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»Pero la policía empezó a estrechar el cerco a su alrededor. Mucha gente sabía que estaba enemistado con sus competidores y antiguos cofrades templarios, los Boix. También era conocida su relación con Manuel y la muerte violenta de éste.

»Hubo un tiempo en que dejé de tener noticias suyas y la policía estuvo llamando e incluso vinieron aquí en su busca para interrogarle. No tenían orden de arresto, pero era obvio que sospechaban de él. Nunca me contó lo que hizo esos días, pero creo que buscó el tesoro sin éxito. Una noche vino a casa; estuvo cenando con nosotros, habló un rato con Oriol y, cuando éste se acostó, subimos aquí a tomar un coñac. Quiso que le echara las cartas. Yo accedí, era algo que en aquella época hacía por divertimiento. Pero esa noche, justo en los primeros naipes se dibujó una combinación de muerte. Allí estaba el esqueleto con su guadaña mirándole a él. El mensaje estaba muy claro, pero yo dije que los signos eran contradictorios. Él me miró sin añadir nada. Barajé, hice que él barajara y cortó. Me estremecí cuando de inmediato sucedió algo parecido. La calavera le sonreía. Yo estaba angustiada, deshice el juego y a la tercera vez rezaba para que saliera cualquier otra cosa. La misma combinación. ¡Qué obstinadas son las cartas cuando se empeñan en contarte algo! No soy persona que llore pero recogí aquella maldita baraja con lágrimas en los ojos. No sabía qué decir y nos quedamos en silencio. Enric tomó un trago de coñac, me sonrió y dijo que no me preocupara, que mis cartas tenían razón y que muy pronto él iba a morir. Parecía muy tranquilo. Me dijo que hacía un tiempo le habían diagnosticado sida y que empezaba a sentir síntomas de decadencia. En aquellos años no había remedio para la enfermedad y la ciencia no podía ni siquiera ofrecer calidad de vida. Dijo que la policía le seguía los pasos y también lo hacía la mafia de contrabando de arte a la que pertenecían los Boix, que incluso le amenazaban con secuestrar o herir a Oriol. Me aseguró que él no moriría en la cárcel ni pensaba vivir durmiendo por la noche con un revólver bajo la almohada. Y que si no tenían a quien chantajear Oriol no correría ya peligro. Imagino que fue entonces cuando planeó y puso en marcha ese último juego del tesoro para vosotros -quedó en silencio, pensativa, y mirándome a los ojos dijo:

– Enric era una persona de opiniones y actitudes muy firmes. Vivió y murió según sus propias reglas y su propio estilo. Creo que quedó en paz consigo mismo.

Alicia calló y contemplando con nostalgia la ciudad, bebió de su coñac. Yo hice lo mismo y al paladear su sabor pensé en lo ocurrido momentos antes.

– Alicia.

– ¿Qué?

– ¿Es mi habitación la que usaba Enric cuando dormía aquí? -Sí.

– ¿Fuiste tú quien dejó esos vinilos en mi mesilla de noche? -Sí, lo hice.

– Buscabas que me ocurriera eso -no creo que mi voz reflejara enfado ni otra cosa más que curiosidad.

Ella no dijo nada y sorbiendo su coñac volvió a contemplar la ciudad. Al rato puso su mirada de ojos rasgados, de ese azul que sólo ella y Oriol poseen, en los míos y preguntó:

– Murió en paz. ¿Verdad? -había una súplica en el tono.

– Sí -mentí, después de una pausa pensativa.

CUARENTA Y NUEVE

Nada me quedaba por hacer en la ciudad y la melancolía se apoderaba de mí. Entré en mi habitación y abrí la ventana. Apoyada en el alféizar hice un nuevo repaso de mi situación y fue entonces cuando comprendí que sí quedaba algo pendiente antes de abandonar Barcelona para siempre. Para siempre, y jamás volver, tal y como intentó mi madre.

Arnau d'Estopinyá. Hubo un tiempo en que escrutar con temor a la gente en su búsqueda se hizo hábito en mí. Pero en los últimos días el fraile se había esfumado.

¡Alicia sabría dónde encontrarlo!

Esta vez las tornas cambiaron y me aposté esperándolo en un barucho en la acera opuesta a la entrada a su portal. Era una calle estrecha de la Barcelona vieja ubicada en la zona que antes llamaban Barrio Chino, después Distrito Quinto y ahora Raval. El alojamiento allí es barato y la zona está copada por inmigrantes. Los locutorios son negocio floreciente y un gentío colorista y multirracial, hablando distintos idiomas, muchos vistiendo sus ropas autóctonas, llenan las calles. Alicia me dijo que él vivía allí, en una pensión o realquilado y pensé que la cantidad que ella pagaba a ese hombre no sería demasiado abultada.

Le vi unos quince metros antes de llegar a la casa. Vestía como siempre, una camiseta negra bajo un traje de un gris tan oscuro que se perdía en lo indefinido. Andaba erguido, marcial, firme, y algunos parecían evitarle bajando de la acera al verle llegar. Se había cortado la barba y su pelo blancuzco y ahora no alzaba más de medio centímetro en su cabeza.

Crucé la calle corriendo pero cuando llegué estaba ya de espaldas, introduciendo la llave en la puerta.

– Arnau -dije mientras apoyaba la mano en su hombro.

Se giró con expresión fiera mientras su mano se iba al costado palpando la daga. Clavó sus ojos azules desvaídos en los míos y otra vez sentí miedo de su mirada de loco.

– Fray Arnau. Soy yo, la chica del anillo -me apresuré a decirle-. Soy amiga -su semblante se suavizó algo al reconocerme.

– ¿Qué quiere? -dijo con su voz ronca de pronunciación lenta.

– Charlar con usted.

Vi que buscaba con su mirada mis manos y recordé que el anillo era símbolo de autoridad para él y al no obtener respuesta le dije, cuidando de usar las palabras correctas y tono que me pareció militar:

– Fray sargento D'Estopinyá. Le invito a comer.

Vi que dudaba, sus ojos volvieron a hacer el recorrido de los míos al anillo y al fin aceptó con un gruñido.

Era un bar restaurante familiar de menú del día, bocadillo de calamares y olor a fritanga; no había mucho donde escoger en la zona. Conseguí una mesa alejada del televisor, de la máquina tragaperras y del ruido de platos y cucharas que se elevaba por encima de la barra, pero ni a pesar de esa relativa intimidad lograba establecer conversación con el fraile. Cuando nos trajeron el pan, bendijo la mesa y apoyando los codos se puso a orar en un murmullo audible. Se detuvo y me miró esperando que yo hiciera lo mismo, así que le imité. Al terminar sus oraciones no concedió un instante de cortesía y se puso a comer pan sin aguardar a que llegara el primer plato. Yo intentaba darle palique, pero lo único que obtenía eran respuestas monosilábicas. Arnau no era un gran conversador ni debía de estar habituado a hablar con la gente, aunque sí destacaba en su voracidad. Era evidente que no había disfrutado de grandes comidas en su vida o que ayunaba, ya fuera por convencimiento religioso o por falta de recursos. También le daba buen aire al vino, así que, con la esperanza de que le soltara la lengua, pedí una segunda botella.

Y de pronto, terminando el segundo plato, se puso a hablar cogiéndome por sorpresa:

– La mía es una estirpe de frailes locos. Yo sé bien por qué maestre Bonaplata cometió suicidio.