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Ricardo Reis pasó todo el día fuera rumiando su vergüenza, sobre todas indigna porque no lo había vencido un adversario, sino su propio miedo. Y decidió que al día siguiente cambiaría de hotel, o alquilaría unas habitaciones en una casa, o volvería a Brasil en el primer barco, parecen dramáticos efectos para causa tan pequeña, pero cada persona sabe cuánto le duele y dónde, el ridículo es como una quemadura por dentro, un ácido que en cada momento es reavivado por la memoria, una herida infatigable. Volvió al hotel, comió y volvió a salir, vio Las Cruzadas en el Politeama, qué fe, qué ardorosas batallas, qué santos y qué héroes, qué caballos tan blancos, acaba la película y atraviesa la Rua de Eugenio de Santos un soplo de religión épica, parece que cada espectador lleve en la cabeza un halo, y aún hay quien dude de que el arte puede mejorar al hombre. El lance de la mañana adquirió su dimensión propia, pero qué importa eso, qué ridículo fui atormentándome de ese modo. Llegó al hotel, le abrió Pimenta, nunca se vio casa más tranquila, naturalmente los criados no duermen aquí. Entró en el cuarto y, no advirtiendo que hacía este movimiento antes que cualquier otro, miró la cama. No estaba abierta como de costumbre, en ángulo, sino por igual, dobladas sábana y colcha, de lado a lado. Y tenía, no una almohada como siempre había tenido, sino dos. No podía ser más claro el recado, faltaba saber hasta qué punto se volvería explícito. A no ser que no haya sido Lidia quien vino a abrirme la cama, sino otra camarera, pensó que el cuarto estaba ocupado por un matrimonio, sí, supongamos que las camareras cambian de piso de tantos en tantos días, quizá para tener iguales oportunidades de propina, o para no crear hábitos permanentes, o, y aquí sonrió Ricardo Reis, para evitar familiaridades con los huéspedes, en fin, veremos mañana, si Lidia aparece con el desayuno es porque fue ella quien hizo así la cama, y entonces. Se acostó, apagó la luz, dejó puesta la segunda almohada, cerró los ojos con fuerza, ven, sueño, ven, pero el sueño no venía, por la calle pasó un tranvía, tal vez el último, quién será que no quiere dormir en mí, el cuerpo inquieto, de quién, o lo que no siendo cuerpo en él se inquieta, yo entero, o esta parte de mí que crece, Dios mío, las cosas que pueden ocurrirle a un hombre. Se levantó bruscamente, y, hasta a oscuras, guiándose por la luminosidad difusa que se filtraba por las ventanas, soltó el pestillo de la puerta, luego la dejó apoyada levemente, parece cerrada y no lo está, basta que posemos sutilmente la mano en ella. Volvió a acostarse, esto es una chiquillada, un hombre, si quiere algo, no lo deja al azar, lucha por alcanzarlo, ya ves lo que lucharon en su tiempo los cruzados, espadas contra alfanjes, morir si preciso fuere, y los castillos, y las armaduras, luego, sin saber aún si está despierto o duerme ya, piensa en los cinturones de castidad, cuyas llaves se llevaban los señores cruzados, pobres cornudos abierta fue la puerta de este cuarto, en silencio, cerrada está, una silueta cruza a tientas hasta la orilla de la cama, la mano de Ricardo Reis avanza y encuentra una mano helada, la atrae, Lidia tiembla, sólo sabe decir Tengo frío, y él calla, está pensando si debe o no besarla en la boca, qué triste pensamiento.

