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Recuerda que allí se sentó en otros tiempos, tan distantes que llega a dudar si los vivió él mismo, O alguien por mí, tal vez con igual rostro y nombre, pero otro. Nota frío en los pies, húmedos, nota también que una sombra de infelicidad pasa sobre su cuerpo, no sobre el alma, repito, no sobre el alma, esta impresión es exterior, sería capaz de tocarla con las manos si no estuvieran ambas agarrando el mango del paraguas, innecesariamente abierto. Así se abstrae un hombre del mundo, así se ofrece a la risa de quien pasa y dice, Señor, que aquí abajo no llueve, pero la risa es franca, sin maldad, y Ricardo Reis sonríe por haberse distraído, sin saber por qué murmura los dos versos de João de Deus, célebres entre la infancia de las escuelas, Bajo aquella arcada se pasaba bien la noche. Vino por estar cerca y para comprobar, de paso, si el antiguo recuerdo de la plaza, nítido como un grabado a buril, o reconstruido por la imaginación para así parecerlo hoy, tenía correspondencia próxima con la realidad material de un cuadrilátero rodeado de edificios por tres lados, con una estatua ecuestre y real en medio, el arco del triunfo, que desde donde está no llega a ver, y al fin todo es difuso, brumosa la arquitectura, apagadas las líneas, será por el tiempo que hace, será por el tiempo que es, será por sus ojos ya gastados, sólo los ojos del recuerdo pueden ser agudos como los del gavilán. Van a dar las once, hay mucho movimiento bajo las arcadas, pero decir movimiento no quiere decir rapidez, esta dignidad tiene poca prisa, los hombres, todos con sombrero blando, los paraguas goteando, rarísimas las mujeres, y van entrando en las oficinas, es la hora en que empiezan a trabajar los funcionarios públicos. Se aleja Ricardo Reis en dirección a la Rua do Crucifixo, aguanta la insistencia de un vendedor ambulante que quiere colocarle un décimo para el próximo sorteo, Es el mil trescientos cuarenta y nueve, mañana sale, no fue éste el número premiado ni saldrá mañana, pero así suena el canto del augur, profeta con matrícula en la gorra.

Compre, señor, mire que si no compra se arrepentirá, mire que es una corazonada, y hay una fatal amenaza en la imposición. Entra en la Rua Garrett, sube al Chiado, hay cuatro mozos de cuerda recostados en el plinto de la estatua, no les importa la lluvia, es la isla de los gallegos, y luego deja de llover, llovía, ya no llueve, hay una claridad blanca detrás de la estatua de Camões, un nimbo, y vea lo que son las palabras, ésta tanto quiere decir lluvia, como nube, como círculo luminoso, y no siendo el vate Dios o santo, y habiendo parado de llover, fueron sólo las nubes, las que se afinaron al pasar, no imaginemos milagros como los de Ourique o Fátima, ni siquiera ese tan simple de que el cielo se muestre azul. Ricardo Reis va a los periódicos, ayer anotó las direcciones, antes de acostarse, en fin, no se ha dicho que durmió mal, extrañó la cama o extrañó la tierra, cuando se espera el sueño en el silencio de una habitación aún ajena, oyendo llover en la calle, cobran las cosas su verdadera dimensión, son todas grandes, graves, pesadas, engañadora es, sí, la luz del día hace de la vida una sombra recortada, sólo la noche es lúcida, pero el sueño la vence, tal vez para nuestro sosiego y descanso, paz al alma de los vivos. Va Ricardo Reis a los periódicos, va adonde siempre tendrá que ir quien de las cosas del mundo pasado quiera saber, aquí en el Barrio Alto por donde el mundo pasó, aquí donde dejó rastro de su pie, huellas, ramas partidas, hojas pisadas, letras, noticias, es lo que del mundo queda, el otro resto es la parte de invención necesaria para que de dicho mundo pueda también quedar un rostro, una mirada, una sonrisa, una agonía, Causó dolorosa impresión en los círculos intelectuales la muerte inesperada de Fernando Pessoa, el poeta de Orfeu, espíritu admirable que cultivaba no sólo la poesía en moldes originales, sino también la crítica inteligente, murió anteayer en silencio, como siempre vivió, pero, como las letras en Portugal no alimentan a nadie, Fernando Pessoa tuvo que buscar empleo en una oficina comercial, y, unas líneas más allá, junto a su tumba dejaron los amigos flores de añoranza. No dice más este periódico, otro dice lo mismo de distinta manera, Fernando Pessoa, el poeta extraordinario de Mensagem, poema de exaltación nacionalista, uno de los más bellos que se hayan escrito jamás, fue enterrado ayer, le sorprendió la muerte en un lecho cristiano del Hospital de San Luis, el sábado por la noche, en la poesía no era sólo él, Fernando Pessoa, era también Álvaro de Campos, y Alberto Caeiro, y Ricardo Reis, vaya, saltó ya el error, la falta de atención, el escribir de oídas, porque nosotros sabemos que Ricardo Reis es este hombre que está leyendo el periódico con sus