Ricardo Reis atravesó el Barrio Alto y, bajando por la Rua do Norte, llegó a la de Camões, era como si estuviera en un laberinto que lo llevara siempre al mismo lugar, al monumento, a este bronce con pinta de hidalgo y espadachín, especie de D'Artagnan premiado con una corona de laurel por haber sustraído, en el último momento, los diamantes de la reina de las maquinaciones del cardenal, a quien, por otra parte, cambiando tiempos y políticas, acabará sirviendo, pero este de aquí, que por estar muerto no puede volver a alistarse, sería bueno que supiese que se sirven de él a la vez o en confusión, los príncipes, cardenales incluidos y que les aproveche la conveniencia. Es hora de comer, el tiempo ha ido pasando en estas caminatas y descubrimientos, parece como si este hombre no tuviera otra cosa que hacer, duerme, come, pasea, escribe unos versos, con gran esfuerzo, penando sobre pie y medida, nada que se pueda comparar al continuo duelo del mosquetero D'Artagnan, sólo Os Lusíadas suponen más de ocho mil versos, y no obstante, éste es también poeta, aunque no se envanezca del título, como se puede comprobar en el registro del hotel, pero llegará un día en que no pensarán en él como médico, ni en Álvaro como ingeniero naval, ni en Fernando como corresponsal en lenguas extranjeras, el oficio nos da el pan, cierto es, pero no vendrá de ahí la fama, y sí de haber escrito Nel mezzo del camin di nostra vita, o Menina e moça me levaram da casa de meus pais, o, En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, para no caer una vez más en la tentación de repetir, aunque venga la cosa muy a propósito, As armas e os barões assinalados, y perdonen la insistencia, Arma virumque cano. El hombre ha de esforzarse siempre por merecer ese nombre de hombre, pero es menos señor de su destino y persona de lo que cree, el tiempo, no el suyo, lo hará crecer o apagarse, por otros merecimientos algunas veces, o por merecimientos diversamente juzgados, qué serás quando fores de noite e ao fim da estrada.
Era casi de noche cuando la Rua do Século quedó limpia de pobres. Entretanto, Ricardo Reis había comido, entró en dos librerías, dudó a la puerta del Tívoli entre ir a ver la película Gusto a todas las mujeres, con Jean Kiepura, pero no fue, quedará la cosa para otra ocasión, luego regresó al hotel, en taxi, porque ya le dolían las piernas de tanto andar. Cuando empezó a llover buscó refugio en un café, leyó los periódicos de la tarde, aceptó los servicios del limpiabotas, aparente desperdicio de betún con estas calles bruscamente inundadas por los chaparrones, pero el limpia le dijo que siempre es mejor prevenir que curar, los zapatos impermeabilizados aguantan mucho mejor la lluvia, doctor, y tendría razón el técnico, cuando Ricardo Reis se descalzó en su cuarto, tenía los pies secos y calientes, eso es lo que se precisa para conservar una buena salud, pies calientes, cabeza fresca, aunque la Facultad no reconozca estos saberes empíricos, nada se pierde observando el precepto. El hotel está tranquilo, silencioso, no suena una puerta, no se oye una voz, ha enmudecido el abejorro, el gerente Salvador no atiende en la recepción, caso fuera de lo común, y Pimenta, que fue a buscar la llave, se mueve con la ligereza, la inmaterialidad de un elfo, cierto es que desde la mañana no ha tenido que cargar maletas, circunstancia sobremanera coadyuvante. Cuando Ricardo Reis bajó a cenar, cerca ya de las nueve, conforme a sí mismo se había prometido, encontró el comedor desierto, los camareros charlando en un rincón, al fin apareció Salvador, se empezaron a mover un poco los servidores, que es lo que se debe hacer siempre que aparece un superior jerárquico, basta, por ejemplo, descansar el cuerpo sobre la pierna derecha si antes reposaba sobre la izquierda, muchas veces no es preciso más, ni siquiera esto, y Se puede cenar ya, preguntó vacilante el huésped, Claro que sí, para eso estaban, y también Salvador para decir que no se sorprendiera el señor doctor, que en estos días de cambio de año había en general pocos clientes, y los que había, cenaban fuera, es el réveillon, el rebelión fue la palabra, antes daba el hotel aquí una fiesta, pero los propietarios pensaron que eran muchos los gastos, que la fiesta desorganizaba el servicio, un montón de trabajo, sin hablar de los desastres causados por la alegría de los clientes, ya se sabe cómo van las cosas en un día así, copa va, copa viene, dan las tantas, y uno no se entiende, y luego el barullo, la agitación, las quejas de los que no estaban para fiestas, que siempre los hay, En fin, acabamos con el rebelión, pero lo siento, confiesa, porque era una noche bonita, le daba al hotel una reputación fina y moderna, ahora, ya ve, este desierto, Es igual, así se irá más temprano a la cama, le consuela Ricardo Reis, y Salvador responde que no, que siempre oye las campanadas de medianoche en casa, es una tradición familiar, comen doce uvas pasas, una a cada campanada, había oído decir que eso daba suerte para el año siguiente, en el extranjero se hace mucho, Son países ricos, Y a usted, encuentra que le da realmente suerte, No sé, no puedo comparar, qué sé yo, quizá si no las comiera me iría peor el año, por cosas así quien no tiene Dios busca dioses, y quien abandonó a los dioses, un Dios inventa, un día nos libraremos de éste y de aquellos, Lo dudo, aparte de que alguien dijo, antes o después, pero no aquí, que no se toman tales libertades con los huéspedes.