El doctor Sampaio y su hija llegan hoy, dijo Salvador, alegre como si le hubieran prometido buenas noticias y se las trajeran, nauta en el barandal de recepción, que ve avanzar a lo lejos, entre la bruma de la tarde, al tren de Coimbra, poca-tierra, poca-tierra, caso éste muy contradictorio, porque la nao que está fondeada en el puerto criando limo, pegadita al muelle, es el Hotel Bragança, y es la tierra la que viene andando hacia aquí, echando humo por la chimenea, cuando llegue a Campolide se meterá por debajo del suelo, y surgirá luego del negro túnel resollando vapor, aún tiene tiempo para llamar a Lidia y decirle, Mira en los cuartos del doctor Sampaio y de su hija, a ver si todo está en orden, las habitaciones, ya lo sabe ella, son las doscientos cuatro y la doscientos cinco, Lidia ni pareció darse cuenta de que estaba allí el doctor Ricardo Reis, subió diligentísima al segundo piso, Cuánto tiempo se van a quedar, preguntó el médico, Suelen estar tres días, mañana irán al teatro, les he comprado ya las entradas, A qué teatro, Al Doña María, Ah, esta interjección no es de sorpresa, la soltamos para rematar un diálogo que no podemos o no queremos continuar, y, en verdad, los provincianos que vienen a Lisboa, con perdón de Coimbra si no es provincia, aprovechan en general la estancia para ir al teatro, van al Parque Mayer, al Apolo, al Avenida, y, si son gente de gusto delicado, invariablemente al Doña María, también llamado Nacional. Ricardo Reis pasó a la sala de estar, hojeó un diario, buscó el programa de espectáculos, los anuncios, y vio, Tá Mar de Alfredo Cortez, y decidió allí mismo que iría también, para ser un buen portugués debía apoyar las artes portuguesas, estuvo a punto de pedirle a Salvador por teléfono que le comprara la entrada, pero lo contuvo un escrúpulo, al día siguiente él mismo trataría el asunto.

Faltan aún dos horas para la cena, entretanto llegarán los huéspedes de Coimbra si el tren no viene con retraso, Y a mí qué me importa, se pregunta Ricardo Reis mientras sube las escaleras hacia su habitación, y responde que siempre es agradable conocer gente de otros lugares, personas educadas, aparte del interesante caso clínico de Marcenda, extraño nombre, nunca oído, parece un murmullo, un eco, una arqueada de violoncelo, les sanglots longs de l’automne, los alabastros, los balaustres, esta poesía de puesta de sol doliente le irrita, las cosas de que un hombre es capaz, Marcenda, pasa ante el doscientos cuatro, la puerta está abierta, allá dentro está Lidia pasando el plumero por los muebles, se miran de relance, ella sonríe, él no, poco después está en su cuarto y oye la puerta suavemente, es Lidia que entra furtiva y le pregunta, Está enfadado, y él apenas responde, seco, así a la luz del día, no sabe cómo debe tratarla, siendo ella camarera podría palparle libertinamente las nalgas, pero sabe que nunca será capaz de hacer tal cosa, antes quizá, pero no ahora que estuvieron juntos, haberse acostado en la misma cama, en ésta, fue una especie de dignificación, de mí, de ambos, Si puedo, vendré esta noche, dijo Lidia, y él no respondió, le pareció impropio el aviso, y estando allí tan cerca la muchacha de la mano paralizada, durmiendo inocente de los nocturnos secretos de este pasillo y del cuarto del fondo, pero se calló, no fue capaz de decir No vengas, ya la trata de tú, naturalmente. Salió Lidia, él se tendió en el sofá a descansar, tres noches activas tras una larga abstinencia, y para más en el cambio de la edad, no es extraño que se le cierren los ojos, frunce levemente las cejas, se pregunta a sí mismo, y no encuentra respuesta, si tendrá o no que pagar a Lidia, regalarle algo, medias, un anillito, cosas propias para quien tiene una vida como la suya, y esta indecisión va a tener que resolverla ponderando motivos y razones a favor y en contra, no es como aquello de besarle la mano o la boca, al fin decidieron las circunstancias, el fuego de los sentidos, así llamado, en definitiva ni supo cómo fue, la besaba como si fuera la mujer más hermosa del mundo, quizá la cosa resulte en definitiva muy sencilla, cuando estén en la cama dirá, Me gustaría hacerte un obsequio, para que te acuerdes de mí, y a ella le parecerá natural, quizá esté ya sorprendida de que aún no lo haya hecho.

