No me miraba, tenía su vista en el rojo brillante de las brasas y tomó su tiempo de reflexión antes de continuar hablando.
– Pasamos la vida deseando alcanzar algo, persiguiendo sueños, creyendo que cuando tengamos eso tendremos la felicidad. Pero no es así. La existencia está en el camino, no al final. No importa cuán bello, importante, espiritual sea lo que pretendemos. La última parada es siempre la muerte. Si no sabemos ser felices, ser mejores, ser quienes queremos ser en el trayecto, tampoco encontraremos eso al final. Ésa es la razón por la que debemos disfrutar del momento. La vida está llena de tesoros que la gente persigue, son cosas que creen que les proporcionarán la dicha, pero acostumbran a ser espejismos y a veces, alcanzando su anhelado deseo, uno sólo encuentra el vacío entre sus manos.
– ¿Insinúas que tu padre nos está engañando con el tesoro? ¿Que nos hace jugar el mismo juego que jugábamos de niños sólo que de mayores?
– No lo sé -dijo con un suspiro-. Pero sé que en su filosofía el verdadero tesoro era el camino, la emoción de la búsqueda, la tensión del deseo en lugar del relajo de la saciedad. Creía en disfrutar del momento, en el carpe diem latino. Recuerdo que cuando jugábamos a los tesoros, al final sólo hallábamos unas pocas golosinas. Lo importante era la emoción, los instantes vividos en la búsqueda.
Me pesaban los párpados, mi hablar se hacía lento y mi pensamiento embotado; estaba durmiéndome. Había sido una noche de emociones extraordinarias y ahora de repente me daba un bajón. Mi clandestina entrada en la iglesia de Santa Anna, mi captura por Arnau d'Estopinyá, mi presentación a los templarios, el baile troglodita, el salto de la hoguera y mi inquietud de con quién se iba Oriol al pinar. Demasiado para una sola velada. ¿Era eso carpe diem? Quizá fuera carpe noche.
Oriol había dejado de conversar y atendía a la cantante. Y yo, sentada en la arena y cubierta con una de las toallas de playa que él había bajado del coche, intentaba resguardarme del relente y evitar el sueño. No veía las manecillas del reloj, pero serían cerca de las seis. Alguien señaló al horizonte sobre el mar. Una línea azul gris se dibujaba entre el negro y azul marino. Varios timbaleros se animaron y volvieron a machacar sus parches intentando obtener un ritmo coherente. Para cuando el cielo rompía en tonos claros y en los instantes interminables en que la luz parecía no aumentar, sino incluso disminuir en su intensidad, como si el mar se la tragara para aclarar sus propios colores, todo el que tenía algo que sonara al golpear lo estaba batiendo en una impresionante algarabía de entusiasmo exaltado. Luego un punto de oro brilló en la línea de un mar dormido y un cielo sin nubes. El zafarrancho aumentó incluso por un momento y todos se pusieron a gritar saludando al astro. Yo también lo hice. Eran trogloditas adorando a su dios, y yo una más entre ellos. Poco a poco, creando una línea de luz dorada sobre el horizonte, viniendo hacia nosotros, multiplicándose sobre las olas mansas, el sol, que hería ya incluso los ojos entornados, fue subiendo hasta despegarse del océano. Fue entonces cuando un muchacho y una chica, desnudos, entraron entre saltos y gritos al agua. Y otros les siguieron y luego más. Vi que Oriol se quitaba la ropa y, ya completamente despejada de mi modorra de minutos antes, pensé que mi amigo no estaba nada mal dotado.
– ¿Vienes? -dijo.
Nunca me había expuesto antes desnuda en público, y pocas veces en top less, pero no esperé una segunda invitación. Tiré la toalla a un lado, puse sin demasiado cuidado mi ropa encima de ella, y con dos anillos como únicas prendas corrí al mar de la mano de Oriol.
El agua, en contraste con la temperatura de la noche, estaba tibia y se podía andar metros y metros sin que, fuera de algún bache inesperado, cubriera. Todo el mundo se sumergió en cueros, chapoteando y riendo.
