– Así que la isla fue un nido de piratas. Piratas sarracenos, ¿no? -pregunté-. ¿Qué ocurría en la isla cuando no era cristiana?
– Las crónicas musulmanas del reino de Murcia, al que pertenecía esa zona antes de la Reconquista, cuentan que estaba deshabitada, pero que tenía un buen puerto que era aprovechado por los enemigos del islam para piratear.
– ¿Incluía eso a Arnau d'Estopinyá?
– Seguro -afirmó Oriol-. El rey de Murcia a mediados del siglo XIII pasó a rendir vasallaje al de Castilla, hasta que una revuelta mudéjar hizo intervenir a Jaime I, el abuelo de Jaime II, para ayudar a los castellanos. La zona fue anexionada definitivamente por la corona aragonesa gracias a un tratado con Castilla a principios del siglo XIV, un par de años antes de la caída de los templarios. Es seguro que Arnau conocía bien la isla, ya fuera para proteger tierras cristianas o para atacar y saquear a los musulmanes.
Acordamos que Oriol repasaría la historia de las islas en búsqueda de una que pudiera haberse llamado Sant Pau, San Pol o San Pablo. La primera candidata era la isla de Nueva Tabarca.
La mañana siguiente me llamó al móvil.
– Toma nota -me dijo, pero sin esperar a que yo fuera por el lápiz-. Los historiadores Mas i Miralles y Llobregat Conesa creen que el nombre de Santa Pola es preárabe y que antes debía de ser Sant Pol ya que los árabes cambiaban las toponimias al femenino. Ellos lo escribían Shant Bul, cuya pronunciación es lo más parecido a Sant Pol. El nombre del santo le viene del supuesto desembarco de éste en Portus Ilicitanus, denominación romana de Santa Pola, en el año 63 de nuestra era para evangelizar España. Por cercanía, la isla pasó a llamarse isla de San Pablo y según otros historiadores la zona habitada de Tabarca apareció por mucho tiempo en los libros parroquiales como poblado de San Pablo.
Me dio un vuelco el corazón.
– Ya lo tenemos -musité.
CUARENTA Y UNO
La vimos al caer la tarde. El sol iluminaba la isla, que se alargaba, casi en paralelo, contra un horizonte despejado y a flote sobre aguas de azul profundo. La muralla se eleva en su parte derecha, por encima del mar, recogiendo en su interior a la población, cuyo mayor edificio es una iglesia con aspecto de fortaleza. Todo lo construido, muros y tejados, brillaba con la luz rojiza del fin del día, en un contraste de sombras que daba volúmenes cubistas a las casas del pueblo que, desde nuestra perspectiva, parecía sacado de una historia de piratas. La isla es varias veces más larga que ancha y se estrecha en el centro, donde hay un puerto que mira al norte, al continente. En su parte izquierda aparecía rala y parda con un par de torres, una de las cuales resultó ser un faro.
Estábamos en la cima del monte de Santa Pola, y Luis nos había conducido hasta el faro; las vistas eran espectaculares y la isla, llena de luz, contrastaba con la playa en sombras que veíamos al pie del despeñadero con el que bruscamente terminaba el monte por el lado del mar. Asomarse al borde daba vértigo.
– La isla del tesoro -pensé en voz alta-. ¡Qué bonita se ve! El lugar olía a pino y de pronto, salida de la parte inferior del acantilado, se elevó, en silencio, una mariposa de alas rígidas, multicolor, gigantesca, que fue flotando en el aire por encima de nuestras cabezas. Era una muchacha volando en parapente, a ella le siguió un chico y después otro. Emergían de las sombras de abajo para que el sol del atardecer les iluminara de lleno. Era hermoso.
