Los peñascos sobre los que se asienta la fortificación son escarpados, pero dan acceso, más al sur, a una pequeña cala de arena y piedras que es una belleza. Allí el verde de los pinos, los grises de las rocas, el cielo azul brillante de verano y los verdes, índigos y blancos del agua ofrecen una imagen idílica, de postal.
Para nosotros era el paraíso y solíamos bajar casi siempre a esa cala con Oriol, su primo Luis y una colla de los mismos amigos y amigas de todos los veranos. Con unas simples gafas, un tubo de buceo y unas zapatillas de plástico, para no herirnos los pies, explorábamos la naturaleza submarina entre juegos más o menos inocentes. Digo eso porque, recordando, las chicas debíamos de tener de doce a trece años aquel verano último y los chicos catorce y quince. Pero sin duda ellos, aunque mayores en edad, se llevaban el menos y nosotras el más en el reparto de picardías.
Aquel día las madres estaban ocupadas preparando el cierre de las casas para el invierno y ordenando equipajes para el regreso. Los padres hacía tiempo que, terminadas las vacaciones, vivían en Barcelona y sólo aparecían en el pueblo el fin de semana. La tarde se presentó con un calor bochornoso, pegadizo, que sin duda presagiaba lo que iba a venir.
Ocurrió que, cuando nadábamos persiguiendo unos peces entre los rompientes, el mar se puso sombrío, el viento empujaba hacia la costa, cada vez más fuerte, y el rumor de truenos superó el batir de las olas contra las rocas. En pocos minutos, nubes de plomo cargadas de noche poblaron el cielo; el agua tomó aspecto tenebroso y empezó a gotear.
– Vamos, aprisa -me dijo Oriol. Pude ver en la playa a la muchacha que se ocupaba de nosotros gritando que saliéramos todos de inmediato del agua. Luis y los demás estaban alcanzando ya las toallas y las recogían a toda prisa para subir corriendo las escaleras hacia la muralla y buscar resguardo en el pueblo.
– Espérame, no me dejes -le supliqué. El mar agitado, negruzco, amenazante, reflejaba unas nubes pesadas, en tinieblas. Todos sabíamos por qué había que llegar a la playa a toda prisa: un rayo sobre el mar mata a todo ser viviente a muchos metros de distancia.
Yo sentía temor, pero algo me decía que no me apresurara, así que simulé dificultades para avanzar. Oriol acudió en mi ayuda y cuando llegábamos a la orilla, la típica tormenta mediterránea de verano descargaba, con tanta furia que parecía que las nubes quisieran vaciarse en un instante. No quedaba nadie en la playa; los demás habían recogido toda la ropa y en la confusión quizá ni siquiera nos echaban aún en falta. Cortinas de lluvia impedían ver más allá de unos metros.
Dije que estaba agotada y me dirigí a un escaso abrigo abierto entre las rocas. El agua nos mojaba y el poco espacio hizo que nos apretáramos.
Yo lo andaba buscando. Oriol siempre me había gustado, sin embargo en las últimas semanas enloquecía por él.
Pero el chico no tomaba la iniciativa. Quizá porque era tímido; acaso me consideraba muy joven para él, o tal vez yo no le gustara… O, simplemente, porque no era suficientemente maduro y semejante idea aún no había cruzado por su mente.
– Tengo frío -murmuré acurrucándome contra él.
Abrió los brazos para acogerme y noté cómo temblaba. A través de los bañadores, de nuestras pieles mojadas, apreciábamos el calor del otro cuerpo y de haberse hundido el mundo a nuestro alrededor, entre tormenta y oleaje, yo no hubiera tenido más sentidos que para notarle a él. Me giré para ver sus ojos, tan azules a pesar de la luz gris, y entonces ocurrió. Su boca, el beso, el abrazo. El sabor de su saliva y de la sal. Rugía el mar, el cielo se partía a truenos, repicaba la lluvia… aún me estremezco al pensarlo.
Recuerdo mi último verano en España, la tormenta y el beso.
Recuerdo el mar embravecido, la arena, las rocas, la lluvia, el viento y mi primer beso de amor.
No he olvidado nada, le recuerdo a él.
SEIS
Y así pasaron unas semanas. Yo lucía los dos anillos, mi relación con Mike era perfecta, pero… ahí estaba esa extraña sortija con su piedra de sangre. Me gustaba proyectar la cruz roja sobre un papel, una servilleta o las sábanas. Todo sobre aquel anillo era misterioso. ¿Cómo y por qué había llegado hasta mí? Intuía que ese enigma escondía un misterio más profundo; que no se trataba de un simple obsequio de cumpleaños.
Cada vez que lo miraba veía imágenes de infancia: mi padrino Enric, su hijo Oriol, Luis y tantas evocaciones de pequeños detalles, de anécdotas guardadas en mi memoria y cuya presencia había ignorado yo durante tanto tiempo.
Sabía que algo tenía que llegar, que el anillo era sólo el inicio, pero me impacientaba; la curiosidad me podía. Y lo que yo esperaba que ocurriera, lo que presentía que tenía que pasar, pasó.
– Miss Wilson -era el portero del edificio llamándome por el telefonillo interno-. Esta mañana han traído una carta certificada a su nombre.
Mi primera impresión fue que quizá era algo relacionado con uno de los asuntos que llevaba en el bufete de abogados, pero luego pensé que era absurdo. Jamás había recibido una citación en mi domicilio privado. Después me dije que debería ser cautelosa, no fuera una de esas cartas asesinas con carbunco u otra de las plagas de moda en aquellos días.
– ¿Quiere que la suba ahora? -continuó el hombre-. Viene de España.
– Sí, por favor -una súbita emoción me apretaba el pecho. ¡Allí estaba! ¡Tenía que ser eso!
Cuando tomé la carta, las manos me temblaban y con una sonrisa que quería ser amable me despedí, no demasiado cordialmente, del señor Lee que pretendía aprovechar la ocasión para comentarme cosas de gran importancia sobre la comunidad de propietarios.
El remitente era un notario de Barcelona y no encontré tiempo para buscar un abrecartas, ni siquiera un cuchillo, así que rasgué el sobre con las manos.
«Señora doña Cristina Wilson.
Estimada señora:
Por la presente tengo el honor de convocarla a la lectura del segundo testamento de don Enric Bonaplata del que usted es uno de los beneficiarios.
La lectura tendrá lugar en nuestro despacho a las doce horas del sábado uno de junio de 2002. Le rogamos confirme su asistencia.»
Y firmaba el notario.
«Ahora sí», me dije. «Esta vez mi madre no podrá retenerme. Iré a Barcelona.»
Pero sí quiso retenerme. Se lo comuniqué en la mesa la siguiente vez que fui a su casa, el domingo, junto a Mike. Ella no hizo ningún comentario, pero mi padre se mostró sorprendido. ¿Testamento? Debería haberse leído y repartido poco después de la muerte de Enric. ¿Que había dejado dos testamentos? ¿Y el segundo para ser abierto catorce años después del primero? ¡Qué extraño!
Sí era extraño, todo era muy extraño. Y misterioso.