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»Después de la primera misa del día siguiente y con la bendición de fray Saguardia, salí hacia Peñíscola con una escolta numerosa, íbamos a la mayor velocidad a que podían avanzar los carros, y no me sentí seguro hasta encontrar bajo mis pies las sólidas tablas de mi galera y hasta que todo el tesoro estuvo en ella. Solicité al comendador de Peñíscola, Pere de Sant Just, una guardia especial para la noche y al amanecer del día siguiente partimos. Días después regresaba, a la vela. Estaba satisfecho por haber cumplido bien el encargo del maestre, pero triste por haber tenido que sacrificar a mis galeotes sarracenos, los que me ayudaron a ocultar el tesoro. Algunos de los moros habían sido esclavos nuestros durante años y degollarlos nos causó un gran dolor.»

– ¡Espera un momento! -le pedí a Luis.

Yo ya había pasado antes por eso y tenía experiencia. Me encerré en el baño y me senté en la taza. ¡Dios mío, estaba ocurriendo de nuevo! El sueño de los degollados. La playa, el mar inquieto, las nubes huyendo en el cielo y los frailes rebanándoles el cuello a aquellos infelices encadenados. ¡Qué terrible! Y Arnau d'Estopinyá lo contaba con toda naturalidad, sin darle demasiada importancia. Respiré hondo tratando de serenar mi espíritu. No podía acostumbrarme a aquello, era imposible. Miré ese anillo, culpable de mis angustias, que brillaba mortecino, en calma. No me sorprendía que a Arnau d'Estopinyá, ya no el del siglo XIV, el que dictó los legajos, sino el moderno, el demente ese que creía ser el otro, se le hubieran revuelto los sesos. Pero no estaría tan loco si fue capaz de desprenderse de esa sortija con cruz de sangre y dársela a Enric a cambio de una pensión. Y a Enric, ¿le había inducido ese anillo perverso al asesinato y al suicidio? Lo miré de nuevo. Allí estaba, impertérrito, con aspecto inocente, era incluso bello, con su estrella de seis puntas brillando en su interior. Recordé entonces las advertencias que Alicia me hizo sobre él, concluyendo que ella estaba en lo cierto: Marte, la violencia y la sangre mandaban en aquel rubí macho.

De regreso Luis preparaba café comentando con Oriol que Arnau se debía de creer misericordioso degollando sólo a sus remeros ya que era creencia común en el islam que los descabezados no podían acceder al paraíso. Debía de sentirse ocurrente porque acto seguido hizo un comentario jocoso con su típico toque impertinente sobre mis visitas al baño. Oriol me sonreía achinando sus ojos rasgados como dando pábulo a las chanzas de su primo.

– ¿Aún te duele el dedo? -inquirió señalando mi mano. Y comprendí que su sonrisa no apoyaba a Luis, sino a mí; él sabía del anillo e intuía mis penas.

Luis retomó la lectura y oímos de nuevo la voz de Arnau d'Estopinyá a través de los siglos:

– «A mi regreso supe que nuestro maestre, a pesar del peligro, decidió seguir al rey hasta Valencia para continuar intercediendo por la orden. Y allí fue, en nuestro convento de la capital, donde el monarca, a pesar de sus buenas palabras anteriores, le hizo encarcelar el 5 de diciembre. No se detuvo ahí don Jaime; dos días después apresaba a todos los frailes de Burriana, luego tomaba el castillo de Chirivet, que no ofreció resistencia, y fue subiendo dirección norte hacia la fortaleza de Peñíscola. Los engaños del rey aragonés, igual que los del miserable rey de Francia, hicieron que a muchos hermanos se les tomara por sorpresa o sin ganas de resistir. Cuando supe que venían estuve a punto de zarpar de nuevo con mi nave rumbo sur. No era la estación y estaba falto de galeotes, pero Na Santa Coloma, fiel a su nombre, sabía navegar a vela a la perfección, y mi tripulación me era fiel.

»Pero esa huida suponía no poder atracar en puerto alguno catalán, valenciano o del reino de Mallorca. Posiblemente en ninguna tierra cristiana. Debería sobrevivir pirateando contra el reino de Granada, Tremercén o Túnez porque jamás lo hubiera hecho como corsario a sueldo de los moros. Y así, esperar que al Temple se le devolviera su libertad y su honra. Pero si el papa Clemente V, como se rumoreaba, apoyaba la acción de los monarcas, de mostrarme rebelde, me castigaría con la excomunión y mi destino y el de mis hombres sería asaltar naves sarracenas hasta encontrar la muerte en combate, decapitados en manos moras o, peor aún, ahorcados en soga cristiana. Pero no temía yo eso, un pirata con mi galera y mi saber hubiera conseguido grandes riquezas y pocos osarían hacerle frente. Me di cuenta de que jamás podía abandonar a mis hermanos en semejante trance.

»¿Y qué os puedo contar? Hablé con fray Pere de Sant Just, comendador de Peñíscola, y me dijo que él era ya muy viejo y había decidido rendir la plaza al rey. Entonces le pedí permiso para viajar, junto a los que quisieran seguirme, a la fortaleza de Miravet donde era seguro que fray Ramón Saguardia haría frente a ese rey traidor. Con su bendición, tres sargentos, un caballero y siete seglares, entre marinos y soldados, partimos al galope. A pesar de saber que diez días antes el rey Jaime había dictado orden de prisión para todos nosotros y de incautación de los bienes de la orden, lucíamos nuestros hábitos, festoneados por la cruz roja del Temple, con orgullo, y no escondíamos las armas. Nadie, ni los soldados, ni las milicias locales se atrevieron a detenernos en ninguno de los controles de caminos.

»Dos días después, el 12 de diciembre de 1307, con la toma sin resistencia de Peñíscola, fortalezas y encomiendas de sus alrededores, todas las propiedades de nuestra orden en el reino de Valencia habían sido incautadas y todos sus frailes encarcelados.

»Como yo esperaba, fray Saguardia rechazó la orden real de entregar el castillo de Miravet y, cuando llegamos, el sitio se había iniciado. Tampoco las milicias de Tortosa y de los pueblos cercanos, que siguiendo instrucciones reales estaban formalizando los últimos detalles del cerco, se atrevieron a detenernos.

«Fray Saguardia nos recibió con alegría, me dio un abrazo y se mostró aliviado por mi misión cumplida. Quiso que guardara yo el anillo, dijo que nadie debía saber por qué lo lucía y en aquel momento, a pesar de haber perdido para siempre mi querida nave, me sentí feliz y supe que estaba donde debía. Luchando junto a mis hermanos. Allí se habían refugiado también los comendadores de Zaragoza, Grañena y Gebut y todos nos preparamos para un largo sitio.