Me quedé mirándole. Eran las dos primeras frases seguidas que el hombre pronunciaba en toda la comida, y me di cuenta de que jamás antes le había oído hablar tanto.
– No se crea usted lo que le cuenten. El fraile que quiso que yo heredara el anillo también se mató, y muchos antes que él. Todo el mundo en mi congregación le creía loco. Menos yo. Él me confió el anillo y después decidieron que yo también era un demente. Empieza con las visiones. ¿Sufrió usted tortura? ¿Le interrogaron los inquisidores? ¿Vio hundirse los muros de San Juan de Acre? ¿Sintió cuando los sarracenos le acuchillaban? ¿Cuántos asesinatos le hizo ver el anillo? ¿Cuántas mutilaciones? Muchas vidas, mucho dolor, eso es lo que contiene. Y luego ellos vienen a vivir con usted y no le dejan ni de día ni de noche.
– ¿Quiénes son ellos? -quise saber.
– ¿Quiénes? -me interrogó abriendo los ojos, como sorprendido de que le preguntara algo que yo ya debía saber-. Los espíritus de los frailes; están en el anillo. Y en cada aparición te va entrando un poco de ellos. Yo ya no soy el que fui. Un día tuve un sueño distinto. Ya había tenido muchas visiones de fray Arnau d'Estopinyá antes, pero fue aquel día cuando su espíritu doliente se quedó en mí. Para siempre. Desde entonces yo soy Arnau.
»Es un alma del purgatorio y sufre por los crímenes que cometió. Pero ésa no es su mayor pena; sabe que su misión no se ha cumplido, que el tesoro aún no ha vuelto a los caballeros del Temple.
Me miraba con sus ojos desorbitados y no me atreví a contradecirle.
– Yo soy Arnau d'Estopinyá -repitió alzando la voz-. Yo soy el último templario. El último de verdad -y callando puso sus ojos en los míos, quizá a la espera de que yo cuestionara su afirmación. Me cuidé mucho de hacerlo.
Después suavizó el tono, para continuar en voz baja:
– Vaya con cuidado, señorita. El anillo es peligroso. El día en que al fin topé con la nueva orden del Temple y conocí al maestre Bonaplata supe que había hallado mi casa. Y cuando le hice entrega del aro sentí un gran alivio. Dicen que el papa Bonifacio VIII lucía un anillo muy semejante a ése y que Felipe IV de Francia, el Hermoso, afirmaba que un diablo vivía en él.
»El rey quería calumniar al papa y recurría a cualquier cosa para acusarle, pero tenía una buena red de espías y construía sus infamias basándose en hechos ciertos. Esa piedra tiene algo que vive en ella, en su lucero de seis puntas… Nadie es capaz de conservar ese aro sin sufrir…
– ¿Le entregó usted al señor Bonaplata también unos legajos? -le interrumpí. No quería escuchar más sobre el anillo.
– No. Yo le relaté al maestre la vida del fray sargento Arnau d'Estopinyá, parte me la contó mi predecesor, el portador del anillo, y el resto la he vivido yo a través de esas visiones.
Me quedé mirándole mientras vaciaba su vaso de vino. Yo, que ya sentía reparos antes hacia el anillo, le acababa de coger miedo. Que estuviera ese enajenado poseído o no por el espíritu del viejo Arnau me importaba poco. Los tenía ya identificados como la misma persona. Para mí él era fray Arnau d'Estopinyá, el último de los verdaderos templarios.
– ¿Y las tablas? -inquirí.
– Las tablas eran, junto con el anillo y la tradición verbal sobre Arnau, el legado que durante cientos de años se transmitió de fraile a fraile, y fueron robadas en el año 1845 cuando Poblet fue saqueado e incendiado en las algaradas anticlericales. Sabíamos que no fueron destruidas por el fuego, ya que los frailes salieron tras sus ladrones, aunque la turba impidió que los alcanzaran. Muchas obras de arte fueron quemadas esos días, pero no las tablas. Quizá quien se las llevó era conocedor de la historia.
– ¿Por qué me ha estado siguiendo?
– Maestre Alicia me ordenó que le contara lo que hacía. Luego, cuando supe que usted portaba el anillo, la estuve vigilando para protegerla. Como cuando la asaltaron.
– Si deseaba protegerme, ¿cómo es que no le he visto estos últimos días?
– Porque ustedes se fueron de la ciudad. Y es aquí donde está el peligro. Por eso no la seguí.
– ¿De qué me habla?
– Está aquí, en Barcelona.
– ¿Qué cosa? -insistí-. ¿Qué peligro?
No me respondió. Tenía la mirada perdida y murmuró al ver unos hombres de aspecto magrebí en la barra del bar:
– ¿No lo ve? Están volviendo -había rabia en su voz-. Un día degollaré a unos cuantos -y luego se encerró en su mutismo anterior.
Me estremecí. El fraile hablaba en serio.
CINCUENTA
A mi regreso, por la tarde, me enfrenté otra vez a las maletas. Me deprimían y pensé que lo mejor era hacerlas de una puñetera vez y dejarme de angustias. Pero entonces algo me vino a la memoria. Sabía que Oriol no estaba en la casa y a hurtadillas me acerqué a la puerta de su habitación que sólo una pared separaba de la mía. Tanteé el pomo, no tenía el cerrojo puesto y me deslicé furtiva y rápida en su interior.
Olía a él. No porque usara Oriol perfume, ni creo que tenga un olor especial, pero eso quería yo figurarme. Aquel lugar estaba impregnado de su presencia. Contemplé su cama, el armario, su mesa de estudio puesta frente a una ventana que también miraba a la ciudad. Me di cuenta de que no me podía entretener, no quería verme sorprendida y empecé a registrar los cajones del despacho. Ahí no pude evitar curiosear un montón de fotos suyas con amigas, la chica de la playa entre ellas, y amigos. Tuve que llamarme al orden. Continué con la mesilla de noche, luego el chifonier… no lo encontraba. Fue en el armario. En el cajón de la ropa interior. Allí lo hallé. El revólver de su padre. El que acabó con los Boix, el que descubrimos en el hueco del brocal del pozo.
Me lo puse al cinto y me encaminé al desván. Allí no tuve dificultades para encontrar la pintura. La que imitaba la mía. Rasgué la cartulina que cubría la parte trasera y vi que el interior no era macizo como en mi tabla, aunque el grueso era mayor y provenía de unos listones laterales que formaban el borde del cuadro. También los había en el centro, unos reforzaban la estructura y otros formaban un elaborado apoyo. Coloqué el revólver en aquella funda de madera y vi que encajaba a la perfección. Se sujetaba sin caer aún sacudiendo el cuadro, pero salía con facilidad si se empuñaba por la culata tirando con alguna fuerza. Repetí el gesto, lo ensayé varias veces rememorando mi sueño del asesinato de los Boix. Sí, era verdad. Sucedió de esa forma. Había resuelto el enigma del comisario Castillo, aunque él no lo sabría nunca. Pero el recuerdo de mi padrino en aquel sueño sangriento, la evidencia de que todo ocurrió en la realidad tal y como yo lo vi, no me hizo sentir mejor. Al contrario. Estaba harta de aquellas visiones espeluznantes. Decidí regresar a mi enojosa tarea.
Pero antes llamé a mi oficina de Nueva York y pedí reincorporarme a mi trabajo la siguiente semana. Mi jefe dijo que eso se debía tratar en consejo. Mis largas vacaciones no habían gustado nada a los socios del bufete, pero por el tono positivo que usó intuí que aún tenía empleo.