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Sólo tenía el juramento, que acababa de hacer minutos antes, de morir antes de abandonar a un hombre. Y lo iba a cumplir. Ya lo estaba cumpliendo. Moriría de una de las muertes más horribles; atrapada en la oscuridad con los minutos contados. Ese pensamiento hizo que, desesperada, me esforzara de nuevo. Terminé jadeando, sin avanzar un centímetro, en el mismo lugar de aquel tétrico sepulcro, soltando múltiples burbujas que se escapaban robándome segundos de vida.

¿Cuánto me quedaba? ¿Quizá media hora de aire? Ya había empezado a morir. Al irse acabando notaría que me costaba succionar. Y luego no habría más.

Me prometí que cuando eso ocurriera no me debatiría, sino que iba a lanzar la boquilla a un lado y respiraría profundamente… agua.

Es extraño. Esa idea, la de afrontar la muerte con dignidad, la de aceptar mi destino, me ayudó a serenarme. La respiración. Si me calmaba usaría menos aire. Poco a poco fui controlando. Estaba atrapada. Mejor dicho, enganchada por el equipo. Sin él seguramente hubiera podido pasar. Podía soltar las correas, dar una bocanada profunda y nadar hacia delante, seguro que la salida del otro lado del sifón tenía que estar cercana. Si no, nadie hubiera podido entrar, y menos sin equipo. Y en el siglo XIII se entraba a pulmón. Entonces recordé que estuvimos trabajando hasta quedar sin luz la noche anterior. Usábamos linternas. ¿Dónde puse la mía antes de regresar al barco? Quizá sí, después de todo, la tuviera… ¡En el bolsillo del chaleco! Lo palpé y allí a la derecha noté un contacto duro. ¡Luz! Lo primero que miré fue el indicador de presión. ¡Setenta atmósferas! ¡Me quedaba aún un rato de vida! El siguiente paso fue comprobar mi situación. Allí rodeada de rocas la visibilidad era mejor que afuera y descubrí que justo unos centímetros más allá de mi cabeza el techo del túnel se elevaba y hasta creí apreciar, por un momento, algo de luz al otro lado. El problema era que quizá no hubiéramos quitado todas las piedras del pasadizo y que mi botella de aire se había encasquetado en una oquedad del techo. Mi propia flotabilidad me impedía bajar los centímetros necesarios para salir. Tracé un plan, lo repetí en mi mente una, dos, tres veces revisando posibles contratiempos hasta que me decidí a actuar. Solté todas las hebillas del chaleco, me puse la linterna, encendida, dentro de las bragas, aspiré profundamente, y soltando la boquilla salí nadando hacia delante y abajo. El chaleco se desprendió con relativa facilidad. Apenas dos metros y vi la superficie del otro lado, justo encima. No quise abandonar el equipo, aún podía salvarme la vida, así que cuando tuve espacio de maniobra, di media vuelta, me introduje en el pasadizo y tirando hacia abajo saqué el chaleco. Me costó un tiempo que creí larguísimo, pero al fin encontré el latiguillo para hincharlo y con una mano arriba para evitar golpearme la cabeza salí a la superficie, que estaba sorprendentemente cerca. ¡Salvada! De momento.

Era un lugar singular. Estaba en una cueva de un techo relativamente alto que parecía subir y bajar conforme lo hacía el nivel del agua empujada por la corriente del túnel. Esa corriente era producto del efecto sifón que transmitía las subidas del mar exterior, a causa de las olas, a través del conducto por el que yo había entrado. Desde algún lugar del techo se proyectaba un rayo de sol de luz escasa, pero que me causó una alegría difícil de explicar. A un lado de aquel laguito secreto de sube y baja vi una zona en que la roca se elevaba gradualmente y por allí me encaramé tirando del chaleco.

