Выбрать главу

El maletero alza la gorra y da las gracias, el taxi arranca, el conductor quiere que le digan Para dónde, y esta pregunta, tan sencilla, tan natural, tan adecuada al lugar y circunstancia, coge desprevenido al viajero, como si haber comprado el pasaje en Río de Janeiro hubiera sido y pudiera seguir siendo respuesta para todas las preguntas, incluso aquéllas pasadas, que en su tiempo no encontraron más que el silencio, ahora, apenas ha desembarcado, y ve que no, tal vez porque le han hecho una de las dos preguntas fatales, Para dónde, la otra, la peor, sería, Para qué. El conductor miró por el retrovisor, creyó que el pasajero no había oído, y abría ya la boca para repetir Para dónde, pero llegó primero la respuesta, aún irresoluta, suspensiva, A un hotel, Cuál, No sé, y en cuanto dijo No sé, supo el viajero lo que quería, con tan firme convicción como si se hubiera pasado el viaje ponderando la elección, Uno que esté junto al río, por aquí abajo, junto al río sólo el Bragança, al empezar la Rua do Alecrim, no sé si lo conoce, Del hotel no me acuerdo, pero de la calle sí, sé dónde está, viví en Lisboa, soy portugués, Ah, es portugués, por el acento pensé que era brasileño, Tanto se nota, Bueno, algo sí, Llevo dieciséis años sin venir a Portugal, Dieciséis son muchos años, va a encontrar grandes cambios aquí, y con estas palabras se calló bruscamente el taxista.

Al viajero, los cambios no le parecían tantos. La avenida por donde iban coincidía en general con su recuerdo de ella, sólo los árboles eran más altos, pero no se asombra, han tenido dieciséis años para crecer, e incluso así, en el opaco recuerdo, guardaba frondas verdes y, ahora, la desnudez invernal de las ramas menguaba la dimensión de las hileras, una cosa iba por la otra. Había escampado, caían sólo gotas dispersas, pero en el espacio no se abría ni una hendidura azul, las nubes no se soltaban unas de otras, forman un extensísimo y único techo plomizo. Ha llovido mucho, preguntó el pasajero, Es un diluvio, llevamos ya dos meses con el cielo deshaciéndose en agua, respondió el conductor, y desconectó el limpiaparabrisas. Pasaban pocos automóviles, muy raros tranvías, algún peatón que cerraba desconfiado el paraguas, a lo largo de las aceras grandes charcos formados por el atasco de las cloacas, puerta con puerta algunas tabernas abiertas, lóbregas, las luces viscosas cercadas de sombra, la imagen taciturna de un vaso sucio de vino sobre un mostrador de cinc. Estas fachadas son la muralla que oculta la ciudad, y el taxi sigue a lo largo de ellas, sin prisa, como si anduviera buscando una brecha, un postigo, una puerta de la traición, la entrada al laberinto. Pasa lentamente el tren de Cascais, frenando perezoso, venía aún con velocidad suficiente para rebasar al taxi, pero se queda atrás, entra en la estación cuando el automóvil ya está dando la vuelta a la plaza, y el conductor advierte, El hotel es ése, a la entrada de la calle. Paró ante un café, añadió, Lo mejor será que vea primero si hay habitación, no puedo pararme justo en la puerta por los tranvías. El pasajero salió, miró fugazmente hacia el café, Royal de nombre, ejemplo comercial de añoranzas monárquicas en tiempo de república, o reminescencia del último reinado, aquí disfrazado de inglés o francés, curioso caso éste, se lee y no sabe uno cómo decir la palabra, si royal o ruaiale, tuvo tiempo de debatir la cuestión porque ya no llovía y la calle es en cuesta, después se imaginó volviendo del hotel, con habitación, o aún sin ella, y del taxi ni sombra, desaparecido con el equipaje, las ropas, los objetos usuales, sus papeles, y se preguntó a sí mismo cómo iba a vivir si lo privaran de éstos y de todos sus restantes bienes. Ya iba venciendo los peldaños exteriores del hotel cuando comprendió, por estos pensamientos, que estaba muy cansado, era lo que sentía, una fatiga enorme, un sueño del alma, un desespero, si sabemos con bastante suficiencia lo que eso es para pronunciar la palabra y entenderla.

