Nuestra exploración, desde el agua, se inició por la tarde. Nos equipamos con unas simples gafas de buceo, un tubo y unos escarpines, que no dificultan la natación, permiten andar por la orilla y evitan púas de erizos y cortes al apoyar los pies en las rocas sumergidas. Todo igual que cuando éramos niños, sólo que entonces usábamos sandalias de plástico. Nuestro aspecto era semejante al de tantos turistas que acuden a disfrutar del fascinante fondo marino que rodea la isla.
Salimos del pueblo por la puerta que se abre en el muro oeste y nos encontramos con un espolón, casi unido a un islote, llamado de la Cantera, demasiado bajo para esconder cuevas y que decidimos no explorar. Por la tarde, como ocurre en general en esa época del año, se levantó el lleberig, viento del suroeste que picó el mar del lado sur. Sin embargo, en el norte de la isla, las aguas continuaban llanas y allí, bajo el lienzo de la muralla, que se elevaba vertical por encima de nuestras cabezas, empezamos a nadar.
Estábamos excitados, de excelente humor, y de cuando en cuando los muchachos competían en velocidad, dejándome atrás. Oriol, más alto y estilizado, ganaba, a pesar de que Luis, que mantenía algo de su robustez, aparentaba ser más musculoso que su primo. En una ocasión, estando ellos distraídos contemplando un banco de salpas, que destellaban sus costados en plata y franjas de oro al sol, salí disparada para una vez tomada distancia burlarme de su lentitud. Me sentía como cuando niña y sólo al verles los cuerpos de hombre plenamente desarrollados percibía el paso del tiempo.
Recorrimos unos trescientos metros en dirección este, hasta llegar al puerto, y anotamos un par de puntos donde las murallas tenían huecos a nivel del mar que quizá fueran antiguas cuevas enterradas y que decidimos revisar con más detalle posteriormente. Separada ya del baluarte descubrimos una pequeña gruta sin muchas posibilidades y, después de inspeccionarla, encontrándonos cerca del puerto, continuamos el trayecto andando hasta detrás de la escollera.
El siguiente tramo empezaba en un islote y una costa accidentada con placas rocosas adentrándose en el mar y un talud de tres o cuatro metros separando la línea de costa de la planicie superior. Un tramo más allá, hallamos un arco sumergido que separa los arrecifes de una gran bañera rocosa, de agua cálida, abierta a la orilla. La isla nos ofrecía allí un hermoso paisaje submarino formado por rocas llenas de vida, anémonas verdes y amarillas, rojas estrellas de mar, erizos, plumeros, corales… que de pronto se abrían en caídas a un fondo profundo en azules, o a extensas praderas de verde posidonia oceánica, también llamadas en la isla equivocadamente algueros, ya que son plantas completas con raíz, tallos, hojas y fruto. Crecen sobre la arena blanca, a poca distancia de la superficie, y allí, entre sus hojas, pacían tranquilos incontables peces. Bandas de obladas, salpas, doradas y sargos plateados. Y también peces verde y multicolores Julias, que a título individual se acercaban en ocasiones a curiosear a través del cristal de mis propias gafas. El mar estaba tranquilo y el sol se filtraba a través de la superficie, difuminando rojos y amarillos a mayor profundidad, pero manteniendo los colores cerca de la superficie, donde nosotros nadábamos. Fue una tarde deliciosa, y aunque no encontramos ningún otro rastro de cuevas, cuando al llegar a la llamada roca de la Tanda, extremo oeste de la isla, decidimos terminar la exploración por aquel día nuestros ánimos continuaban pletóricos.
Antes de la cena trabamos conversación en un bar con un viejo pescador oriundo de la isla, cuyo apellido, Pianelo, evidenciaba la historia del lugar. Nos habló de la «Cova del llop marí», situada, de hecho, a pocos metros de donde nos encontrábamos, por debajo de las defensas del sur de aquel pueblo fortaleza. Nos contó las leyendas de la gruta, lugar donde la última foca monje se refugiaba en el primer tercio del siglo XX; historias de piratas, contrabandistas, pescadores y doncellas secuestradas que se lamentan ululando en las largas noches ventosas de invierno. La cueva, al nivel del mar, se adentra varios metros hacia el interior de la isla y Luis propuso que nos dirigiéramos a ella de inmediato por la mañana. Oriol era partidario de seguir nuestra exploración de forma sistemática, iniciar en la roca de la Tanda, avanzando por la costa sur hacia el oeste hasta encontrar la cova cuando llegáramos al recinto amurallado. Me tocó a mí decidir. La propuesta de Oriol ganó.
Recuerdo aquella cena con especial cariño, sentía el cuerpo cansado y dolorido por el esfuerzo, pero comimos y bebimos bien, reímos mucho, a pesar de, o gracias a, las bromas e insinuaciones de carácter sexual que Luis me lanzaba. De nuevo era el gallito del corral, se mostraba divertidamente agresivo, y parecía descontar a Oriol como posible rival a la hora de cortejarme. Parecía tener muy clara la ubicación sexual de su primo. Demasiado clara.
Yo miraba a Oriol, estaba pendiente de sus comentarios, de su reacción a las tonterías de su primo, de su sonrisa que asomaba continuamente ora mirándome a mí o a Luis, de su risa, a veces ruidosa, que lucía bellos dientes. Era cierto que sus gestos se podían interpretar como amanerados en alguna ocasión, pero yo no podía evitar sentir en mi estómago algo muy especial cuando nuestras miradas se encontraban demorándose, sintiendo placer, al explorar los otros ojos.
Decidimos dar un paseo antes de acostarnos y Luis dijo que tenía que subir un momento a su habitación.
Me encontré andando con Oriol hacia la puerta y crucé resuelta el umbral, excusando mi mala conciencia por no esperar a nuestro compañero con un:
– La isla es pequeña, ya nos encontrará.
CUARENTA Y DOS
Anduvimos hasta la muralla norte paseando por callejuelas con muros que ocultaban jardines recónditos de los que huían saltando sus tapias buganvillas y olorosos jazmines, que el alumbrado público mostraba con colores malvas, canelas y blanco sobre verde. Los diegos de noche se abrían en la plazoleta de la iglesia y una palmera recortaba su perfil exótico contra un cielo estrellado. Era una noche cálida de principios de julio y la isla, una vez los turistas la abandonaron en el último de los barcos, se mostraba íntima, local, recoleta.
Cogí a Oriol de la mano mientras mi corazón batía excitado, por mi propio atrevimiento y por el placer de sentir la mía rodeada por la suya, grande, cálida. En silencio, anduvimos hasta la ronda de la cima del muro.