Va Ricardo Reis bajando por la Rua dos Sapateiros cuando ve a Fernando Pessoa. Está parado en la esquina de la Rua de Santa Justa, mirándolo como quien espera, pero no impaciente. Lleva el mismo traje negro la cabeza descubierta y, detalle en el que Ricardo Reis no había reparado la primera vez, no lleva gafas, cree comprender por qué, sería absurdo y de mal gusto enterrar a alguien con las gafas puestas, pero la razón es otra, no llegaron a dárselas cuando, en el momento de morir, las pidió, Dame las gafas, dijo y se quedó sin ver, que no siempre se está a tiempo de satisfacer las últimas voluntades. Fernando Pessoa sonríe y da las buenas tardes, responde Ricardo Reis de la misma manera y siguen ambos en dirección al Terreiro do Paço. Un poco más allá empieza a llover, el paraguas los cubre a los dos, aunque a Fernando Pessoa no lo pueda mojar esta agua, fue el movimiento de alguien que aún no ha olvidado por completo la vida, o quizá sólo el gesto confortante de recurrir a un mismo y próximo techo, Péguese aquí, que cabemos los dos, a esto no se va a contestar, No lo necesito, voy bien así. Ricardo Reis tiene una curiosidad por satisfacer, Quien nos mire, a quién ve, a usted o a mí, Lo ve a usted, o mejor, ve una silueta que no es ni usted ni yo, Una suma de nosotros dividida por dos, No, más bien diría que el producto de la multiplicación del uno por el otro, Existe esa aritmética, Dos, sean los que sean, no se suman, se multiplican, Creced y multiplicaos, dice el precepto, No es ése el sentido, querido amigo, ése es el sentido más limitado biológico, e incluso con muchas excepciones, de mí, por ejemplo, no han quedado hijos, De mí tampoco van a quedar creo, Y sin embargo somos múltiples, Tengo una oda en la que digo que en nosotros viven innumerables, Que yo recuerde, ésa no es de nuestro tiempo, La escribí hará dos meses, Como ve, cada uno de nosotros, por su lado, va diciendo lo mismo, Entonces no valía la pena habernos multiplicado, Sí porque, de otro modo, no seríamos capaces de decirlo, Preciosa conversación ésta, paúlica, interseccionista, [6] por la Rua dos Sapateiros hasta más abajo de la Conceição, desde ahí, volviendo hacia la izquierda, hacia la Augusta, otra vez de frente, dice Ricardo Reis parándose, Entramos en el Café Martinho, y Fernando Pessoa, con gesto brusco, Sería imprudente, las paredes tienen ojos y buena memoria, otro día podemos ir ahí sin peligro de que me reconozcan, es cuestión de tiempo. Se detuvieron debajo de la arcada, Ricardo Reis cerró el paraguas y dijo, aunque no viniera a cuento, Ando tentado de instalarme, abrir un consultorio, Entonces ya no vuelve a Brasil, por qué, Es difícil responder, no sé siquiera si sabría encontrar una respuesta, digamos que estoy como un insomne que encontró el lugar exacto de la almohada y al fin va a poder quedarse dormido, Si vino para dormir, buena tierra es ésta, Entienda la comparación al revés, o sea, que si acepto el sueño es para poder soñar, Soñar es ausencia, es estar del lado de allá, Pero tiene la vida dos lados, Pessoa, por lo menos dos, al otro sólo por el sueño conseguimos llegar, Decirle eso a un muerto, que le puede responder, con un saber hecho de experiencia, que al otro lado de la vida no hay más que la muerte, No sé qué es la muerte, pero no creo que sea ése el otro lado de la vida de que habla, la muerte, creo yo, se limita a ser, la muerte es, no existe, es, Entonces, ser y existir no son idénticos, No, querido Reis, ser y existir sólo no son idénticos porque tenemos las dos palabras a nuestra disposición, Al contrario, precisamente porque no son idénticos, tenemos las dos palabras y las usamos. Allí debajo de aquella arcada, disputando, mientras la lluvia formaba minúsculos lagos en la plaza y luego los reunía en lagos mayores que eran charcos, tampoco esta vez iría Ricardo Reis hasta el muelle a ver batir las olas, empezaba a decirse esto a sí mismo, a recordar que había estado aquí y al mirar hacia el lado vio que Fernando Pessoa se alejaba, sólo ahora notaba que le quedaban cortos los pantalones, parecía que fuera en andas, al fin oyó su voz próxima, aunque estuviera allí delante, Continuaremos esta charla otro día, ahora tengo que irme, allá lejos, bajo la lluvia, hizo un gesto con la mano, pero no se despedía, volveré.
