de la iglesia -Alicia sonreía-. Si hubiera caído en la tentación ahora estaría en la cárcel.

Callé pensativa. Esa mujer parecía controlarlo todo. Le había preparado una trampa a su enemigo. Me alegré de que Artur fuera demasiado listo para ella.

En el coche, de camino a la fiesta y ya los dos solos, le pedí disculpas a Oriol por mi intempestiva aparición en la iglesia y él se rió diciendo que no le sorprendía nada, que así era yo. Dijo que parecía que su madre lo tenía previsto y que, sabiendo de mi relación con Artur, habría mantenido el secreto sobre las reuniones templarias esperando que él descubriera sus cartas. Yo me sentí molesta. Parecía que todo el mundo me manipulaba. Así que para contraatacar ironicé con su traje, corbata y capa.

– Es la tradición -me aseguró sin perder la sonrisa-. Es así como nuestros abuelos quisieron que se hiciera.

– ¿Cómo es que alguien tan poco convencional como tú se presta a ese juego?

Se mantuvo callado unos instantes y dijo:

– Es en honor a mi padre.

Y nos quedamos en silencio; era un argumento definitivo. El tráfico era denso, no sabía adónde me llevaba, pero estaba con él y eso era suficiente.

– Quiero que sepas que yo no tengo relación alguna con Artur -no sé por qué sentí necesidad de decirlo-. Ha estado insistiendo en que él puede vender mejor que nadie las piezas del tesoro, que él tiene tanto derecho como nosotros y que quiere llegar a un acuerdo…

– Es el tesoro de mi padre -me cortó Oriol, tajante-. Si él no quiso acuerdos, yo no puedo aceptarlos.

Me sorprendió su rotundidad, su tono decía: «Estás conmigo o en mi contra». Empezaba a tener una imagen más clara de la situación y recordé las palabras de Artur diciendo que existía una deuda de sangre. Suspiré pensando que aquel asunto del tesoro podía terminar muy mal. Sólo esperaba que la tragedia no visitara a las familias Bonaplata y Boix tal como lo hizo años antes.

TREINTA Y SIETE

Era un denso pinar que llegaba hasta la playa, y el suelo estaba cubierto de arena finísima, tapizada a tramos por las agujas de los árboles. Cuando llegamos, una hoguera ardía en la arena, del lado del mar, separada varios metros de la vegetación. Unas mesas portátiles mostraban cocas, bebidas y vasos de papel, pero no había sillas y la concurrencia se sentaba en el suelo. Serían quizá sesenta personas y todos saludaron a Oriol, sin duda personaje popular en el clan. La gente bebía, charlaba y Oriol inició una conversación con un grupo de estética rasta sobre el programa de actos de una casa deshabitada que al parecer ellos habían tomado por la fuerza, okupar le llamaban a esas invasiones. Él discutía enfáticamente y parecía liderar. Me costaba creer que era la misma persona que horas antes vestía traje, corbata y una capa blanca con una cruz roja patriarcal de caballero templario. Al no conocer a nadie, y como no tenía otra cosa en que ocuparme, escuchaba el debate, aunque me importaba poco y nada iba yo a aportar. A no ser que soltara a la abogada que vive dentro de mí y me significara informándoles que lo de okupar era delito. ¡Como si no lo supiesen! «¡Menudo palo!», pensé. «Como ésta sea la idea que Oriol tiene de una verbena estoy apañada.»

Fue entonces cuando una muchacha, que atendía la conversación a mi lado, me pasó un cigarrillo, que parecía haber recorrido un largo camino. Liado a mano y con un extremo humeando y el otro sin filtro, tenía un aspecto ruin, baboso. Yo compuse una sonrisa amable para decir:

– No, gracias.

Me fijé en la chica. Era imposible que pasara la inspección de seguridad de un aeropuerto decente. Lucía numerosos pendientes terminados en pincho en una sola oreja, piercings en cejas, nariz y barbilla, y supuse que ocultaba unas cuantas incrustaciones metálicas adicionales tachonando partes suyas recónditas; vamos, que incluso cruzando los arcos de control tal como su madre la trajo al mundo haría sonar todas las alarmas. Pero ella también se fijó en mí. Fue un escrutinio de arriba abajo, brazos en jarras y chupando el porro que, en admirable equilibrio, se sostenía en la punta de sus labios. Cuando terminó ya me tenía catalogada y sin devolver mi cortés sonrisa me espetó:

– ¿Y tú, tía, de qué vas?

Oriol no se había tomado la molestia de informarme con quién nos encontraríamos, ni cómo vestir, ni nada, y me di cuenta de que la que allí desentonaba era yo, y no mi inesperada oponente, que debía de verme tal como la vería yo a ella de haberse presentado con esa pinta en mi fiesta de cumpleaños en mi apartamento de Manhattan con vistas, aunque lejanas, a Central Park.

De hecho mi amigo se había desinteresado de su sesuda conversación para observarnos. Lo hacía con una sonrisa nada disimulada y me pareció que disfrutaba de lo que, seguramente pensaría él, era un castigo merecido a la forma con que le había impuesto mi compañía aquella noche. Pero debo reconocer que aun yo advertida y habiendo rebuscado en mis maletas no me hubiera podido camuflar en aquel entorno.

– Bueno, yo… -repuse, incómoda-. Estoy de visita en Barcelona.

– ¡Una turista! -exclamó mientras Oriol le quitaba el porro de la mano para darle él una calada-. ¿Qué coño hace una jodida turista aquí?

Yo soy bastante agresiva si hace falta o se me provoca, pero en aquel momento me sentía intimidada, miraba a Oriol sabiendo que no me iba a ayudar y me hubiera gustado esfumarme. Pero entonces, del otro extremo de la hoguera empezó a sonar el tamborileo de unos bongos a los que pronto acompañaron otros más, y luego más, hasta que dejé de interesar a mi contrincante, que, recuperando su cigarro de la mano de Oriol, tuvo a bien ocuparse de otra cosa. También la sesuda polémica sobre el ministerio de ayuda social del gobierno okupa de aquella casa, antes vacía y ahora habitada en exceso, cesó por incapacidad de los conferenciantes para hacer llegar al oído de los demás la utopía de turno. La gente se fue sentando y, para mi sorpresa, aparecieron más instrumentos de percusión. Casi todos tenían uno y palmeaban a un ritmo acelerado que poco a poco alcanzó una cadencia frenética.