– No parece que aquí haya ningún tesoro -dije.
Oriol no respondió y empezó a explorar con su linterna el suelo en busca de lápidas. De cuando en cuando se detenía como leyendo signos, que a mí nada me decían, en determinadas piedras.
– Los cardenales deben de estar enterrados aquí -dijo al fin señalando unas estelas a sus pies. Parecía decepcionado.
Bajaron el sacristán y el mosén, también armados con linternas, y ayudaron en la batida sin que se encontrara nada de relevancia. Las lápidas de la cripta sólo custodiaban huesos. Aquello parecía el fin de la búsqueda.
Oriol propuso que lo tomáramos con resignación y pidió permiso al cura para continuar revisando la cripta, nosotros dos solos, durante la noche, prometiéndole que todo estaría en su sitio para la primera misa del día siguiente. El viejo sacerdote, soltando un rosario de advertencias, accedió de mala gana. Imagino que la ayuda económica que Alicia aportaba al templo pesaba en su ánimo. Oriol me invitó a tomar algo fuera, a mí no me apetecía; curiosear debajo de estelas funerarias no abre precisamente el apetito y me sentía con mal cuerpo. Él insistió; debíamos reponer fuerzas.
– Una concha. ¿Te fijaste en ella? -dijo de pronto Oriol en el restaurante-. Había una concha de peregrino grabada en una de las piedras del muro izquierdo de la cripta; la losa es casi tan grande como una lápida y un hombre podría pasar por el hueco.
– ¿Y qué quiere decir eso?
– Recuerda que es el signo de la capilla Dels perdons, la del Santo Sepulcro -le brillaban los ojos de entusiasmo-. Como las que había en el exterior del oratorio, pero que desaparecieron en la reforma posterior a la guerra civil.
– ¿Y…?
– ¿Para qué esculpirían una concha de peregrino en una cripta bajo el ábside y que en teoría no tiene relación alguna con la capilla vecina, la Dels perdons?
– ¿Para advertir que sí estaban relacionadas? -inquirí insegura.
– ¡Pues claro! -una sonrisa triunfal bailaba en su boca-. Tiene que ser la entrada a otra cripta, la primera, la más antigua. La que no pudimos encontrar desde la superficie. ¡Debe de estar allí!
Despachamos el trámite de la cena con la mayor rapidez posible para regresar a la iglesia por la calle Rivadeneyra, entrando por el pasaje al lado de la casa parroquial, que da acceso al claustro. El párroco nos había prestado las llaves de las rejas de ese callejón. Al cruzar delante de la sala capitular, viendo el claustro tan oscuro, no pude evitar estremecerme recordando mi encuentro allí, hacía unos días, con Arnau d'Estopinyá.
Esta vez solos, gracias a las palancas y tras un par de intentos, la losa con el grabado de la concha de peregrino empezó a moverse y no costó mucho desprenderla. Un vaho rancio surgió de la negra apertura y Oriol acercó una de las velas, depositándola en el suelo, en la entrada del orificio, y se detuvo un momento para mirarme. Sonrió, nos dimos la mano y un beso. Sentía mi corazón latiendo alocado por la emoción y me di cuenta de que debía disfrutar de aquel momento único. ¿Estaría el legendario tesoro templario escondido en las tinieblas que vislumbraba a través del hueco? Oriol hizo el gesto amable del caballero que deja a una dama pasar delante frente a una puerta y me di cuenta de que a pesar de mi curiosidad no me hacía gracia alguna meterme allí dentro. Miré la vela que quemaba sin problemas a mis pies, le pedí a mi amigo que entráramos cogidos de la mano y diciéndome carpe diem agaché la cabeza para introducirme en el hueco que bajaba como en un escalón. Llevaba la vela por delante y por debajo de mi cintura. Me quedé tranquila al ver que no se apagaba y tuve que levantarla por encima de mi cabeza para poder ver aquello. Oriol me ayudó de inmediato con su linterna. Era una cámara bastante más pequeña que la anterior y mostraba en el techo arcos de medio punto que se apoyaban en las paredes y en un juego central de tres columnas que luego Oriol me comentaría que podían ser visigóticas. Pero en ese momento ese detalle no importaba para nada. Al ver el contenido de la catacumba Oriol exclamó:
– ¡El tesoro!
CINCUENTA Y CINCO
Me estremecí de emoción. Efectivamente, nos encontrábamos en la parte central de una cripta de dimensiones reducidas, en un espacio despejado, pero rodeado de baúles y más allá, un montón de arquetas se apilaban contra las paredes devolviendo, alguna, un brillo metálico a la luz de la linterna.
Puse mi vela sobre uno de los arcones, fijando la base con cera, y le pregunté a Oriol si abríamos uno. Él iluminó el que yo tenía más cercano y tiré con todas mis fuerzas de la rechinante tapa. ¡Estaba vacío! Oriol abrió otro,… ¡vacío! Vacío, vacío, vacío… los seis arcones estaban vacíos.
– ¡No hay nada! -le dije desconsolada a Oriol, que me miraba chasqueado.
– Sospecho que sí hay -repuso después de pensar unos segundos-. Faltan el oro y la plata, pero creo que el tesoro más valioso para los templarios continúa aquí. Fíjate en las arquetas.
Había muchas, bellas, algunas metálicas con esmaltes tipo Limoges, otras esculpidas con figurillas de marfil, o cubiertas de damasquinados, o de madera estucada en relieve y con pinturas semejantes a las de mi tabla.
– Seguro que éstas están aún llenas… -aseguró mi amigo.
Abrí una esperando ver el brillo de oro y piedras preciosas, pero me encontré con el resplandor de los dientes de una calavera que aún llevaba pegada al hueso piel reseca y cabellos.
– ¡Dios mío! -exclamé con aprensión-. ¡Son restos humanos!
Oriol, que había ya abierto otros dos arcones, enfocó su linterna hacia mí y dijo:
– Son reliquias. No era fácil traficar ilegalmente en el mercado de reliquias -tomó una caja de madera con pinturas de santos de estilo románico. En la tapa había una cruz idéntica a la de mi anillo. Recordándolo lo iluminé para observar su brillo y me pareció sentir en la piedra rojo sangriento una extraña vibración.
– No hay duda, hemos dado con el tesoro perdido del Temple -dijo Oriol antes de abrir la arquilla.
Allí aparecieron más huesos, alguno aún con piel apergaminada adherida.
– En las crónicas que he revisado de la iglesia, se dice que en el siglo XV la orden del Santo Sepulcro fue disuelta y el convento pasó a ser colegiata agustiniana. Ya no la habitaron frailes sino canónigos regulares sin votos de castidad que fueron, en numerosas ocasiones, disciplinados por su vida disipada y de gasto incomprensible para una orden mendicante. Los huertos, rentas y limosnas que percibía la comunidad no permitían ni el pago de una centésima parte de aquel dispendio. Al leer eso, me convencí de que el tesoro había estado aquí y su parte monetaria dilapidada unos cien años después de que Arnau muriera. Pero para los templarios las reliquias de los santos tenían mucho más valor que oro y plata, y seguro que los canónigos agustinianos que aquí habitaban les tenían respeto, incluso miedo. Era muy improbable que mercaran con ellas.