Enseguida le vi. Estaba tendido, boca arriba, en un lugar fuera del alcance de las subidas del agua. El corazón me saltaba en el pecho de alegría. ¡Estaba vivo! Inerte, pero si había alcanzado aquel lugar es que estaba vivo. Le enfoqué con mi linterna y no reaccionó. Daba pena. A su labio inferior sangrante, se unían múltiples magulladuras en todo el cuerpo. Me sorprendía que hubiera podido llegar hasta allí. Vestía escasamente los calzoncillos que usaba para dormir, rotos por una de las perneras. Me arrodillé a su lado y le acaricié la frente.

– Oriol -le dije bajito. No hubo reacción. Temí que no respirara.

– ¡Oriol! -subí el volumen de mi voz.

No sé si fue el frío que me había ido penetrando poco a poco o el miedo, pero me puse a temblar como una hoja. Él no reaccionaba. ¿Habría muerto de sobre esfuerzo? Le busqué el pulso en la carótida y no se lo pude encontrar.

– ¡Oriol! -grité.

Entonces fue cuando por segunda vez entré en pánico. Intenté hacerle la respiración artificial y noté otra vez el sabor de mar en su boca. Como el del día de la tormenta. Sólo que ahora también sabía a sangre.

Pero respiraba. ¡Estaba respirando! ¡Qué alivio! Daba gracias a Dios cuando le abracé y poniéndome encima y, cuidando no impedir su respiración, quise darle mi calor y tomar el suyo.

Y de nuevo busqué el sabor de sus labios.

Quizá fueron mis caricias las que le dieron fuerza, porque poco tiempo después, abría los ojos; esos ojos que tanto me gustaban y que en la penumbra yo adivinaba más que veía. No dije nada y apretada a él y evitando frotarle para no raspar sus heridas esperé.

– ¡Cristina! -dijo al fin.

– Sí. Soy yo.

Miró a su alrededor de nuevo y como comprendiendo de pronto la situación exclamó:

– Pero ¿qué haces aquí?

– Estoy contigo.

– Pero ¿cómo has entrado?

– Por el túnel, como tú -le acaricié apartando el pelo de su frente.

– ¿Estás loca?

– ¿Estás tú loco?

– Me había prometido que sería yo y no ese Artur quien encontrara el tesoro de mi padre.

– Pues yo he jurado, como los jóvenes nobles tebanos de la legión sagrada, como los caballeros del Temple, no abandonar a mi compañero.

– ¿Lo juraste? -aflojó ligeramente el abrazo tratando de ver en mis ojos.

– Hice la promesa al verte saltar del barco.

Él no respondió y quedamos un rato en silencio, supuse que evaluaba la situación.

– Gracias, Cristina -dijo al fin. Su voz estaba preñada de emoción-. Nos va a matar de todas formas. Pero morir así será hermoso.

No pude evitar besarle de nuevo. Esta vez él respondió. Otra vez la sal, el mar bravo, sus labios, incluso una gruta y el frío como la primera vez. Aunque ahora el sabor a sangre, presagio siniestro, marcaba la diferencia. A mí no me importaba y me dejé llevar por el recuerdo de lo que fue y por la ausencia de lo que pudo haber sido y ya jamás sería. Mis sueños de adolescente en que partíamos los dos, cogidos de la mano, a descubrir el mundo, aquellas cartas enviadas, repletas de poemas de amor, que nunca llegaron y que jamás llegarían. Nada de aquello podía ya ocurrir. Oriol tenía razón, Artur nos asesinaría.

Y de pronto me vino al pensamiento el tesoro. ¡El tesoro! Lo había olvidado por completo y era lógico. Yo no entré a la cueva por ningún tesoro. Entré por él.

Oriol tampoco parecía tener ninguna prisa en buscar esa fortuna. Lo cierto es que cuando uno sabe que va a morir o que las posibilidades de supervivencia son escasas su sistema de valores cambia. ¿Para qué queríamos él y yo un tesoro? Nuestra amistad, nuestro cariño, los minutos que nos quedaban eran lo único que podía valer algo dentro de aquella cueva. Bueno. Quizá Oriol aún necesitara encontrar ese tesoro. Pero por su padre. Eso sí que tenía valor.