Voces en el corredor, pasos, Pimenta que dice, Gracias, señor doctor, después, dos puertas que se cierran, han llegado los viajeros. Se quedó tumbado, había estado a punto de quedarse dormido, ahora abre los ojos, mira al techo, sigue las grietas del enyesado, minuciosamente, como si las acompañara con la punta del dedo, imagina que sobre su cabeza está la palma de la mano de Dios y que va leyendo en ella las líneas, la de la vida, la del corazón, vida que va sutilizándose, se interrumpe y resurge, cada vez más tenue, corazón bloqueado, sólo tras los muros, la mano derecha de Ricardo Reis, posada sobre el sofá, se abre y muestra sus propias líneas, son como otros ojos aquellas dos manchas del techo, sabe Dios quién nos lee cuando, descuidados, estamos leyendo. Se hizo de noche ya hace rato, tal vez sea ya la hora de cenar, pero Ricardo Reis no quiere ser el primero en bajar, Y si no me di cuenta de que salían de sus habitaciones, se pregunta, puedo haberme quedado dormido sin darme cuenta, desperté sin saber que me había dormido, creí que era sólo un parpadeo y he dormido un siglo. Se sienta inquieto, mira el reloj, son ya más de las ocho y media, y en ese instante una voz de hombre, en el corredor, dice, Marcenda, estoy esperando, se abrió una puerta, luego rumores confusos, unos pasos alejándose, el silencio. Ricardo Reis se levantó, fue al lavabo a refrescarse la cara, a peinarse, le parecieron hoy más blancos los cabellos de las sienes, tendría que usar una de aquellas tinturas o lociones que restituyen progresivamente al pelo su color natural, por ejemplo, la Nhympha del Mondego, reputada y sabia alquimia que cuando llega al tono del primitivo color ya no insiste más, o insiste hasta alcanzar el negro retinto, ala de cuervo, si ése era el caso, pero le fatiga la simple idea de tener que vigilar el pelo día a día, a ver si falta mucho, si hay que volver a usar la loción, componer las tintas en la bacía, coronadme de rosas, si puede ser, y basta. Se cambió de pantalones y de chaqueta, tenía que acordarse de decirle a Lidia que se los planchara, y salió con la impresión incómoda, incongruente, de que iba a dar esa orden sin la neutralidad de tono que ha de tener una orden cuando se dirige de quien naturalmente manda a quien naturalmente debe obedecer, si obedecer y mandar, como se dice, es natural, o, para ser aún más claro, que Lidia va a ser la que caliente la plancha, la que extienda los pantalones sobre la tabla para marcarles la raya, la que introduzca la mano izquierda en la manga de la chaqueta, junto al hombro, para darle el contorno con la plancha, redondeándolo, seguro que cuando lo haga no dejará de recordar el cuerpo que estas ropas cubren, Si puedo, voy esta noche, y pasa nerviosa la plancha, está sola en el planchador, éste es el traje que el señor doctor Ricardo Reis llevará al teatro, me gustaría ir con él, tonta, pero qué te crees tú, seca dos lágrimas que han de aparecer aún porque son lágrimas de mañana, ahora aún está Ricardo Reis bajando la escalera para cenar, aún no le ha dicho que le planche el traje, y Lidia aún no sabe que llorará.