Terminado el baño, muchos se quedaban a dormir en la playa, aunque nosotros decidimos volver a Barcelona. Pero al vestirme no encontré mis zapatos. Estaba en su búsqueda cuando oí a mi espalda:
– Y tú, rubita, ¿qué has quemado en la hoguera?
Me volví comprobando que era esa Inés de las incrustaciones metálicas. Se estaba secando con una toalla y un simple vistazo confirmó mis sospechas del inicio de la noche. Llevaba pendientes en pezones, ombligo y seguro que mantenía otros más ocultos.
«Ésa la ha tomado conmigo», me dije decidiendo si contestarle o no. Estaba cansada de la noche y no de muy buen humor. Quise ser amable y respondí:
– Nada.
– Te equivocas -repuso sonriendo-. Has quemado unos zapatos de lujo.
– ¿Qué? -pensé que me estaba gastando una broma.
– Que la lección de esta noche es que se puede andar por el mundo sin unos zapatos de doscientos euros -la muy cabrona se mostraba triunfante-. Los eché al fuego cuando te metiste en el agua.
– Me estás tomando el pelo.
– No, rubita. Ya verás cómo descalza se anda mejor.
Estaba segura de que bromeaba. Pero me acerqué a la hoguera, que aún ardía en algún punto, y por el lado donde había dejado mi ropa, allí estaban mis zapatos, entre brasas, uno chamuscado y el otro hecho carbón, oliendo a cuerno quemado. Incluso viéndolo me costaba creerlo.
La tipa esa se reía, supongo que comentando su hazaña con los de su pandilla. Debo reconocer que ella estaba en lo cierto. Sin zapatos se puede andar. Y también correr. No recuerdo los detalles, sólo que mi cabreo me quitó cualquier limitación, convención social, cansancio, prudencia. Ella no se esperaba eso de la «rubita», estaba de espaldas hablando con sus colegas, aún por vestir, y del tirón que pegué a sus trenzas la tumbé en el suelo. Agarrándola bien del pelo y llamándola hija puta, la arrastré con todas mis fuerzas por la arena mientras la otra intentaba reaccionar. No sé qué hubiera ocurrido después si Oriol no me sujeta a mí y varios a ella. Me apetecía echarla al fuego, junto a mis zapatos, o al menos arrancarle de un tirón los pendientes de los pezones, pero pasado el primer arrebato dejé que Oriol me apartara de la trifulca. La metálica se había recuperado y gritaba improperios, mirándome con ganas locas de partirme la cara pero, afortunadamente, de momento, la tenían controlada.
Oriol pasó el viaje a Barcelona riendo. Yo palpaba con los dedos de mis pies la goma del suelo del coche haciendo balance de la situación. Troglodita. Me había comportado peor que los trogloditas.
– ¿Vas a poder andar por la vida sin zapatos de doscientos euros? -me increpó divertido.
Me uní a sus risas. La aventura valía mucho más. Carpe diem.
TREINTA Y OCHO
Me despertó el sonsonete de mi teléfono móvil. «Debo cambiar esa musiquilla», me dije. Estaba ya harta de ella y en ese momento mucho más. ¿Quién llamará a estas horas? ¿No podrían esperar a que estuviera despierta? Era Artur Boix para preguntarme cómo me había ido la noche. ¿Noche? Si para mí aún lo es. ¡Claro que me acosté tarde! Tanto que era demasiado pronto. No, los templarios me trataron bien. ¿Quedar a comer? No, desde luego que no. ¿Que ya es la una? Lo siento pero quiero dormir, llámame cuando esté despierta. No estuve amable, recordé que había ido a la verbena sin mi recién adquirido móvil y que Artur debió de llamarme para saber si estaba bien. Me puse a pensar en el amanecer, en el chapoteo en el mar y en Oriol en cueros. Me amodorré. No creo que llegara a dormirme porque el maldito teléfono sonó de nuevo. ¿Cómo no se me ocurrió apagarlo? Ésta vez era Luis. Estaba excitado.