La puerta del hotel, al empujarla, hace resonar un timbre eléctrico, en tiempos debió de haber una campanilla, dirlin, dirlin, pero hay que contar siempre con el progreso y sus mejoras. Había un tramo empinado de escalera, y sobre el arranque del pasamanos, abajo, una figura de hierro fundido levantando en el brazo derecho un globo de cristal que representaba, la figura, un paje en traje de corte, si la expresión gana algo con la repetición y no es pleonástica, pues nadie recuerda haber visto paje que no lleve traje de corte, para eso son pajes, más claro sería decir Un paje vestido de paje, por la hechura de la ropa, modelo italiano, renacimiento. El viajero trepó por los últimos peldaños, parecía increíble tener que subir tanto para llegar a un primer piso, es la ascensión al Everest, proeza aún sueño y utopía de montañeros, por suerte apareció en lo alto un hombre de bigotes con una palabra de aliento, ánimo, no la dijo, pero así puede traducirse su manera de mirar y el inclinarse desde el alto barandal indagando qué buenos vientos y malos tiempos trajeron a este cliente, Buenas tardes, señor, Buenas tardes, no llega el aliento para más, el hombre de los bigotes sonríe comprensivo, Una habitación, y la sonrisa es ahora de quien pide disculpa, no hay habitaciones en este piso, aquí es la recepción, el comedor, la sala de estar, allá dentro cocina y repostero, las habitaciones están arriba, vamos a tener que subir al segundo, ésta no sirve porque es pequeña y oscura, ésta tampoco porque la ventana da hacia atrás, éstas están ocupadas, Lo que quisiera es una habitación desde donde se viera el río, Ah, muy bien, entonces le va a gustar la doscientos uno, quedó libre esta mañana, se la voy a enseñar. La puerta quedaba al final del pasillo, tenía una chapita esmaltada, números negros sobre fondo blanco, si no fuese ésta una recatada habitación de hotel, sin lujos, si fuese el doscientos dos el número de la puerta, el huésped podría llamarse Jacinto [1] y ser dueño de una quinta en Tormes, no ocurrirían estos episodios en la Rua do Alecrim, sino en los Campos Elíseos, a la derecha subiendo, como el Hotel Bragança, sólo en eso se parecen. Al viajero le gustó la habitación, o las habitaciones, para ser más exactos, porque eran dos, unidas por un amplio vano en arco, allí el dormitorio, alcoba se llamaría en otros tiempos, a este lado, la sala de estar, en total casi un piso, con sus muebles oscuros de caoba pulida, cortinas en las ventanas, la luz velada. El viajero oyó el rechinar áspero de un tranvía calle arriba, tenía razón el taxista. Entonces le pareció que había pasado mucho tiempo desde que dejó el taxi, si es que estaba aún allí, e interiormente sonrió ante su miedo a ser robado, Le gusta la habitación, preguntó el gerente con voz y autoridad de quien lo es, pero reverencioso, como corresponde al negocio de aposentador, Me gusta, me quedo, Y, por cuántos días, No lo sé aún, depende de algunos asuntos que tengo que resolver, del tiempo que se retrase todo. Es el diálogo corriente, conversación siempre igual en casos semejantes, pero en este de ahora hay un punto de falsedad, pues el viajero no tiene nada que tratar en Lisboa, ningún asunto que tal nombre merezca, dijo una mentira, él, que un día afirmó detestar la inexactitud.

Bajaron al primero, y el gerente llamó a un empleado, mozo de recados y maletero, para que fuese a buscar el equipaje de este señor, El taxi está esperando ante el café, y el viajero bajó con él, para pagar la carrera, aún se usa hoy este lenguaje de cochero de punto, y comprobar que nada le faltaba, desconfianza torpe, juicio inmerecido, que el taxista es persona honrada y sólo quiere que le paguen lo que marca el contador más la propina de costumbre. No va a tener la suerte del maletero, no habrá otro reparto de pepitas de oro, porque, entretanto, ha cambiado el viajero en recepción parte de su dinero inglés, no es que la generosidad nos canse, pero no todos los días son domingo, y la ostentación es un insulto a los pobres. La maleta pesa mucho más que mi dinero, y cuando llega al descansillo, el gerente, que allí estaba esperando y vigilando el transporte, hizo un movimiento de ayuda, la mano por debajo, gesto simbólico, como poner la primera piedra, que la carga venía subiendo toda a cuestas del mozo, mozo de profesión, que no de edad, que ésta ya carga, cargando él la maleta y pensando de ella aquellas primeras palabras, de un lado y otro amparado por los prescindibles auxilios, el segundo lo presta el huésped, compadecido del esfuerzo. Ya van camino del segundo piso, Es la doscientos uno, Pimenta, esta vez de la misma especie, Pimenta tiene suerte, no ha de ir a los pisos altos, y mientras sube volvió el viajero a entrar en recepción, un poco sofocado por el esfuerzo, toma la pluma y escribe en el libro de entradas, sobre sí mismo, lo que es necesario para que se sepa quién dice ser, en la cuadrícula del rayado y pautado de la página, nombre Ricardo Reis, edad cuarenta y ocho, natural de Porto, estado civil soltero, profesión médico, última residencia Río de Janeiro, Brasil, de donde procede, viajó en el Highland Brigade, parece el principio de una confesión, de una autobiografía íntima, todo lo oculto está en esta línea manuscrita, ahora el problema es sólo descubrir el resto, apenas. Y el gerente, que había estado atento, torcido el cuello, para seguir el encadenamiento de las letras y descifrarlas, el sentido, piensa que ha quedado sabiendo esto y aquello, y dice, Doctor, no llega a ser reverencia, es una marca, el reconocimiento de un derecho, de un mérito, de una cualidad, lo que requiere una inmediata retribución, incluso oral, Mi nombre es Salvador, soy el responsable del hotel, el gerente, si el señor precisa cualquier cosa, no tiene más que decirlo, A qué hora se sirve la cena, La cena es a las ocho, doctor, espero que nuestra cocina le satisfaga, tenemos también platos franceses. El doctor Ricardo Reis admitió con un movimiento de cabeza su propia esperanza, cogió la gabardina y el sombrero, que había dejado en una silla, y se retiró.