Ricardo Reis cenó acolitado por un solo camarero, y con el maître decorativamente colocado al fondo, Salvador se metió en la recepción matando el tiempo hasta su rebelión particular, de Pimenta, nadie sabía por dónde andaba, y las camareras de los pisos, o habían subido a las buhardillas, si las hay, o a los sótanos, que es lo más seguro, a beber, llegada la hora, licorcillos domésticos y embriagadores con pastas secas, o quizá se habían ido a sus casas, dejando allí sólo un retén, como en los hospitales, la cocina es ya una ciudadela evacuada, todo esto no son más que suposiciones, claro, un huésped, por lo general, no se interesa por saber cómo funciona el hotel por dentro, lo que quiere es que le tengan el cuarto arreglado y la comida a sus horas, paga y debe ser servido. No esperaba Ricardo Reis que a la hora del postre le pusieran en la mesa una bandeja con un roscón de reyes, atenciones como ésta son las que hacen de cada cliente un amigo, aunque en el trozo que tomó salió la sorpresa, pero no fue a propósito, el camarero sonrió familiarmente y dijo, El día de Reyes paga usted, De acuerdo, Ramón, ése era su nombre, será el día de Reis, [5] pero Ramón no entendió el chiste. No son todavía las diez, el tiempo pasa lento, el año viejo aguanta. Ricardo Reis miró la mesa donde había visto, dos días antes, al doctor Sampaio y a su hija Marcenda, sintió que lo envolvía una nube cenicienta, si estuvieran allí podrían hablar, únicos huéspedes en esta noche de fin y de comienzo, nada más propio. Volvió a su memoria el gesto pungente de la muchacha agarrándose la mano inerte y colocándola sobre la mesa, era su manita amada, la otra, ágil, saludable, auxiliaba a la hermana, pero tenía su vida, independiente, no siempre podía ayudar, por ejemplo, ésta era la que estrechaba la mano de las personas en caso de presentación formal, Marcenda Sampaio, Ricardo Reis, la mano del médico rozaría la de la muchacha de Coimbra, derecha contra derecha, la izquierda de él, si quisiera, podría acercarse, participar en el encuentro, pero la de ella, caída a lo largo del cuerpo, sería como si no estuviese. Ricardo Reis notó que se le humedecían los ojos, aún hay quien dice que los médicos, por estar habituados a ver enfermedades y desgracias tienen empedernidos los corazones, pues vean a éste, que desmiente la aserción, tal vez por ser poeta, aunque de especie escéptica como se ha visto. Se distrae Ricardo Reis con estas meditaciones, y quizá con otras más difíciles de desentrañar para quien, como nosotros, está del lado de fuera, y Ramón que tanto sabe de unas como de otras, pregunta, Desea algo más, doctor, manera de hablar delicada, pero que quiere decir exactamente lo contrario de lo que se oyó, insinuar la negativa, sin embargo, somos tan buenos entendedores que media palabra nos ha bastado a todos, la prueba es que Ricardo Reis se levanta, da las buenas noches a Ramón, le desea un feliz año nuevo, y al pasar por recepción le repite a Salvador, lentamente, el saludo y el voto, el sentimiento es igual, más explícita su manifestación, porque, al fin y al cabo, es el gerente. Ricardo Reis sube despacio la escalera, cansado, parece el personaje de aquellos chistes de revista o de los dibujos alusivos de la época, el año viejo cargado de canas y de arrugas, ya con la ampolleta vacía, hundiéndose en las tinieblas profundas del tiempo pasado, mientras el año nuevo se aproxima en un rayo de luz, gordezuelo como los niños de la harina lacto-búlgara, y diciendo, con tonada infantil, como si nos invitara a la danza de las horas, Soy el año mil novecientos treinta y seis, vengan a ser felices conmigo. Entra en el cuarto y se sienta, tiene la cama abierta, agua renovada en la botella para sequedades nocturnas, las zapatillas sobre la alfombra, alguien vela por mí, ángel bueno, gracias. Por la calle pasa un barullo de latas, ya han dado las once, y es entonces cuando Ricardo Reis se levanta bruscamente, casi violento, Qué estoy haciendo aquí yo, todo el mundo celebrando y divirtiéndose, en sus casas, en las calles, en bailes, en los teatros y en los cines, en los casinos, en los cabarés, al menos voy hasta Rossio a ver el reloj de la estación central, el ojo del tiempo, el cíclope que no tira rocas sino minutos y segundos, tan ásperos y pesados como los pedruscos, y yo tengo que ir aguantando, como aguantamos todos, hasta que el último y todos juntos me revienten con las tablas del barco, pero así no, mirando al reloj, aquí, aquí sentado, inclinado sobre mí mismo, aquí sentado, y, habiendo acabado el soliloquio se puso la gabardina, se caló el sombrero, agarró el paraguas, enérgico, un hombre se convierte en otro cuando toma una decisión. Salvador ya no estaba, habría vuelto a casa, fue Pimenta quien preguntó, Va a salir, doctor, Voy a dar una vuelta, y empezó a bajar la escalera, Pimenta lo siguió hasta el descansillo, Cuando llegue, doctor, toque dos timbrazos, uno corto y otro largo, así sabré quién es, Se quedará despierto, Pasadas las doce me acuesto, pero por mí no se preocupe, puede venir a la hora que quiera, Feliz año nuevo, Pimenta, Un año nuevo muy próspero, doctor, frases tarjeta de navidad, no hablaron más, pero cuando Ricardo Reis llegó al fondo de la escalera recordó que en esos días es costumbre dar un aguinaldo al personal subalterno, cuentan ya con eso, De todas formas, hace sólo tres días que estoy aquí, el paje italiano tiene la lámpara apagada, duerme.