propios ojos abiertos y vivos, médico, de cuarenta y ocho años de edad, uno más que la edad de Fernando Pessoa cuando se cerraron sus ojos, ésos sí, muertos, no deberían ser necesarias otras pruebas o certificados de que no se trata de la misma persona, y si aún queda alguna duda, que vaya quien dude al Hotel Bragança y hable con Salvador, que es el gerente, que pregunte si no se aloja allí un señor llamado Ricardo Reis, médico, llegado de Brasil, y él dirá que sí, El señor doctor no vino a comer, pero dijo que cenará aquí, si quiere dejar algún recado, yo personalmente me encargaré de dárselo, quién se atreverá ahora a dudar de la palabra de un gerente de hotel, excelente fisonomista y definidor de identidades. Pero, para que no nos quedemos sólo con la palabra de alguien a quien conocemos tan poco, aquí está este otro periódico que colocó la noticia en la página adecuada, la necrológica, e identifica por extenso al fallecido, Tuvo lugar ayer el funeral por el doctor Fernando Antonio Nogueira Pessoa, soltero, de cuarenta y siete años de edad, cuarenta y siete, fíjense bien, natural de Lisboa, graduado en Letras por la Universidad de Inglaterra, escritor y poeta muy conocido en los medios literarios, sobre el ataúd fueron colocados ramos de flores naturales, peor para ellas, pobrecillas, más rápido se marchitarán. Mientras espera el tranvía que lo ha de llevar a Prazeres, el doctor Ricardo Reis lee la oración fúnebre pronunciada al pie de la tumba, la lee cerca del lugar donde fue ahorcado, nosotros lo sabemos, va para doscientos veintitrés años, reinaba entonces Don João V, que no cupo en Mensagem, fue ahorcado, íbamos diciendo, un genovés, buhonero, que por causa de una pieza de droguete mató a uno de nuestros portugueses de una puñalada en la garganta, y luego hizo lo mismo con el ama del muerto, que muerta quedó allí del golpe, y a un criado le dio dos puñaladas no fatales, y a otro lo agarró como a un conejo y le vació un ojo, y si más no hizo fue porque al fin lo prendieron y aquí se cumplió la sentencia por ser cerca de la casa del muerto, con gran concurrencia, no se puede comparar con esta mañana de mil novecientos treinta y cinco, mes de diciembre, día treinta, con el cielo cargado, que sólo anda por la calle quien no puede evitarlo, aunque no llueva en este preciso instante en que Ricardo Reis, recostado en un farol en lo alto de la Calçada do Combro, lee la oración fúnebre, no del genovés, que no la tuvo, a no ser que como tal le sirvieran los denuestos del populacho, sino de Fernando Pessoa, poeta, inocente de muertes criminales, Dos palabras sobre su tránsito mortal, para él bastan dos palabras, o ninguna, quizá sería preferible el silencio, el silencio que ya lo envuelve a él y nos envuelve a nosotros, un silencio de las dimensiones de su espíritu, con él está bien lo que está cerca de Dios, pero tampoco debían, tampoco podían, los que fueron sus pares en el convivio de la Belleza, verlo descender a tierra, o mejor, ascender a las líneas definitivas de la Eternidad, sin manifestar la protesta tranquila, pero humana, el dolor que nos causa su partida, no podían sus compañeros de Orfeu, más que compañeros hermanos, que comulgan con el mismo ideal de Belleza, no podían, repito, dejarlo aquí, en la tierra extrema, sin haber al menos deshojado sobre su muerte gentil el lirio blanco de su silencio y de su dolor, lloramos al hombre que la muerte nos lleva, y con él la pérdida del prodigio de su convivencia y la gracia de su presencia humana, sólo al hombre, es duro decirlo, pues a su espíritu y a su poder creador, a ésos les dio el destino una extraña hermosura inmortal, lo que queda es el genio de Fernando Pessoa. Vaya, vaya, por suerte aún se encuentran excepciones en las regularidades de la vida, desde el Hamlet que andábamos diciendo, El resto es silencio, en definitiva, del resto es el genio quien se encarga, éste o cualquier otro. El tranvía llegó y partió ya, Ricardo Reis va sentado en él, solo en el banco, pagó su billete de setenta y cinco centavos, con el tiempo aprenderá a decir uno de siete y medio, y vuelve a leer la funérea despedida, no puede convencerse de que sea Fernando Pessoa el destinatario de ella, en verdad muerto, si consideramos la unanimidad de las noticias, sino a causa de las anfibologías gramaticales y léxicas que él abominaría, tan mal lo conocían para así hablarle o hablar de él, se aprovecharon de su muerte, estaba atado de pies y manos, pensemos en lo del lirio blanco y deshojado, como muchacha muerta de fiebre tifoidea, en aquel adjetivo, gentil, Dios mío, qué recuerdo tan ramplón, con perdón de lo vulgar de la palabra, cuando tenía allí mismo el orador la muerte sustantiva que debiera dispensar todo lo demás, en especial el resto, todo tan poco, y como gentil significa noble, caballero, gracioso, elegante, agradable, cortés, eso