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Y así estuvimos, no sé cuánto, pero a mí se me hizo poco, acariciándonos y besándonos suavemente pero con la intensidad del que sabe que lo hace por última vez. Al estar en un lugar seco, nuestra actividad cariñosa hizo que se me pasara un poco el frío. Y entonces ocurrió lo inesperado. Empecé a notar una presión familiar contra mi bajo vientre.

– ¡Oriol! -exclamé sorprendida.

No dijo nada pero la presión continuó creciendo.

– ¡Oriol! -repetí, ahora a propósito y separándome sólo de él lo suficiente para intentar verle los ojos. La situación, dentro de lo trágico, no dejaba de ser divertida.

– Como puedes ver -dijo- voy recuperando fuerzas.

«No creía que tuvieras ese tipo de fuerzas», pensé.

– ¿Estás seguro? -quise saber.

– ¿De qué?

– De que esto es en mi honor.

– Absolutamente.

Y ahí terminó el diálogo. Lo sellamos con un beso en que nos olvidamos de su labio sangrante, de las magulladuras de nuestros cuerpos, de tesoros, incluso de la muerte que nos aguardaba fuera de aquella guarida de amor. Ni siquiera nos dimos cuenta de las piedras en el suelo. ¿Frío? Se me pasó al quitarme la ropa mojada.

Nos amamos con pasión extrema. No recuerdo nada semejante en mi vida ni antes ni después y si alguna duda me quedaba sobre los gustos sexuales de Oriol aquella mañana se disipó. Resultaba obvio que él no hacía excepción debido a la emergencia en que nos encontrábamos, ni era aquélla la primera vez que se acostaba con una mujer. Sabía qué hacer en cada instante, se manejaba con estilo de amante experto.

Lo hicimos con desesperación. Con la urgencia acumulada en catorce años de espera. Como si fuera la primera vez. Como si fuera la última. Sin ninguna preocupación, sin ninguna precaución. No teníamos mañana.

Yo no soy así. Y esos furores reproductores me son infrecuentes. Más bien escasos. ¿Seré tan rara? ¿Será que las situaciones críticas me ponen a tope? Como la tarde del 11 de septiembre en mi casa con Mike. ¿O es la reacción propia de nuestra especie, de cualquier especie animal, que al oler a muerte busca generar vida, perpetuar la raza? Quizá sólo fuera un intento de combatir el miedo, alejarlo por unos segundos refugiándome, en el amor, en la pasión.

Y allí nos quedamos, cuerpo contra cuerpo, abrazados, palpitando mientras el fuego se extinguía y nosotros tomábamos conciencia de nuestras múltiples magulladuras. Busqué en sus labios otra vez y el sabor a mar, a infancia haciéndose adolescente, al primer beso. Sentí unos instantes de felicidad intensa seguida de una pena mayor. Mi pecho inspiró dos veces corto, fue casi un hipo, y me esforcé por evitar el llanto. Sí, morir era terrible, pero aún lo era más hacerlo sin haber vivido. Jamás podría ya disfrutar de ese amor. Era terriblemente injusto descubrir que lo nuestro tenía futuro en el momento que nosotros ya no lo teníamos. Pero me prometí aprovechar cada segundo de lo que nos quedara.

CUARENTA Y SIETE

Pasaron unos minutos sin que aflojáramos nuestro abrazo y luego lo hicimos poco a poco.

– Hay que ver si la cueva tiene otra salida -murmuró Oriol a mi oído.

Nos levantamos y revisamos la gruta. La laguna interna continuaba su movimiento, de vaivén; el oleaje exterior no había cesado. Hasta nosotros llegaba su murmullo incansable.

Estábamos en una plataforma relativamente lisa aunque salpicada de piedrecillas y el rayo de sol, que entraba por una grieta unos tres metros por encima de nuestras cabezas, había bajado haciendo un giro de izquierda a derecha sobre la pared rocosa del lado de tierra.

Y allí estaba, un metro más allá del lugar iluminado, pintada sobre la pared: una cruz roja patada. Como la de mi anillo.

– ¡Mira! -señalé a Oriol.

– Está colocada para que le dé el sol de mediodía -comentó después de observarla-. Esta cueva es un escondrijo perfecto.

Entonces aquel rayo de esperanza se apagó y miramos sobresaltados hacia la rendija.

– Son las pardelas que anidan en la grieta -me informó Oriol al observar-. Aquí tienen un buen refugio -un aleteo vino a refrendar sus palabras.

Después añadió abrazándome por el hombro:

– No te preocupes. No se atreverán a entrar, no con este mar. Esperarán a que salgamos.

Me miró a los ojos. Ahora sí podía ver el azul en ellos.

– Lo siento. Siento mucho haberte metido en esto.

– No has sido tú -repuse-. Ya soy mayor de edad, y enteramente responsable de lo que me pueda pasar.

Me abracé a él y nuestros cuerpos desnudos tomaron calor, energía nueva. Fue otro abrazo largo, sin prisas y al soltarnos recuperamos nuestro interés por una posible salida. La rendija por donde entraba la luz estaba encima del agua sobre una pared casi lisa, era inaccesible y pequeña. Imposible salir por allí. A la izquierda de la repisa donde nos encontrábamos, la gruta estaba cegada por grandes bloques de piedra. Inamovibles. Siguiendo hacia la derecha, por el camino que le esperaba al rayo de sol, la cueva continuaba en un fondo de cantos rodados que penetraba en el agua y después de un par de metros volvía a salir al seco. Siguiendo esa senda, a la altura de un metro y medio sobre la superficie líquida, se abría una repisa paralela, más profunda. Estaba oscuro y enfoqué con mi linterna. ¡Había un cofre!

– ¡El tesoro! -exclamé sin excesivo entusiasmo.

Oriol no dijo nada y sin pararnos a comprobar el hallazgo continuamos en aquella dirección buscando una salida. La pared de roca se estrechaba y el suelo subía hasta que quedó un pasaje corto cerrado por grandes rocas. No se podía continuar.

– Eso es todo -suspiró él-. No hay vía de escape.

– Nosotros, el tesoro y la muerte -dije pensativa.

– Al menos moriremos ricos -quiso bromear.

– ¿No quieres verlo?

– Sí, claro.

Enfoqué el haz de mi linterna al baúl. Era un cofre de dimensiones medianas, de madera reforzada con tiras de metal remachado y que se conservaba en un sorprendente buen estado.

– No tiene cierres ni candado -comentó Oriol.

– No los necesita.

Puso su mano sobre la tapa y la levantó sin dificultad.

La luz de la linterna nos dejó ver… piedras. Pero comunes. Un montón de piedras, piedras vulgares, cantos rodados… de los que había a millones en aquella parte de la isla.

Oriol empezó a sacarlas tirándolas por el suelo; parecía haberse vuelto loco.

– ¡No hay tesoro! ¡No hay tesoro! -iba gritando conforme alcanzaba el fondo sin encontrar más que pedruscos.

Se giró mirándome con una sonrisa feliz. Tenía algo en la mano.

– ¡Estamos salvados! -exclamó-. ¡No hay tesoro!

– Artur -dije como atontada-. ¿No nos va a matar?