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Fernando Pessoa apareció dos noches después, volvía Ricardo Reis de cenar sopa, un plato de pescado, pan, fruta, café, sobre la mesa dos vasos, el último sabor que lleva en la boca, como sabemos ya, es el del vino, pero de este parroquiano no hay un solo camarero que pueda afirmar, Bebía de más, se levantaba de la mesa cayéndose, fíjense en la curiosa expresión, levantarse de la mesa cayéndose, por eso el lenguaje resulta fascinante, parece una contradicción insuperable, nadie se levanta y cae al mismo tiempo, y, pese a todo, lo hemos visto abundantes veces, o lo hemos experimentado con nuestro propio cuerpo, pero de Ricardo Reis no hay testimonio en la historia de la embriaguez. Siempre ha estado lúcido cuando se le aparece Fernando Pessoa, está lúcido ahora cuando lo ve sentado, de espaldas, en el banco más próximo a Adamastor, es inconfundible aquel cuello alto y delgado, el pelo un poco ralo en lo alto de la cabeza, y además no son muchas las personas que andan por ahí a cuerpo y sin sombrero, verdad es que el tiempo se ha vuelto más ameno, pero aún refresca por la noche. Ricardo Reis se sentó al lado de Fernando Pessoa, en la oscuridad de la noche sobresale la blancura de la cara y de las manos, el albor de la camisa, el resto se confunde, apenas se distingue el traje negro de la sombra que la estatua proyecta, no hay nadie más en el jardín, al otro lado del río se ve una fila de inseguras luces a ras del agua, pero son como estrellas, centellean, se estremecen como si fueran a apagarse, pero continúan luciendo, Creí que no iba a volver nunca más, dijo Ricardo Reis, Hace días vine a verlo, pero cuando llegué a la puerta me di cuenta de que usted estaba ocupado con Lidia, por eso me fui, nunca me han gustado gran cosa los cuadros vivos, respondió Fernando Pessoa, se distinguía su sonrisa cansada. Tenía las manos juntas sobre la rodilla y el aire de quien espera pacientemente a que le llegue la vez de ser llamado o despedido y habla mientras tanto porque el silencio le resulta más insoportable que las palabras, Lo que no esperaba es que usted fuera tan persistente en amores, es notable que el hombre voluble que cantó a tres musas, Neera, Cloe y Lidia se haya ligado carnalmente a una, y ahora dígame, no se le han aparecido las otras, No, ni es extraño, son nombres que hoy no se usan, Y aquella chiquita simpática, fina, la del brazo paralítico, usted me dijo un día cómo se llamaba, Marcenda, Es un hermoso gerundio, la ha visto, La encontré la última vez que estuvo en Lisboa, el mes pasado, Está enamorado de ella, No lo sé, Y de Lidia, Es distinto, Pero lo está o no lo está, Hasta ahora no se me ha negado el cuerpo, Y qué prueba eso, Nada, por lo menos en cuestión de amores, pero deje de hacerme preguntas sobre mi intimidad y dígame por qué no volvió a aparecer, En una sola palabra, enfado, Conmigo, Sí, también con usted, y no por ser usted, sino por estar de ese lado, Qué lado, El de los vivos, es difícil para un vivo entender a los muertos, Creo que no es menos difícil para un muerto entender a los vivos, El muerto tiene la ventaja de haber estado vivo, conoce todas las cosas de este mundo y de ése, pero los vivos son incapaces de aprender la cosa fundamental y sacar las consecuencias pertinentes, Qué cosa, Que uno muere, Nosotros, los vivos, sabemos que vamos a morir, No lo saben, nadie lo sabe, como tampoco lo sabía yo cuando vivía, lo que sabemos, eso sí, es que los otros mueren, Como filosofía me parece insignificante, Claro que es insignificante, no sabe usted hasta qué punto es insignificante todo visto desde el lado de la muerte, Pero yo estoy del lado de la vida, Entonces debe saber qué cosas, desde ese lado, son significantes, si las hay, Estar vivo es significante, Mi querido Reis, cuidado con las palabras, viva está su Lidia, viva está su Marcenda, y usted no sabe nada de ellas, y no lo sabría aunque ellas intentaran decírselo, el muro que separa a los vivos unos de otros no es menos opaco que el que separa a los vivos de los muertos, Para quien así piensa, la muerte, en definitiva, debe de ser un alivio, No lo es, porque la muerte es una especie de conciencia, un juez que lo juzga todo, a sí mismo y a la vida, Mi querido Fernando, cuidado con las palabras, se está arriesgando usted mucho, Si no dijéramos las palabras todas, incluso absurdamente, nunca diríamos las necesarias, Y usted, las sabe ya, Sólo ahora he empezado a ser absurdo, Un día usted escribió Neófito, no hay muerte, Estaba equivocado, hay muerte, Lo dice ahora porque está muerto, No, lo digo porque estuve vivo, lo digo sobre todo porque nunca más volveré a estar vivo, si usted es capaz de imaginar lo que esto significa, no volver a estar vivo, Es eso lo que diría Perogrullo, Nunca tuvimos mejor filósofo.

