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Luego llamé a María del Mar para anunciarle mi regreso. Eso le encantó. Pero cuando le dije que pensaba romper con Mike, puso el grito en el cielo. Le conté lo ocurrido con Oriol y, sin sorprenderse demasiado, me dijo que eso sólo no era un motivo para romper con un chico como Mike, y que en todo caso no se devolvía un anillo por teléfono, que esperara un poco, que aplazara decisiones hasta mi regreso, que ya veríamos.

La aventura había llegado a su fin. Fue hermosa, pero mi vida continuaba en Nueva York. Con o sin Mike. Había viajado por el tiempo, por el espacio, por mi interior.

Había satisfecho mi ansia, tantos años reprimida por Oriol, la herida del pasado quedaba cerrada y ahora no dejaba de ser un amor de verano, consumado y consumido. Regresé a Barcelona, a mi niñez mediterránea truncada a los trece años, y por unos instantes la recuperé, y fui capaz de enmendarla.

Esos viajes, el físico, el temporal, el interior, habían cambiado mi forma de ver el mundo y sus gentes. No, no era la misma que cuando llegué. Ya podía, ya sabía andar descalza por la vida.

Era injusto que ahora, arribando a puerto, por mucho que me pareciera un final vacío y decepcionante, me lamentara al encontrar Ítaca pobre. Aprendí en el camino, disfruté los momentos. De eso se trata la vida.

Ya nada me retenía aquí, mi futuro estaba en Nueva York.

Cuando Oriol llamó a mi puerta tenía la cama cubierta de prendas, un par de maletas abiertas descansando en el suelo y un revoltijo de cosas esparcidas por toda la habitación.

– Me ha dicho mi madre que te vas -dijo.

– Sí. La aventura ha terminado y hay que regresar. Ya sabes, la familia, las responsabilidades…

Él me miró las manos, después de la conversación con mi madre yo lucía de nuevo la sortija de Mike.

– ¿Dónde está el anillo de mi padre?

– Lo he dejado en la mesilla de noche. Me da miedo.

– Ya me contó Alicia… -cortó él-. ¿Cuándo te vas?

– Mañana.

– Te compro tu tabla. Lo miré con tristeza.

– La tabla no está a la venta, es el regalo de alguien a quien yo quería mucho.

– Pon el precio que quieras.

Su insistencia me ofendió.

– Ya sé de tu generosidad, Oriol, bien que la probaste sacando a Luis del apuro -sentía ganas de llorar-. Pero yo no necesito el dinero y también puedo ser generosa. Si tanto la deseas, es tuya. Te la regalo.

Su cara se iluminó con una gran sonrisa.

– Muchas gracias.

– Si eso es todo, voy a continuar empacando -quería que se fuera, deseaba gimotear a solas.

– ¿Por qué no aplazas tu regreso?

– ¿Para qué? Nada hay aquí que me retenga.

– Yo no puedo aceptar un regalo tan valioso y si tú no quieres vender tu tabla, pasarás a ser mi socia y eso te obligará a quedarte unos días más.

Su mirada segura y su tono, que yo interpreté prepotente, hirieron mi amor propio, bastante alterado ya en aquel momento. Pero la curiosidad evitó que me mostrara ofendida.

– ¿Tu socia en qué?

– ¡En la búsqueda del tesoro templario!

Le escruté tratando de adivinar si me estaba tomando el pelo. Pero Oriol, excitado, empezó a contarme:

– Cuando me quedé solo en la cueva de Tabarca empecé a pensar, y no he parado de hacerlo desde entonces. El hecho de que mi padre pusiera pistas falsas en las tablas no impide su autenticidad, ni que la historia del tesoro sea verdadera. Y de ser cierta, las señales deberían estar a la vista, aunque sólo las pudiera ver un iniciado. Si nosotros no nos dimos cuenta fue porque nos cegamos buscando inscripciones ocultas bajo la pintura, sin reconocer las pistas verdaderas. Ayer noche casi no pude dormir, y pronto en la mañana, tomé tu tabla y las mías y me las llevé al mejor taller de restauración de la ciudad. Los análisis y consultas a expertos me han ocupado casi todo el día. ¡Ven!

Y cogiéndome de la mano tiró de mí hasta su habitación.

CINCUENTA Y UNO

Allí encima de su cómoda, apoyadas contra la pared, estaban las tablas.

– Fíjate en ellas -dijo.

Vi lo que siempre había visto. La tabla de la izquierda, dividida en dos rectángulos de unos quince centímetros de base por veinte de lado cada uno; arriba, bajo una arcada decorativa de estuco pintado, Jesucristo saliendo de su tumba se mostraba triunfante y abajo San Juan Bautista, el precursor del Mesías en predicar el mensaje divino, vistiendo pieles de cordero. En la tabla central, también cubierta por un arco apuntado, estaba María, la madre del Señor, y a sus pies la inscripción latina Mater en letras góticas. Miraba de frente, su expresión era triste y sostenía al Niño en su regazo. La parte metálica del halo continuaba desprendida y aún se podía leer Illa Sanct Pol. El Niño, con expresión más alegre, bendecía con su mano derecha. La tercera tabla mostraba en el cuadrado superior bajo el curioso arco lobulado a Cristo en la cruz, flanqueado por San Juan y la Virgen. Abajo, Sant Jordi pisando un dragón ridículo.

– Para empezar -continuó Oriol-, hoy he comprobado las frases al pie de los santos y bajo la corona; su pintura y la que las recubría tienen componentes sintéticos. Esos añadidos son actuales ya que no existían en la Edad Media. Queda pues demostrado que los textos ocultos son muy recientes, seguro que pintados por mi padre. Sin embargo, ese elemento tan extraño, el anillo en la mano de la Virgen, es medieval. Todo lo demás en las tablas es también, sin duda, de finales del siglo XIII, principios del XIV.

– Y eso confirmaría que la historia tiene una base cierta.

– Exacto. Es la primera pista auténtica. Es algo que está a la vista, que hoy parece normal pero que llamaba de inmediato la atención en su momento. La Virgen es una Madona clásica, no luce corona real, sólo toga, pero sí un halo de santidad, y eso hace aún más singular, más extraño, que pueda llevar un anillo. Como te comenté, no estaban bien vistos entre los cristianos y sólo altas dignidades eclesiásticas los usaban.

– Será raro, pero no es falso -concluí.

– Cierto. Así pues, tenemos dos elementos que nos han llegado desde la época y que podemos presumir que son auténticos: las tablas y el anillo. Sólo en ellos Arnau d'Estopinyá, o quien fuera, podría transmitir su mensaje a través del tiempo.

– ¿Y qué me dices del relato de Arnau? ¿No piensas que puede haber algo cierto en él?

– ¡Absolutamente! La tradición oral en algunas culturas es básica y sorprende cómo a veces historias muy antiguas se transmiten por generaciones. Al tratarse en este caso de un secreto vital para los implicados, bien pudo llegar hasta nosotros el relato genuino con pocas omisiones o añadidos.

– Pero jamás podremos distinguir entre lo real y lo inventado.

– Tienes razón; pero yo reivindico la intuición, lo no estrictamente racional, como fuente de saber. No todo el conocimiento humano es fruto de lo científico.