es lo que dice el diccionario, entonces la muerte podría ser calificada de noble, caballeresca o graciosa, o elegante, o agradable o cortés, cuál de éstas habrá sido la suya, si es que en el lecho cristiano del Hospital de San Luis le fue permitido elegir, quieran los dioses que haya sido agradable, pues con una muerte que lo fuese sólo la vida se perdería. Cuando Ricardo Reis llegó al cementerio, estaba sonando la campanilla del portalón, se difundía por los aires un sonido de bronce agrietado, como de quinta rústica, en la modorra de la siesta. En la lejanía, una carreta arrastrada a brazos balanceaba luctuosas cenefas, un grupo de gente oscura seguía al carro mortuorio, bultos cubiertos con chales negros y trajes masculinos de casamiento, algunos lívidos crisantemos en los brazos, otros ramos de ellos adornando los repechos superiores del féretro, ni las flores tienen un mismo destino. Se sumió la carreta en las profundidades, y Ricardo Reis fue a la administración, al registro de difuntos, a preguntar dónde estaba sepultado Fernando Antonio Nogueira Pessoa, fallecido el treinta del mes pasado, enterrado el día dos del corriente, albergado en este cementerio hasta el fin de los tiempos, cuando Dios ordene que los poetas despierten de su muerte provisional. El funcionario comprende que está ante persona ilustrada y de distinción, y explica solícito, da la calle, el número, que esto es como una ciudad, señor mío, y como se confunde en las indicaciones, sale a este lado del mostrador, viene afuera, e indica, ya definitivo, Siga por la alameda, sin desviarse nunca, vuelva hacia la derecha, luego siempre adelante, pero, cuidado, porque queda del lado derecho, a unos dos tercios de la longitud de la calle, la tumba es pequeña, es fácil no reparar en ella. Ricardo Reis agradeció las explicaciones, tomó los vientos que venían de la plaza sobre la mar y el río, no oyó que fueran gemebundos, como sería lógico en un cementerio, sólo aire ceniciento, húmedos los mármoles y las piedras calcáreas, por la reciente lluvia, y más verdinegros los cipreses, va bajando por la alameda como le indicaron, en busca de la cuatro mil trescientas setenta y una, la lotería que no saldrá mañana, que ya salió, y que no saldrá jamás, le tocó el destino, no la suerte. La calle baja suavemente, como un paseo, al menos los últimos pasos no fueron fatigosos, la última caminata, el final del acompañamiento, que a Fernando Pessoa nadie volverá a acompañarlo, si es que en vida lo hicieron realmente aquellos que de muerto lo siguieron. Ésta es la curva donde hay que doblar. Nos preguntamos qué hemos venido a hacer aquí, qué lágrima guardábamos para verter aquí, y por qué, si no las lloramos en su tiempo propio, quizá por haber sido entonces menor el dolor que la sorpresa, sólo después vino el dolor, sordo, como si todo el cuerpo fuese un único músculo pateado por dentro, sin mancha negra que mostrase el lugar del luto. A un lado y otro las tumbas tienen las puertas cerradas, cubiertas las vidrieras por cortinillas de encaje, blanco lienzo de Bretaña, como de sábanas, finísimas flores bordadas entre dos llantos, o tejidas en pesado croché por agujas como espadas desnudas, o richeliana, o ajur, maneras de hablar afrancesadas, pronunciadas sabe Dios cómo, igual que los chiquillos del Highland Brigade que ahora estarán lejos, navegando hacia el norte, por mares donde la sal de las lágrimas lusíadas es sólo de pescadores, entre las olas que los matan, o de gente suya, gritando en la playa, los hilos los hizo la compañía coats and clark, marca áncora, para no salirnos de la historia trágicomarítima. Ricardo Reis anduvo ya la mitad del camino, va mirando a la derecha, eterna añoranza, piadoso recuerdo, aquí yace, a la memoria de, iguales serían las del lado izquierdo si para él mirásemos, ángeles de alas derribadas, lacrimosas figuras, entrelazados dedos, pliegues compuestos, paños ordenados, columnas partidas, quizá las hagan ya así los canteros, o las entregarán enteras para que las rompan luego los parientes del difunto en señal de pesar, como quien, solemnemente, a la muerte del jefe, los escudos parte, y calaveras al pie de las cruces, la evidencia de la muerte es el velo con que la muerte se disfraza. Pasó Ricardo Reis ante la tumba que buscaba, ninguna voz lo llamó, pst, es aquí, y hay aún quien se empeña en afirmar que los muertos hablan, ay de ellos si no tuvieran una matrícula, un nombre en la piedra, un número como las puertas de los vivos, sólo para que sepamos encontrarlos valió la pena que nos enseñaran a leer, imagínese un analfabeto de los muchos que tenemos, sería preciso traerlo, decirle con nuestra voz, Es aquí, quizá nos mirara desconfiado, a ver si me están engañando, si por error nuestro, o por malicia, va a rezar a Montesco siendo Capuleto, o a Mendes siendo Gonçalves.