»El rey nos asignó una pensión según nuestro cargo, a mí, como sargento, me correspondían catorce dineros. Debíamos vivir en casas administradas por clérigos que no hubieran sido templarios y mantener nuestros votos de castidad, pobreza y obediencia. Podíamos renunciar al cuarto voto, el de luchar contra el infiel. De hecho no teníamos ya medios con qué hacerlo.
«Cinco años hacía desde que pisé las tablas de Na Santa Coloma por última vez y durante todo ese tiempo de terrible penitencia cerraba los ojos y veía las velas hinchadas de mi nave, con su cruz roja en el centro, iluminadas con el sol de la mañana, camino de Almería, Granada, Túnez o Tremacén para abordar o hundir sarracenos. Esa visión me asaltaba rezando maitines, comiendo, paseando, en cualquier momento. Al recuperar la libertad me rondó por la cabeza huir con algunos de los frailes, conseguir una galera y volver a luchar contra el infiel; soñaba con eso y pasaba el tiempo haciendo planes junto a otros hermanos. Alguno jamás antes se había embarcado. Pero todos deseábamos volver a ser útiles, recobrar nuestro decoro. Era la libertad. Pero al fin no hicimos nada. Eran quimeras de viejos. Había superado ya los cuarenta y cinco años y tenía el cuerpo mermado por la tortura y la prisión. Me sentía cobarde y la idea de rezar hasta terminar mis días se hacía cada vez más dulce. Un fraile me enseñó los rudimentos del arte de pintar y mi pensión me daba para madera, estuco, cola y pintura. Pensaba que así, mi humilde y desgarbada obra podía servir mejor al Señor, dibujando a sus santos para que el pueblo les pueda rezar.
»Mientras, nos llegaban las noticias de que el papa y el rey Jaime II peleaban, cual buitres, sobre los despojos de nuestro patrimonio. El rey había conseguido que en la bula Adprovidam Christi de aquel año, en la que el pontífice otorgaba los bienes de la orden a los frailes hospitalarios, se excluyera expresamente a los reinos hispanos. Y luego obtuvo del papa la creación de la orden de Montesa que le sería fiel a él y que heredaba las propiedades templarias en el reino de Valencia. Al fin aceptó la entrega del resto de bienes de Cataluña y Aragón a los frailes del Hospital pero quedándose él con todo lo que pudo con la excusa de los gastos que le habíamos ocasionado. Se apropió de dinero y joyas, hasta el punto de que en algunas iglesias no se podía celebrar culto por falta de objetos litúrgicos. También pasaron a su peculio las rentas de nuestras propiedades, que él administró durante los diez años de su disputa con el papa, amén de algunos castillos estratégicos. Y al fin, hizo que fueran los frailes de San Juan del Hospital los que pagaran nuestras pensiones hasta que nos muriésemos.
»No pudimos usar en público el nombre del Temple, pero ninguno de nosotros se avino a unirse a otra orden.
»Casi dos años después de nuestra liberación llegó la noticia de Francia. Ese rey miserable, Felipe llamado el Hermoso, había conducido, a toda prisa, a la hoguera al maestre del Temple, Jacques de Molay, y a dos de sus dignatarios. El viejo recobró al fin su decoro perdido, entre cárcel y torturas, y proclamó la pureza e integridad de la orden, acusando al rey y al papa. Murió entre llamas gritando su inocencia y la nuestra. Dicen que allí, en su suplicio, emplazó al rey francés y al pontífice ante el tribunal de Dios. Y ambos perecieron de forma extraña aquel mismo año.
»El rey Jaime vivió mucho más y fue a morir hace un año en el monasterio de Santes Creus, cerca de éste de Poblet. Cuentan que entregó su alma cuando llegaba la noche y se encendían los candiles. En su registro mortuorio dice Circa horam pulsacionis cimbali latronis. No entiendo bien latín, pero ésa es la hora de la penumbra. La que llaman hora del ladrón.
»Y así con la justicia final, la justicia de Dios, termina mi relato. Yo también espero comparecer ante Él dentro de poco y rezo por su piedad. También le suplico que permita que en el futuro la orden del Temple regrese de alguna forma a luchar por la luz, por el bien.
»¿Y qué os diré? Al final de mi camino, después de orgullos, soberbias, victorias y derrotas, sufrimientos y pasiones he descubierto que el secreto de lo que guardé se encuentra en Dios. Está escondido en la tierra que los santos pisaron y en la divinidad de la Virgen. Que Dios Nuestro Señor perdone mis pecados y se apiade de mi alma».
CUARENTA
Nos miramos en silencio, yo me sentía conmovida por la narración. Al fin Oriol habló y lo hizo como experto en historia.
– El relato parece auténtico. Es como si un verdadero fraile del Temple nos hubiera ofrecido su testimonio, pero en lenguaje moderno. Incluso se usan las formas de interrogación dirigidas al lector que Ramón Muntaner, el caudillo catalán y cronista de la epopeya de los almogávares en Turquía y Grecia, contemporáneo de Arnau, utilizaba. Esos «¿Qué os puedo decir?» o «¿Y qué os diré?».
»Quizá el texto sea copia de escritos más antiguos traducidos, quizá alguien puso en papel una tradición oral. Yo me inclino por lo primero, hay detalles demasiado precisos. Conozco muy bien esa época histórica y todo sucedió exactamente como Arnau lo cuenta. Y aunque pinte a Jaime II como a un miserable, lo cierto es que fue un rey muy hábil. En lugar de enfrentarse al papa tal como lo hicieron su padre y su bisabuelo, lo manejó muy bien, logrando que éste le asignara Córcega y Cerdeña. Fingió hacer la guerra a su hermano a instancias de Clemente V pero, cuando ganaba, se retiró dejándole que continuara reinando en Sicilia, de donde, por cierto, Jaime II había sido antes rey. Así la isla continuaba en manos de la familia y lejos de la corona francesa. Con él el poder de la casa de Barcelona y Aragón en el Mediterráneo se consolidó de forma definitiva. El papa no pudo quedarse con ninguna de las posesiones templarias de Aragón y Valencia, en cambio Jaime II ¡bien que se lucró! Defensa lógica, frente a su rival francés que obtuvo una fortuna gracias a los templarios. El dinero era, y aún es, un elemento estratégico fundamental, imprescindible para equipar ejércitos.
»Y finalmente, a pesar de que Arnau describa a sus camaradas como héroes resistiendo la tortura, cierto es que en Aragón se cubrió el expediente y se torturó, pero sólo para complacer al papa, que se lamentaba continuamente de que los verdugos aquí no se aplicaban a fondo. Fue tortura, no nos engañemos, pero ciertos suplicios se pueden resistir y otros no. El rey Jaime II estaba convencido de que todo era una patraña de Felipe el Hermoso, que tenía secuestrado al sumo pontífice, pero aun así deseaba quedar bien con el papa. En cambio, en Francia se dieron las peores formas de tormento, logrando que muchos confesaran todo lo que el rey pedía. "Si quieren que confiese que maté a Cristo, lo haré", dijo un caballero templario francés, "pero no puedo aguantar más".
– Toda esta historia está muy bien -intervino Luis-. Pero no ofrece pista alguna.
– Quizá sí la hay -repuso Oriol pensativo.
– ¿La penúltima frase, verdad? -interrogué.