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– ¡Ya no! ¿Para qué? Artur es un tipo racional, un hombre de negocios. No, no lo hará, no se va a exponer por nada. Quizá le gustara hacerlo, pero para él esto es un juego de probabilidades y recompensas. Si no hay beneficio, no se asume riesgo.

Yo no estaba tan segura. Para el anticuario aquello era más que un negocio; recordé sus palabras sobre la deuda de sangre, pero no quise desanimar a mi amigo.

– ¿Qué tienes en la mano? -le pregunté.

– Parece una nota. Una nota protegida por un plástico.

Era de Enric y ponía:

Queridos míos. Espero y confío en que algún día leáis esto. ¡Habéis encontrado el tesoro! Ya sois mayores para recompensas de caramelos y chocolates, pero espero que no seáis ni tan jóvenes ni tan viejos como para no disfrutar de la experiencia. Si habéis llegado hasta aquí, habréis vivido días que nunca olvidaréis. Ése es el tesoro de la vida. Que sepáis vivir el resto de ella.

Os quiere, Enric

Nos quedamos en silencio, pensativos. Todo era un juego, una broma. Lo mismo que cuando éramos niños pero en grande.

– Carpe diem -murmuré.

Bendito era el juego que nos salvaba la vida. Ahora ya podía pensar más allá de aquellas paredes de roca, más allá del mar y del océano. No estaba aún muy segura de la reacción de Artur, pero nuestra supervivencia era más que probable. Y todo empezó a cambiar. Me di cuenta de que fuera de los escarpines estaba completamente desnuda y sentí un pudor del que antes me había olvidado. Busqué mi pijama con la linterna y me dirigí a él para cubrirme. Me sentía culpable. Era yo, la que había iniciado el intercambio con Oriol, quizá le había forzado. Yo, luciendo en mi mano el anillo de prometida. Aquello estaba mal, muy mal. Una cosa era desearlo y otra hacerlo. Quizá Oriol leyera mi semblante culpable, lo cierto es que me sujetó del brazo me atrajo hacia él y me besó. Me dejé llevar e hicimos de nuevo el amor. Quedó muy claro: aquello le gustaba. Estuvo bien, pero no fue como antes; en esta ocasión sí que noté las piedras.

Nos quedamos sentados uno al lado del otro, tocándonos, y cuando pasó el segundo acaloramiento empecé a sentir frío.

– Había detalles muy extraños -Oriol empezó a hablar, mientras hilaba ideas-. Pero estaba tan obcecado con la aventura que no quería ver. Mensajes antiguos ocultos bajo una pintura. ¡Qué tontería! Eso es de novela, poco original y nada realista. Hoy, en el siglo XXI, tenemos medios para sacar a la luz dibujos rechazados y luego cubiertos por otras pinturas. Pero en el siglo XIII a nadie se le ocurriría esconder un mensaje de esa forma, a no ser que se deseara que quedara oculto para siempre -en su voz sonaba la decepción.

«Somos seres extraños», pensé. «Minutos antes estallábamos de felicidad al saber que todo era una invención, que salvábamos la vida y ahora Oriol, una vez olvidado el miedo, se lamenta.»

– Pero las tablas son auténticas. ¿No es así?

– Sí lo son, pero mi padre, que era un gran restaurador, las manipuló. Hizo las inscripciones con tanto estilo que nos engañó a todos los que las vimos. También hizo un gran trabajo escribiendo los legajos.

– ¿Son falsos?

– El engaño de las tablas lo hace suponer. Y aunque hay detalles sorprendentemente realistas y lo allí descrito coincide exactamente con la historia, bien pudo haberlo inventado todo.

– ¿Crees que Arnau d'Estopinyá es un personaje ficticio? -ahora yo también me sentía decepcionada-. ¿Y el anillo? ¿De dónde salió el anillo?

– No sé de dónde salió el anillo. Pero Arnau sí que existió; su nombre aparece en los documentos de la encomienda templaria de Peñíscola y en los informes de la Inquisición. Lo que no puedo precisar es qué parte de esa historia es cierta y cuál invención de mi padre.

– Pero Enric estaba convencido de que había un tesoro. Mató por ello.