Casi todas las mesas estaban ocupadas, Ricardo Reis se detuvo a la entrada, el maître vino a buscarlo y lo acompañó, Su mesa, señor, ya lo sabía, es la de siempre, pero la vida no se sabe lo que es sin estos o semejantes rituales, arrodíllese y rece, descúbrase cuando pasa la bandera, siéntese, desdoble la servilleta sobre las rodillas, si mira hacia quienes le rodean, hágalo discretamente, salude si conoce a alguien, y así procede Ricardo Reis, aquel matrimonio, este cliente solitario, los conoce de aquí, también conoce al doctor Sampaio y a su hija Marcenda, pero ellos no le reconocen, el abogado lo mira con expresión ausente, quizá la de quien busca en la memoria, pero no se inclina hacia la hija, no dice, Saluda al doctor Ricardo Reis, que acaba de llegar, fue ella quien al cabo de un momento lo miró, por encima de la manga del camarero que la servía, por su rostro pálido pasó una brisa, un levísimo rubor que era sólo señal del reencuentro, Al fin se ha acordado, pensó Ricardo Reis, y en voz más alta de lo que sería necesario le preguntó a Ramón qué había de cena. Quizá por eso le miró el doctor Sampaio, pero no, dos segundos antes Marcenda le había dicho a su padre, Aquel señor, el de ahí, estaba en el hotel la última vez, se comprende ahora que al levantarse de la mesa el doctor Sampaio inclinara muy levemente la cabeza, y Marcenda, al lado de su padre, un poco menos, de manera retraída, discreta, como quien sabe que está en un segundo término, tan rigurosos son los preceptos de la buena educación, y Ricardo Reis, en respuesta, se levantó ligeramente de la silla, hay que tener un sexto sentido para medir estas sutilezas gestuales, saludo y respuesta deben equilibrarse, todo fue tan perfecto que podemos augurar un buen inicio a esta relación, se han retirado ya los dos, sin duda van a la sala de estar, esto supuso, pero no, fueron a sus habitaciones, más tarde saldrá el doctor Sampaio, probablemente a dar un paseo pese a lo lluvioso del tiempo, Marcenda se acuesta temprano, la fatigan mucho estos viajes en tren. Cuando Ricardo Reis entra en la sala ve sólo algunas personas soturnas, unas leen periódicos, otras bostezan, mientras la ambientación musical ofrece unas cancioncillas portuguesas de revista, estridentes, desgañitadas, que ni la sordina puede disfrazar. A esta luz, o por causa de estos rostros apagados, el espejo parece un acuario, y Ricardo Reis, cuando atraviesa la sala para el lado de allá y cuando por el mismo camino vuelve, no es cuestión de salir corriendo desde la puerta de entrada, se ve en aquella profundidad verdeante como si caminara por el fondo de un océano, entre restos de navíos y ahogados, tiene que salir ya, emerger, respirar. Sube melancólicamente a su cuarto frío, por qué será que lo deprimen tanto estas pequeñas contrariedades, si es que ésta llega a contrariedad, en definitiva son sólo dos personas que viven en Coimbra y vienen a Lisboa una vez al mes, este médico anda en busca de clientes, a este poeta le sobran ya musas inspiradoras, este hombre no busca novia, si volvió a Portugal no fue con esa intención, sin hablar ya de la diferencia de edad, grande en este caso. No es Ricardo Reis quien piensa estos pensamientos ni uno de los innumerables que en su interior habitan, es tal vez el propio pensamiento el que se va pensando, o sólo pensando, mientras él asiste, sorprendido, al desarrollo de un hilo que lo lleva por caminos y corredores ignotos, en cuyo punto final está una muchacha vestida de blanco que ni siquiera puede sostener las flores, pues el brazo derecho de ella estará en su brazo, cuando del altar vuelvan, caminando sobre la alfombra solemne al son de la marcha nupcial. Ricardo Reis, como se ve, ha tomado ya las riendas del pensamiento, gobierna ya y orienta, se sirve de él para burlarse de su propia persona, la orquesta y la alfombra son divertimentos de la imaginación, y ahora, para que tan lírica historia tenga un final feliz, comete la proeza clínica de colocar un ramo de flores en el brazo izquierdo de Marcenda, que sin ayuda lo sostiene, pueden desaparecer el altar y el celebrante, callar la música, sumirse en humo y polvo los invitados, retirarse sin más el novio, el médico ha curado a la enferma, el resto habrá sido obra del poeta. No caben en una oda alcaica estos episodios románticos, lo que viene a demostrar, si es que aún precisamos demostraciones, que muy frecuentemente no casan lo escrito y lo que, por haber sido vivido, le habría dado origen. No se pregunta, pues, al poeta qué pensó o sintió, precisamente para no tener que decirlo compone versos. Quedan anuladas todas las disposiciones en contrario.