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Me quedé pensando en eso. Recordaba mi estremecimiento al descubrir el soporte de la pistola dentro de la tabla falsa en la buhardilla. Pero Oriol estaba ya hablando de nuevo sobre la pintura:

– Para un iniciado es obvio el signo del Temple en las tablas. A pesar de que la Virgen era motivo común en las pinturas de la época, el arraigo del culto mariano entre los templarios y la presencia de sus santos patrones decapitados, antes de perder la cabeza, en las tablas laterales, evidencia que ese pequeño altar portátil era propiedad de los frailes guerreros. Además tenemos las dos cruces que el Temple usaba: la patriarcal en el báculo de Jesucristo resucitado y la cruz potenzada o patada, en las ropas de Sant Jordi. Esto último sí que es raro. La cruz de Sant Jordi es la de los cruzados: roja y fina, como la que figura en el escudo de Barcelona. Nunca se representa al santo con una cruz patada.

– Queda pues demostrado que las tablas son auténticas y pertenecieron a los templarios -dije-. Y ¿adónde nos lleva eso?

– Pues a que si algún mensaje contienen, debe de estar donde todo el mundo lo pueda ver. ¿No crees?

– Así será, supongo -repuse no muy convencida-. Porque no creo que haya señal alguna en el anillo. Su superficie es lisa; no presenta muescas ni grabados.

– Bien, pues sólo nos quedan la historia de Arnau, si algo nos podemos creer de ella -yo no quise interrumpirle, pero tenía motivos para aceptar la veracidad de gran parte del relato-, y las pinturas -concluyó Oriol observando las tablas con atención-. Se trata de mirarlas con ojos de detective de finales del siglo XIII o principios del XIV. ¿Qué elementos llamarían la atención a un sabueso de la época?

– Tú eres el medievalista -dije encogiéndome de hombros-. Me temo que la observación está en tus manos.

– Bien, pues aparte de lo antes apuntado, me extraña esa inscripción Mater a los pies de la Virgen…

– ¿Y eso?

– Quiere decir madre en latín y es redundante. Todo el mundo sabe que la Virgen María fue la madre de Jesús. ¿Por qué el pintor puso «madre» cuando era obvio que la Virgen lo era? Las inscripciones para identificar a santos son bastante comunes, especialmente cuando el artista no era capaz de pintarlos diferenciados; ocurre mucho en el románico. Pero en nuestras tablas todo el mundo puede reconocer a la Virgen María, a Sant Jordi, que va vestido de guerrero y pisotea un dragón, y a Juan el Bautista, que va cubierto de pieles y muestra un pergamino, aludiendo al Antiguo Testamento, donde estaba escrita la profecía del advenimiento de Jesús. Todos son inconfundibles, no hay equívoco, no hay necesidad de identificar a nadie.

– Quizá el artista quería reforzar la importancia de la Virgen.

– No lo creo. La presencia de la Virgen domina la tabla, además en la pintura antigua los modelos se repiten con gran frecuencia y jamás he visto una inscripción que se refiera a la virgen como «madre», se usa María o Santa María. De haber usado «madre» con referencia a la Virgen el artista hubiera escrito Mater Dei, madre de Dios.

– ¿Cuál es tu conclusión?

– Que Mater no se refiere a Mater Dei.

– ¿A quién, pues?

– Si la palabra está en la tabla central, atañe a alguien que se encuentra en dicha tabla. Y si no es la madre del Niño será…

– ¡La madre de la madre!

– Sí, y la madre de la Virgen era…

La religión no había sido una de las materias en que yo destacara pero la respuesta me vino como un relámpago… quizá fuera mi memoria, quizá intuición:

– ¡Santa Ana!

Nos quedamos mirándonos con los ojos abiertos de sorpresa.

– ¡Santa Anna! -exclamé-. ¡La iglesia de Santa Anna!

