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– ¿No estarás exagerando con tanta precaución? -inquirí.

Oriol se me quedó mirando con sus ojos rasgados azul mar. Era una mirada profunda y sentí que me estremecía. ¿Cómo podía ser ese hombre capaz aún de perturbarme sólo con sus ojos?

– Tú le conoces -él sabía que sí y sólo respondí con un pequeño movimiento de cabeza.

– No. No le conoces -continuó él-. No le conoces de verdad. Es listo, es cruel, es un delincuente, piensa que los Bonaplata tenemos una deuda con su familia y quiere resarcirse. No va a cejar, no se va a dar por vencido.

Las palabras de Artur sobre la deuda de sangre regresaron a mi memoria, pero continué callada.

– Es un tipo peligroso, muy peligroso, y cualquier esfuerzo para mantenerle alejado es poco -continuó Oriol.

Artur Boix, ese hombre peligroso según Oriol, me cortejaba. Y era un galán muy apetecible. Quizá no para mí que estaba comprometida allá, en Nueva York, pero seguro que lo era para casi todas. Y él lo sabía.

Ya lo había notado en encuentros anteriores. Ponía toda su guapura, aire mundano y clase para hacer que sus elogios te llegaran mejor. Con él te sientes como una reina.

Y así estuvo la primera parte del almuerzo al que me invitó justo el día siguiente de nuestro regreso de Tabarca. Como si me esperara. Sin mencionarlo, ambos recordábamos ese beso de despedida que me dio y que yo acepté, con sorpresa, antes de entrar, furtiva y por la puerta de atrás, en la iglesia de Santa Anna.

Debo confesar que para el postre ya sentía una cierta atracción por él. Ese tipo es un seductor profesional. No queda bien decir eso y a esas alturas debía tener muy claros mis afectos, pero desde mi llegada a Barcelona no pude evitar que los acontecimientos me arrastraran, viviendo con toda intensidad la extraña vida que me esperaba aquí, sin tiempo para pensar demasiado.

Yo era una mujer comprometida y formal, sólo que las circunstancias me habían enfrentado a mi primer y, por muchos años, único amor a pesar de la ausencia. Y estar con él me alteraba. No sólo era eso suficientemente complicado, sino que ahora me rondaba ese otro seductor, capaz de tocar todos los resortes de una mujer para despertar su cariño. Y en esos pensamientos estaba cuando Artur tendió su mano en busca de la mía y capturándola la besó. Eso terminó con mi meditación. Cerré los ojos, suspiré y me dije que si mi capacidad para manejar sentimientos había estado desajustada últimamente, bien podía esperar a su reparación unos cuantos días más.

– ¿Qué tal la búsqueda del tesoro en Tabarca? -esa pregunta inesperada me alarmó. Mi galán tenía interés pecuniario.

– ¿Cómo sabes que estuve en Tabarca?

– Lo sé -sonreía-. Velo por mis negocios. Parte de ese tesoro me pertenece.

– ¿Nos has estado vigilando?

Artur se encogió de hombros y me envió una de sus fascinantes sonrisas. Como un niño al que le descubren una pillería de poca monta.

– Entonces ya sabrás que no encontramos ni una miserable pista -mentí.

– Eso parece. Pero me decepciona, yo tenía puestas mis esperanzas en ti.

– ¿En mí?

– Sí, claro. Somos socios -volvió a tomar mi mano-. Y podemos ser más, si tú quieres. A mí me corresponden dos tercios del tesoro, como heredero legítimo de las dos tablas que Enric le robó a mi familia. El otro tercio es vuestro, pero ese terco de Oriol jamás ha querido negociar conmigo. Es igual que su padre.

Le observé por si afirmaba eso con mala intención, pero ni en su tono ni en su gesto percibí ironía.

– Lleguemos tú y yo a un acuerdo -dijo-. Estoy dispuesto a cederte parte de lo mío si hacemos equipo. También les daría algo a los otros dos con tal de tener paz.

– Eso está muy bien -repuse-. Pero no hay nada para negociar. No hay tesoro -tomé la decisión de mentirle, Artur me gustaba, pero no quería traicionar a Oriol. Quizá el anticuario tuviera razón, quizá debiéramos llegar a un acuerdo. Tendríamos que hablar de eso.

– ¿Y ahora qué vas a hacer? -me preguntó.

– Aprovecharé para visitar la Costa Brava unos días. Marcho mañana.

– ¿Sola?

– Sí.

– Te acompaño.

Volví a observarle. ¿Quería seducirme o sospechaba que ése no era mi verdadero destino?

– No, Artur. Ya te veré a mi regreso.

Al salir del restaurante me invitó a ir a su casa. Confieso que dudé unos segundos antes de negarme. Tenía dos buenas razones. Los otros dos hombres. Pero estaba hecha un lío.

CUARENTA Y CUATRO

Esa vez la isla apareció por su extremo este. Navegábamos desde el puerto de Altea, donde recogimos a Luis y en cuyas aguas resguardadas habíamos pasado la primera noche. Era un barco grande, con una amplia cama bajo la proa que los primos, galantes, me cedieron. Una cama enorme. Ellos durmieron en la antecámara, una gran sala que contenía la cocina y dos catres. Oriol nos hizo madrugar y con una habilidad que me sorprendió, aun después de saber que tenía título de patrón de yate, hizo todas las maniobras precisas para zarpar y en unos minutos navegábamos hacia el sur.

Cuando divisé a lo lejos su color terroso iluminado por el sol que venía de nuestras espaldas el corazón me dio un vuelco. Allí estaba otra vez la isla del tesoro. ¡Y ahora lo conseguiríamos!

Echamos ancla en el lado sureste, el sonar del barco marcaba siete metros de profundidad y la costa quedaba a unos veinticinco. Allí, al frente, se hallaba el lugar donde los proyectiles de catapulta de la galera de Arnau ocultaban su tesoro.

– Será mejor que usemos traje de neopreno, escarpines y guantes. Nos protegerán de golpes, raspaduras y frío -informó Oriol-. Las aletas, al contrario, serán un engorro para los pies. Usaremos sandalias de plástico encima de los escarpines como mayor protección contra las rocas.

Iniciamos el trabajo con entusiasmo. El mar estaba llano y el lecho de rocas, tal como dijo Oriol, redondeadas y de un tamaño semejante, se extendía al pie de un farallón elevado casi en vertical unos cinco metros sobre el mar. Lo primero que Luis y yo hicimos, después de saltar del barco y llegar a nado a la orilla, fue comprobar la diferente constitución de aquellos pedruscos y que, en efecto, unos eran de granito y basalto, otros parecían mármol o cuarzo, aunque también los había de roca volcánica verdosa, o de caliza ocre, autóctonos de aquella parte de la isla. Si bien no dudábamos de Oriol, comprobarlo nos llenó de satisfacción.