– Porque la cruz patriarcal fue muy disputada. La ostentaban tanto los caballeros de la orden del Santo Sepulcro como los templarios, por un tiempo los hospitalarios y naturalmente los de Calatrava. Y resulta que la iglesia de Santa Ana fue la sede en Barcelona de la orden de los caballeros del Santo Sepulcro. En la actualidad dicha orden usa como distintivo una cruz roja rodeada de cuatro cruces más pequeñas en recuerdo de las cinco llagas de Cristo. Y esta iglesia continúa siendo oficialmente su cuartel general en Cataluña.
– ¿Y extraoficialmente?
– Tú ya sabes -repuso Oriol con un guiño cómplice.
Hacía tiempo que no seguía un oficio religioso con tanta intensidad. La súplica de la nota de Enric me había perforado el alma. Y la pistola me causó una tristeza profunda, lúgubre, me traía recuerdos dolorosos de mi vivencia del asesinato de los Boix. ¿Cómo pudo alguien como Enric, un amante apasionado de la vida, matar y suicidarse? Debía de estar muy desesperado. Muy solo. ¿Y cómo pudo abandonar a Oriol? Me pasé buena parte de la misa llorando en silencio al tiempo que rezaba por su alma. De cuando en cuando observaba a mis amigos. Oriol parecía tan concentrado como yo lo estaba y Luis se distraía mirando a un lado y a otro, pero sin duda a ratos se esforzaba por cumplir lo mejor posible con sus oraciones. Bueno, si aún se acordaba de ellas.
A mí, el servicio religioso me hizo bien. Al terminar me sentía mucho mejor; unos suspiros profundos y restos de mi llanto, me subían desde el vientre, pero estaba relajada, casi feliz. Había cumplido con Enric, rezando y rezando y me prometía volver a hacerlo periódicamente. Esperaba haber ayudado a su alma tanto como la ceremonia y la oración habían ayudado a mi espíritu.
Oriol nos hizo una seña y nos condujo hacia la puerta que daba al claustro. A la derecha estaba el pasillo que conducía a la entrada desde la iglesia a la sala capitular, donde se llevaban a cabo las celebraciones templarias, y al recordar mi aventura y el encuentro con Arnau d'Estopinyá sentí un escalofrío.
– La nota de mi padre no era sólo una súplica por su alma -nos dijo Oriol en voz baja-. Estoy seguro de que nuestros rezos le habrán sentado muy bien, pero creo que la nota era una pista.
– ¿Una pista? -interrogó Luis en tono casi de exclamación.
Yo intentaba pensar a toda velocidad.
– ¿Cómo sabes que lo es?
– Mirad a vuestra izquierda.
Y lo hicimos. Allí en la pared había una estatua yacente. Era de un tal Miguel de Borea, almirante general de las galeras españolas, que llevaba muerto por los siglos de los siglos. Recordé lo que me dijo Artur: aquella iglesia era también un cementerio. Nos acercamos. Oriol señaló una lápida en el suelo con la inscripción:
"TU QUI LEGIS ORA PRO ME".
Luis y yo nos quedamos mudos de asombro.
– ¿Cuándo te diste cuenta? -preguntó Luis al rato.
– De inmediato -tenía una sonrisa pícara en la cara-. He venido a esta iglesia desde niño. Conozco todos los detalles.
No le dije nada. Me había desgañitado rezando y llorando por culpa de aquella nota y ahora resultaba ser sólo un eslabón más del juego. Y el guarro de Oriol había estado divirtiéndose con mis sentimientos. Después me dije que no estuvo mal rezar y pensé que Oriol también lo había hecho. Pero me debía una.
– ¿Y qué vamos a hacer ahora? -interrogó Luis.
– De momento salgamos al claustro. Si me pilla el mosén cuchicheando en su iglesia se va a enfadar como lo hacía cuando yo era niño.
Salimos a discutir el siguiente paso en una granja de la calle Santa Anna.
Luis y yo decidimos que había que levantar la lápida para ver qué había dentro. Un muerto, contestaba Oriol. Y qué, respondíamos los otros dos, hay que ver qué más hay. Oriol decía que aquello era profanar una tumba y que lo de abrir tumbas tenía su procedimiento ético, legal y religioso. Luis le respondía que ya que él ocupaba viviendas propiedad de otros, no debiera preocuparle entrar en semejante habitáculo; su propietario no presentaría denuncia. Y Oriol respondía que el propietario no, pero el cura sí.