Empieza el año de tal modo que ver difuntos va a ser habitual, claro está que, uno más, uno menos, todos los tiempos tienen lo suyo al respecto, a veces con mayores facilidades, cuando hay guerras y epidemias, otras lentamente, uno tras otro, pero no es común que en pocas semanas haya tal suma de muertos de calidad, tanto nacionales como extranjeros, sin hablar ya de Fernando Pessoa, que ése nadie sabe que a veces va y vuelve, hablamos, sí, de Leonardo Coimbra, que inventó el creacionismo, de Valle-Inclán, autor de Romance de lobos, de John Gilbert que trabajó en aquel filme El gran desfile, de Rudyard Kipling, poeta de If, y, last but not least, del rey de Inglaterra, Jorge V, el único con sucesión garantizada. Cierto es que ha habido otras desgracias, vamos a sumarlas, como fue el morir soterrado un pobre viejo por efecto del temporal, o aquellas veintitrés personas que vinieron del Alentejo, mordidas por un gato rabioso, desembarcaron, negros como bandada de cuervos con las plumas desharrapadas, viejos, mujeres, niños, primera fotografía de sus vidas, y no saben ni hacia dónde mirar, se aferran sus ojos a cualquier punto del espacio, desesperados, pobre gente, y no es esto todo, Lo que el señor doctor no sabe es que en noviembre del año pasado murieron en las grandes capitales del distrito dos mil cuatrocientos noventa y dos individuos, uno de ellos fue el señor Fernando Pessoa, no es ni mucho ni poco, es lo que tiene que ser, lo peor es que setecientos treinta y cuatro eran niños de menos de cinco años de edad, cuando es así en las ciudades importantes, treinta por ciento, imagínense lo que será por esas aldeas donde hasta los gatos están rabiosos, nos queda no obstante el consuelo de que sean portugueses la mayor parte de los angelillos del cielo. Aparte esto, las palabras son muy válidas. Después de tomar posesión el gobierno va gente en muchedumbre y en rebaños a cumplimentar a los señores ministros, todo el mundo, profesores, funcionarios públicos, oficiales de las tres armas, dirigentes y afiliados a la Unión Nacional, sindicatos, gremios, agricultores, jueces, policías, guardias republicanos y fiscales, público en general, y cada vez el ministro agradece y responde con un discurso, hecho a medida de un patriotismo de abecedario y para los oídos de quien allí está, se apretujan los cumplimentadores para caber todos en la foto, los de las filas de atrás estiran el cuello, se ponen de puntillas, asoman por encima del hombro del vecino más alto, Éste soy yo, dirán después en casa a su querida esposa, y los de delante llenan el buche de aire, no los ha mordido el gato rabioso, pero tienen el mismo aire pasmado, les asusta el fogonazo del magnesio, en la conmoción se han perdido algunas palabras, pero por unas sacan otras, todo está regulado por el diapasón de las que el ministro del Interior pronunció en Montemor-o-Velho al inaugurar la luz eléctrica, gran mejora, Dije en Lisboa que la buena gente de Montemor sabe ser leal a Salazar, podemos imaginar la escena fácilmente, Paes de Sousa explicando al sabio dictador, así apellidado por la Tribune des Nations, que la buena gente de la tierra de Fernão Mendes Pinto es toda leal a su excelencia, y, siendo tan medieval este régimen, ya se sabe que de esa bondad quedan excluidos los villanos y mecánicos, gente que no hereda bienes, luego