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Me sonrió cuando se lo di. No dijo entonces gracias, ni cortesías bobas tales como: «No por favor, Enric te lo dio a ti, quédatelo, es tuyo». Sólo se lo puso. Como si siempre hubiera sido de su propiedad. Pero me dio dos besos y un abrazo. Estoy segura de que muchas veces Alicia se ha soñado a sí misma como antiguo templario. En uno de sus corceles de combate, casco de acero, cota de malla, camino del campo de batalla, y con los huevos bien pegados entre la entrepierna y la silla de montar. Y detrás la sigue su escudero, también montado, portando sus armas y con un tercer caballo de guerra de repuesto. Y ese escudero hubiéramos podido ser cualquier otro. Cualquiera. Nadie tan noble, nadie con tanta autoridad como ella.

– Gracias -me dijo al rato de contemplárselo puesto.

Y así el anillo de la aventura abandonó mi mano marcando el fin del tiempo más maravilloso que he vivido en mi vida. Se acabó.

Y ahora voy de vuelta a Nueva York a continuar, pleito tras pleito, mi ascenso dentro del escalafón como brillante abogada. Mis padres dijeron que estarían esperándome en el aeropuerto y… ¡sorpresa! También me encontraré allí con Mike, feliz de que yo hubiera superado esa mala racha, con su anillo, el fabuloso solitario de brillos puros y honestos, promesa de una vida de lujos sin fin junto al retoño de una de las familias más ricas de Wall Street. Las cosas son así. No siempre el final es de película, desafortunadamente la realidad es como es.

Una vez encontrado el tesoro, una vez Arnau recibió sepultura en la misma iglesia de Santa Anna, después de aquellos días de felicidad loca, llegó el momento de la sensatez y de planificar el futuro.

Le dije, ven. Él me dijo, quédate. Le dije, tengo una carrera brillante en Nueva York. Él respondió, yo un empleo en Barcelona. Lo que tienes aquí lo puedes encontrar en cualquier lugar, repuse, seguro que obtendrás algo mejor en América. ¿Un investigador medievalista en Nueva York? Rió sin ganas. Tú en cambio sí que puedes ser una abogada brillante en Barcelona, añadió. Argumenté que en el bufete donde yo trabajaba estaban los mejores abogados del mundo, que en ningún otro lugar podría aprender tanto, llegar tan arriba. Ven tú, por favor. Atrévete a ser el señor de tu señora, anda no seas machista, le supliqué, nunca hubiera esperado eso de ti.

Él contestó con lágrimas en los ojos. No es eso, Cristina. Tú tienes alas, yo raíces. Yo pertenezco aquí. Ésta es mi cultura. Vivo por ella. No puedo irme. Quédate y llega conmigo, en Barcelona, lo más arriba que puedas.

Vino a despedirme al aeropuerto y tuvimos una última sesión de intentar persuadir el uno al otro. Pero todo terminó en un:

– Adiós, Oriol. Nos veremos pronto -mentí y aún no sé por qué-. Que encuentres la felicidad.

– Adiós, mi amor. Vuela con tus alas hasta tu ambición. Llega hasta donde nadie llegó.

¿Qué triste, verdad? Me he pasado el viaje llorando. He terminado con mis pañuelos de papel y con los del aseo.

Y ahora camino por el pasillo del JFK, el aeropuerto internacional de Nueva York. Allí tras el control de inmigración y la aduana me esperan mis padres y Mike, felices de ver regresar a su oveja descarriada.

Y atrás queda lo que pudo ser y lo que jamás será. Un gran amor. No un «amorcito». AMOR. Oriol fue el primero y, si mi familia se hubiera quedado en Barcelona, casi seguro que hubiera sido también el último. Pero hay que ser razonable. Hay que ser práctico.

¿Razonable? ¿Práctico? ¡¿Por qué?!

¿Por qué no puedo permitirme dar una segunda oportunidad a esa vida paralela? Mi corazón me pedía volver, mi razón se negaba a abandonar mi carrera en Nueva York. Pensé que quizá también pudiera triunfar profesionalmente en Barcelona. ¿Por qué no intentarlo? ¿Me quedaría por el resto de mi vida con la duda, con la pena?

Carpe diem. ¿No había aprendido nada? Perdí negociando con Oriol, bien, pero a veces aceptar una derrota a tiempo conduce a una victoria. Tenía que intentarlo.

Y así es como di media vuelta. Dejé el equipaje, lo dejé todo. Todo. Y fui al mostrador a comprar un billete para el próximo avión a Barcelona.

– El señorito Oriol no está en casa -respondió la doncella.

– ¿Sabe cuándo regresa? -inquirí nerviosa.

– No lo sé pero no será ni hoy ni mañana. Se ha ido de viaje sin decir cuándo vuelve.

Sentí el suelo moverse bajo mis pies y hubiera deseado que el maldito aeropuerto se hundiera conmigo dentro. ¡Qué decepción! Barcelona, tan llena antes de todo, era ahora un desierto, un completo vacío. Le faltaba lo único que ahora quería de ella. Me sentía desolada, abandonada, sin futuro.

¡Qué pronto se consolaba Oriol de mi ausencia! Un viaje. ¿Con una amiguita? ¿Quizá esa odalisca de la playa? Y yo que venía a sorprenderle, a ofrecerle mi vida, a dárselo todo, mi carrera profesional, mi amor… todo. ¡Qué estúpida! Sentía un nudo en la garganta, me había quedado muda al teléfono.

– Creo que dijo que se iba a Nueva York -añadió la mujer ante mi silencio.

Con un hilillo de voz le di las gracias y colgué.

«Nueva York», ¡Dios mío!, «Nueva York», me decía mientras buscaba un banco para sentarme. Otra vez notaba mis piernas débiles. ¡Él también quiere darlo todo por mí!

Miré unos momentos mis manos, ahora desanilladas, símbolo de una libertad que había decidido que valía mucho menos que el amor. Con un profundo suspiro, cerré los ojos y echando la cabeza hacia atrás en mi asiento, noté que mis labios se abrían en sonrisa feliz.

Vi la imagen de nuestra nave abandonando el puerto de Ítaca, velas blancas henchidas al viento, para correr juntos la aventura de la vida y soportar las pruebas y trabajos que los dioses nos impusieran. Los poemas de Kavafis y la música de Llach sonaban en mis oídos. Vi el mar azul de mediodía en la Costa Brava, y el de Tabarca; los bancos de salpas destellando al sol la plata y oro de sus escamas, entre la verde posidonia y la arena blanca, sentí la sal en mi boca y recordé mi primer beso, también la tormenta. Lo recordé a él, a mi primer amor. El último.

Pero una inoportuna voz en mi interior añadió:

– Quizá…

[1] «Quimet del bar Pastis a ti ya no te veremos más…»

[2] «Pero hay un hecho incomprensible: cada vez viene más gente.»

[3] Adiós, Emilio, voy a morir. Es duro morir en primavera, ¿sabes?

[4] Quiero que se ría. Quiero que se baile. Cuando me vayan a meter en el hoyo.

[5] Es duro morir en primavera, ¿sabes? Pero me voy hacia las flores con paz en el alma.