– No creo que matara por dinero. Quizá lo hizo por su ética particular, por su código propio de honor. Sí que andaba detrás de un tesoro, pero todo indica que no fue capaz de encontrarlo y en su lugar montó uno de sus juegos, el póstumo -calló un momento para exclamar:

– ¡Debía haberme dado cuenta!

– ¿De qué?

– Mi padre nos trajo varias veces a esta isla, le encantaban sus fondos marinos. Él la conocía bien, hacía buceo a pulmón y con botella. Demasiada coincidencia.

– ¿Y qué importa eso ahora? -el sol iluminaba ya la cruz en la pared y su claridad me permitía verla bien sin linterna. Le sonreí. Él me devolvió la sonrisa-. ¡Vamos a vivir! ¿Te das cuenta?

Sentía una sed terrible y eso evidenció que debíamos salir de aquel lugar irreal, de aquella gruta de las maravillas, antes de perder más fuerzas. El mar afuera, a juzgar por los altibajos del lago interior, continuaba revuelto. Oriol quería salir primero, a pulmón y sin equipo y yo le convencí de que aguardara hasta media hora después de mi propia salida. Artur me creería más a mí y tomaría menos mal la noticia si era yo quien se la comunicaba. Esperaba que sus partes doloridas estuvieran mejor y que no fuera demasiado rencoroso.

Mi salida fue fácil. Bajamos ambos, con el chaquetón vacío de aire, hasta la altura del túnel submarino respirando cada uno por una de las boquillas y cuando ya estaba yo prácticamente fuera me pasó el chaquetón. Le dejé a él la linterna; a partir de aquel punto la luz exterior marcaba el camino.

Respiraba bien y nadé hacia el fondo y hacia mar abierto para sortear las olas y su choque contra el acantilado. Cuando me sentí a una distancia razonable y la resaca del fondo disminuía hinché el chaquetón, saliendo a la superficie agarrada a él. Empecé a respirar el aire exterior por el tubo mientras me orientaba. Allí, a pocos metros estaban los barcos. Fui nadando a ritmo relajado mientras me preguntaba cómo me acogería Artur.

Se lo tomó mal, muy mal. Pero había recuperado sus modales elegantes y supo comportarse con forzada cortesía. A quien no habían tratado nada bien era a Luis. Mi héroe de último minuto había pagado la rabia de aquellos hombres. Tenía la cara amoratada, pero al menos estaba vivo, sonrió feliz al verme, y mucho más cuando comprendió el significado salvador de la noticia que traía.

Oriol había adivinado bien. Artur, disimulando su disgusto de forma admirable, terminó por creer mi historia. Aceptó enviar una lancha neumática que se mantuvo sujeta por un cabo a uno de los barcos para evitar que chocara contra la pared de roca con un par de hombres con equipo de buceo. Oriol se cuidó bien de dejar la nota de su padre donde la había encontrado y fue recogido sin problemas.

Nos convertimos, a la fuerza, en invitados de Artur hasta que sus hombres regresaron del interior de la cueva después de registrarla piedra a piedra. Eso llevó hasta media mañana del día siguiente.

No fue un tiempo desaprovechado. Oriol ahora sí estaba dispuesto a negociar, y se mostró muy persuasivo frente a un desanimado Artur. Dijo reconocer que había una deuda impagable entre las familias Boix y Bonaplata, pero que esa deuda se debía dejar a los muertos. A ellos les tocaba responder ante Dios. Quienes sí podían saldar cuentas materiales eran los vivos, y él, Oriol Bonaplata, reconocía que su padre había robado las dos tablas laterales del tríptico. Estaba dispuesto a comprarlas, como recuerdo, por un valor que incluyera la deuda que su primo tenía con el anticuario. La tabla central había sido propiedad siempre de Enric, ahora era mía y sobre ese punto no iba a aceptar polémica alguna. A mí no se me escapaba que en la cifra que discutían había un sobreprecio importante para que Artur renunciara a cualquier venganza. Fue una negociación dura que no se concluyó hasta la mañana siguiente. Me impresionó, una vez plasmaron el acuerdo en un documento privado, la poca importancia que Oriol parecía dar al dinero y la generosidad que demostró con su primo.