Ricardo Reis miró hacia la Otra Orilla. Se habían apagado algunas luces, otras apenas se distinguían, languidecían, sobre el río empezaba a flotar una neblina leve, Dijo usted que había dejado de aparecer porque estaba enfadado, Es verdad, Conmigo, Con usted tal vez no tanto, lo que me fastidiaba es este ir y venir, este juego entre una memoria que arrastra hacia un lado y un olvido que empuja hacia el otro, juego inútil porque siempre acaba por ganar el olvido, Yo no lo olvido a usted, La verdad es que usted en esta balanza no pesa mucho, Entonces, qué memoria es esa que sigue llamándolo, La memoria que tengo aún del mundo, Creí que lo llamaba la memoria que el mundo tenga de usted, Qué idea tan absurda, querido Reís, el mundo olvida, se lo he dicho ya, el mundo lo olvida todo, Cree que le han olvidado, El mundo olvida tanto que ni siquiera se da cuenta de lo que ha olvidado, Gran vanidad es ésa, Claro que sí, más vanidoso que un poeta sólo lo es un poeta menor, En ese caso yo seré más vanidoso que usted, Deje que le diga, y no es para halagarlo, que usted, como poeta, no es nada malo, Pero menos bueno que usted, Creo que sí, Cuando estemos muertos los dos, si aún nos recuerdan o mientras nos recuerden, será interesante ver de qué lado se inclina esa otra balanza, Entonces nos tendrán sin cuidado los pesos y los pesadores, Neófito, hay muerte, La hay. Ricardo Reis ciñó la gabardina al cuerpo, Se está poniendo frío, me voy para casa, si quiere venir conmigo podremos charlar un poco más, No espera visitas, Hoy no, puede quedarse allí, como el otro día, También se siente solo esta noche, Hasta el punto de implorar compañía no, es sólo porque pienso que a veces a un muerto le gustará estar sentado en una silla, en una butaca, bajo techado, confortablemente, Usted, Ricardo, nunca fue irónico, Ni lo soy ahora. Se levantó, preguntó, Bueno, viene conmigo. Fernando Pessoa fue tras él, lo alcanzó en el primer farol, la casa quedaba abajo, al otro lado de la calle. Frente a la puerta había un hombre mirando hacia arriba, como si midiera las ventanas, por la inclinación del cuerpo, en pausa inestable, parecía ir de paso, había subido por la empinada fatigosa calle, cualquiera de nosotros diría al verlo que es un simple paseante nocturno, que los hay en esta ciudad de Lisboa, no todo el mundo se va a la cama con las gallinas, pero cuando Ricardo Reis se acercó más a él, notó de cara un violento olor a cebolla, era el agente Víctor, lo reconoció en seguida, hay olores que son así, elocuentes, cada uno vale por cien discursos, de los buenos y de los malos, olores que son como retratos de cuerpo entero, hábiles para dibujar e iluminar facciones, qué andará haciendo este tipo por aquí, y quizá porque estaba presente Fernando Pessoa no quiso hacer mala figura y tomó la iniciativa de la interpelación, En un lugar como éste, y a estas horas, señor Víctor, el otro respondió como pudo, no llevaba ninguna explicación dispuesta, estos agentes están aún en la infancia del arte policial, Pues ya ve, doctor, ya ve, por casualidad, fui a ver a una parienta que vive por ahí, en Conde Bardo, pobrecilla, ha atrapado una pulmonía, no salió Víctor mal del todo, Y usted, doctor, no vive ya en el hotel, con su torpe pregunta descubría el enredo, un hombre puede estar alojado en el Hotel Bragança y pasear de noche por el Alto de Santa Catarina, no hay incompatibilidad alguna, pero Ricardo Reis hizo como si no se diera cuenta y el otro tampoco pareció enterarse, No, ahora vivo aquí, en el segundo, Ah, esta exclamación melancólica, pese a su brevedad, expandió por los aires un sofocante hedor, por suerte tenía Ricardo Reis la brisa de espaldas, son misericordias del cielo. Víctor se despidió, lanzó una nueva vaharada, Bueno, pues que usted siga bien, doctor, y si necesita algo, ya lo sabe, no tiene más que hablar conmigo, aún el otro día el director adjunto me decía que si todo el mundo fuera como usted, tan correcto, tan educado, daría gusto trabajar, cuando le diga que le he visto, va a alegrarse, Buenas noches, señor Víctor, no podía responder menos, sería falta de educación, y su buen nombre le obligaba. Ricardo Reis atravesó la calle, tras él fue Fernando Pessoa, al agente Víctor le pareció ver dos sombras en el suelo, son efectos de luz refleja, espejismos, a partir de cierta edad los ojos no pueden deslindar lo visible de lo invisible. Víctor aún se quedó en la acera, ahora daba ya igual, a la espera de que se encendiera la luz del segundo piso, mera rutina, simple confirmación, de sobra sabía que Ricardo Reis vivía allí, no había tenido que caminar mucho ni interrogar nada, con la ayuda del gerente Salvador dio con los mozos de cuerda y llegó a esta calle y a esta casa, muy verdad es el dicho de que preguntando se va a Roma, y de Roma al Alto de Santa Catarina no hay más que un paso.