Santa Anna. El templo donde los neotemplarios de Enric y Alicia se reunían. ¿Tendría la inscripción en la tabla, de verdad, relación con esa iglesia o éramos nosotros los empeñados en verla? Demasiada casualidad. ¿O sería otra de esas pistas falsas que Enric puso en las tablas? Descartamos esa contingencia. Oriol había verificado, esta vez a fondo, los pigmentos utilizados en cada una de las partes de las pinturas y los de la inscripción eran originales del medioevo.

Mi intuición me decía que sí, que la iglesia de Santa Anna era clave. Aunque razonaba que quizá me asía a esa idea, a falta de mejores pistas, como única esperanza de continuar con la aventura.

– Aceptaremos esa posibilidad sólo como hipótesis de trabajo -concluyó Oriol, luego de una larga polémica donde intentó ponerle riendas a mi entusiasmo. Y también al suyo.

Le reproché que minutos antes defendiera la intuición, el instinto como fuente de conocimiento y ahora presumiera de lenguaje científico. Yo sabía que tenía razón, que precisábamos método para trabajar, pero el debate es uno de mis puntos fuertes y me apetecía recuperar iniciativa discutiendo en plan bizantino por unos momentos.

Pero, con esa capacidad que tenemos muchas mujeres de mantener dos conversaciones a la vez, mientras entretenía a Oriol en una controversia, que yo sabía de antemano estéril, iba lanzando miradas a las tablas preguntándome qué cosa rara podía ver en ellas.

– ¡Los arcos! -exclamé de repente.

Oriol me miró desconcertado. ¿Qué pintaban los arcos en el litigio entre intuición y método?

– Los arcos -repetí-, lo normal sería que los arcos de las capillas de la parte superior de las tablas laterales fueran iguales. ¿No crees? Eso es algo extraño.

– Sí, sí que lo es -me respondió tan pronto fue capaz de coger el hilo de la nueva conversación-. Y ese arco lobulado, el de la tabla derecha; me ha llamado la atención desde la primera vez que lo vi.

– ¿Tan extraño es?

– Sí que lo es, mucho… Creo que es el momento de volver a visitar la iglesia mayor de Santa Anna. Me acompañarás, ¿verdad?

Cerré mis ojos unos segundos tratando de fijar el momento de mi vida en el que me encontraba. Oriol y yo estábamos en su habitación contemplando las tablas, que supuestamente ocultaban las claves del tesoro, y al lado, en la mía, me aguardaba un revoltijo de prendas esparcidas, en proceso de ser colocadas en mis maletas, para ser enviadas, junto a una servidora, de vuelta a la gran manzana. Y justo ahora, Oriol me acababa de preguntar si mañana, el día de mi viaje de regreso, le acompañaría a desentrañar aquel misterio. ¿Y qué podía yo responder?

– Sí -dije.

Y al hacerlo me di cuenta de que, como diría mi madre, acababa de echar de nuevo mi futuro por la borda. Ni el reciente compromiso adquirido con mi bufete ni el viejo con Mike me reprimieron de pronunciar ese sí, quiero, que me casaba otra vez con la aventura. Pero ¿quién se podría resistir a algo semejante?

CINCUENTA Y DOS

La mañana amaneció radiante, prometía ser uno de esos días de estío temprano, donde la brisa del Mediterráneo bendice Barcelona con aire transparente y temperatura benigna. El sol entraba por mi ventana y al desperezarme bajo su caricia recordé el amanecer troglodita la mañana de San Juan, la barahúnda, el baño y lo demás… No me importaría repetir. La ciudad zumbaba activa abajo, con los azules de mar y cielo como telón de fondo. Y arriba vi un avión brillante, que de pronto se me antojó negro moscardón, al recordarme Nueva York y «mis responsabilidades». Me sentía haciendo novillos. Habrá que disfrutar de ello, me dije corriendo hacia la ducha e imaginándome el desayuno con Oriol abajo en la rosaleda. Café humeante y aromático, cruasanes, tostadas, mantequilla, mermelada… y él; se me hacía la boca agua. Carpe diem, grité como coartada y antídoto contra remordimientos.