Luis explicó que la brisa del mar, chocando contra el monte, provocaba una corriente de aire casi vertical y que por eso eran capaces de elevarse bastante por encima del farallón. No sé la razón por la cual identifiqué a aquellos aprendices de ángel con nosotros tres. Ellos colgados del abismo, por frágiles alas de tela, y nosotros flotando en una aventura construida de palabras viejas e historias remotas. Daba miedo verles. ¿Quizá intuía yo el peligro en nuestro propio lance? Me entraron deseos de abrazar a Oriol, que, al igual que Luis, contemplaba la vista en silencio. Los tenía uno a cada lado y les estreché por la cintura; no quería discriminar. Ellos me cogieron por los hombros y sentí sus cuerpos cálidos y aquella camaradería como cuando siendo niños estábamos a buenas. Recordé las palabras del poeta Kavafis en Ítaca y supe que había que vivir aquel momento de ilusión, de esperanza; había que disfrutar cada instante de los días que vendrían. Puse mi atención en la belleza del paisaje y en el calor de mis sentimientos hacia mis amigos, y después de cargar de aire mis pulmones en vano intento de retenerlo todo, guardarlo para siempre: luz, amistad, emoción, el color del mar, el brillo de los muros de la isla…, suspiré.
– ¿Qué nos deparará esta aventura? -dije.
Los chicos no respondieron. Quizá estuvieran preguntándose lo mismo.
La vimos, desde la proa de la embarcación que hacía el trayecto de Santa Pola a Nueva Tabarca, acercándose. El día estaba claro, el mar en calma y el sol, aún bajo, reverberaba sobre las aguas, de tal forma que la isla parecía encontrarse en medio de un lago de luz. De aquel lado unos escollos precedían a la isla y luego la población aparecía encaramada en murallas y, enseguida, la mole de la iglesia destacando sobre todo lo demás. Sus cuatro ventanales barrocos, situados por encima del tejado de cualquiera de las demás edificaciones, me recordaron las troneras de un bergantín listas para asomar sus cañones. Las gaviotas volaban sobre nuestras cabezas y en las aguas diáfanas vimos flotar una medusa púrpura casi tan grande como un balón de fútbol.
En el barco, no muy lleno a aquella hora, viajaban turistas que iban a pasar el día y en su honor, al llegar al puerto, los marinos echaron pan al agua para que acudieran, a cientos, arremolinándose alrededor de la comida, peces bellos, plateados y voraces.
– No te detengas por los peces -me dijo Oriol-. Nos cansaremos de verlos.
Desembarcamos y encaminándonos al pueblo, cruzamos una puerta abierta en la gruesa muralla de piedra caliza amarillenta y desgastada. Me sentí como cuando de pequeña visitaba la atracción de los piratas en uno de los parques de Florida. En el interior de aquella entrada hay dos hornacinas, una dedicada a la Virgen y otra con varias imágenes santas y flores de plástico. Dejamos las cosas en el hotel y nos apresuramos a dar una vuelta de inspección. La isla no era desconocida para los primos ya que la habían visitado de niños un par de veces con sus familias.
Nueva Tabarca hace honor a su segundo nombre de isla Plana. En realidad son como dos islas, que en total se extienden unos mil trescientos metros, con una llanura central sobre cada una, que se eleva en promedio a siete u ocho metros sobre el nivel del mar. La más pequeña, situada al oeste, es la más elevada y la que rodeada de murallas contiene el pueblo. Los muros están construidos en la mayoría de sus tramos justo encima de los riscos que caen a plomo sobre el mar. En el centro, el istmo, más bajo, aloja una playa al sur, y el puerto al norte, mirando al continente. Allí mis amigos apreciaron cambios: una zona urbanizada con rampas y varios restaurantes encarando la playa. En la otra parte de la isla, la mayor, hay una torre de defensa, de construcción contemporánea del poblado pero de cimientos romanos, un faro, y en el extremo más lejano, el cementerio. También están allí los restos de una antigua granja, pero todo lo que hoy por hoy crece en la zona con cierto éxito, fuera de matojos, son unos chumbares. Acordamos que dada la elevación brusca de la isla desde el mar, y la caprichosa forma que toman las rocas, la existencia de cuevas estaba garantizada.