hombres no buenos, quizá ni buenos ni hombres, animales, como animales son los que muerden, roen o infestan, Usted, doctor, ha tenido ya ocasión de comprobar qué tipo de gente puebla este país, y eso que estamos en la capital del imperio, cuando el otro día pasó ante la puerta de O Século, aquella multitud a la espera del donativo, y si quiere ver más y mejor, vaya por esos barrios, por esas parroquias y feligresías, vea con sus ojos los repartos de sopa de los pobres, la campana de auxilio a los pobres en invierno, iniciativa de singular belleza, como escribió en el telegrama el alcalde de Porto, de tan grato recuerdo, y dígame si no valía más dejarlos morir, y se ahorraría el vergonzoso espectáculo de nuestro mundo, se sientan en los bordillos de las aceras a comer su mendrugo de pan y a rebañar el cazo, ni luz eléctrica merecen, a ellos les basta conocer el camino que va del plato a la boca, y ése hasta a oscuras se encuentra.
También en el interior del cuerpo la tiniebla es profunda, y pese a todo la sangre llega al corazón, el cerebro es ciego y puede ver, es sordo y oye, no tiene manos y alcanza, el hombre, claro está, es el laberinto de sí mismo. En los dos días siguientes Ricardo Reis bajó al comedor para desayunar, hombre al fin tímido, asustado con las consecuencias de un gesto tan simple como haber puesto la mano en el brazo de Lidia, no temía que ella hubiera ido a quejarse del osado huésped, qué había sido aquello en definitiva un gesto y nada más, sin embargo, aun así, había en él cierta ansiedad cuando habló por primera vez, después del hecho, con el gerente Salvador, temor vano fue, pues nunca se vio a un hombre más afable y respetuoso. Al tercer día se encontró ridículo y no bajó al comedor, se hizo el olvidadizo deseando que le olvidaran. Eso era no conocer a Salvador. En la hora extrema llamaron a su puerta, entró Lidia con la bandeja, la colocó sobre la mesa, dijo Buenos días, señor doctor, con naturalidad, es casi siempre así, uno se atormenta, se tortura, teme lo peor, cree que el mundo le va a pedir cuentas y prueba real, y el mundo ha seguido su camino, pensando ya en otras cosas. Sin embargo, no es cierto que Lidia, al entrar en la habitación para recoger las cosas, forme aún parte de ese mundo, lo más seguro es que se haya quedado atrás, a la espera, con aire de no saber de qué, repite los movimientos acostumbrados, va a levantar la bandeja, asegurándola, ahora se endereza, forma con ella un arco de círculo, se aleja hacia la puerta, oh Dios mío, hablará, no hablará, quizá no diga nada, quizá me toque sólo el brazo como el otro día, y si lo hace qué voy a hacer yo, otras veces otros huéspedes me pusieron a prueba, por dos veces cedí, porque, por ser esta vida tan triste, Lidia, dijo Ricardo Reis, ella dejó la bandeja, levantó los ojos asustados, quiso decir Señor doctor, pero la voz quedó prendida en su garganta, y él no tuvo valor, repitió, Lidia, luego, casi con un murmullo, atrozmente trivial, seductor ridículo, Es usted muy guapa, y se quedó mirándola sólo un segundo, no aguantó más que un segundo, se volvió de espaldas, hay momentos en que sería mejor morirse, Yo, que he hecho reír a las camareras de hotel, también tú, Álvaro de Campos, todos nosotros. Se cerró la puerta lentamente, hubo una pausa, y sólo luego se oyeron los pasos de Lidia alejándose.