– Pues lo hacemos por la noche, cuando él no esté -insistía Luis.
Y Oriol, que él no podía engañar al mosén, que era uno de los suyos. «Pues si es uno de los tuyos que nos ayude», le dijimos. Y en eso quedamos.
Cuando lo fuimos a ver, el cura puso el grito en el cielo:
– ¿Qué queréis, abrir la tumba del almirante? Ni pensarlo -le dijo a Oriol-. Eso quiso hacer tu padre y yo se lo impedí. Además debajo de la estatua no hay nada, estuvo expuesta temporalmente, por muchos años, en el Museo Marítimo.
– ¿Quiso mi padre abrir esa tumba? -inquirió Oriol.
– Eso he dicho; pretendía poner algo dentro. Yo no lo dejé.
– ¿Y qué hizo?
– Me lo dio a mí, para que os lo entregara cuando también vosotros la quisierais abrir.
En pocos minutos teníamos en nuestras manos un legajo del mismo estilo y con el mismo lacre que el de la librería Del Grial.
Nos miramos radiantes. ¡La pieza que faltaba!
TREINTA Y NUEVE
Volvimos a ser niños. En realidad, cuando recuerdo aquellos días me doy cuenta de que regresábamos a la infancia continuamente.
Luis condujo hacia su apartamento mientras todos parloteábamos excitados. Allí, rompimos sellos de lacre iguales a los del primer legajo, encontrándonos con la misma letra y el mismo tipo de papel. Oriol insistió en que empezáramos a leer por las últimas frases del primer documento, Luis así lo hizo y las palabras del viejo fray Arnau d'Estopinyá regresaron a su boca:
– «Pero a mí, los frailes Jimeno y Ramón me reservaban un honor muy especial. Querían proteger lo mejor que cada encomienda guardara. Una vez todo reunido en Miravet, si la situación empeoraba, partiría hacia Peñíscola con el tesoro, para embarcarlo en Na Santa Coloma, nave que ninguna galera real era capaz de alcanzar, y esconderlo en un lugar seguro mientras durara el tiempo de incertidumbre. Prometí, por la salvación de mi alma, no dejar que nadie que no fuera un buen templario pudiera jamás poseer tales joyas. Y Ramón Saguardia me regaló su anillo, el de la cruz patada en rubí, como recuerdo de mi promesa y de mi misión. Yo estaba emocionado por la fe que aquellos altos frailes ponían en mí y pasé los días de espera, mientras llegaba el tesoro, en ayuno, rezando al Señor para ser digno de tamaña empresa.
»Daría mi vida, lo daría todo, con tal de triunfar en mi empeño.»
Luis hizo una pausa y tomando la primera hoja del segundo legajo continuó:
– «El día 5 de noviembre fray Jimeno de Lenda se entrevistaba con nuestro rey para pedirle su apoyo y éste le aseguró que creía en nuestra inocencia, aunque no decidiría si nos ayudaba antes de tratarlo en su consejo. Pero Jaime II reprochó a nuestro maestre que estuviéramos pertrechando los castillos; sin duda nos hacía vigilar.
»Ese encuentro con el monarca no tranquilizó a fray Jimeno y dispuso que su lugarteniente y amigo, fray Saguardia, pospusiera la vuelta a su encomienda de Masdeu, en el Rosellón, y se quedara en el cuartel general de Miravet. El maestre continuó junto al monarca para interceder por la orden, entrevistándose de nuevo con él el 19 de noviembre en Teruel. Mientras en Miravet estábamos intranquilos, a fray Saguardia le llegaron noticias de que el rey había reclamado la presencia del dominico Juan de Lotger, inquisidor general, y que éste quería que se nos encarcelara. De inmediato, envió una nota a su superior. "Creemos que vos, señor, y cualquier otro fraile que esté en la corte corre gran peligro." Pero a fray Jimeno no le importaba la seguridad de su persona, sólo le preocupaba salvar nuestra congregación y decidió, desoyendo la prudencia, continuar cerca del monarca.