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Fuese por efecto de la grave conversación o por abuso del café, lo cierto es que Ricardo Reis no durmió bien. Despertó varias veces, en sueños le pareció oír los latidos de su propio corazón en la almohada donde apoyaba la cabeza, cuando despertaba se tendía de espaldas para dejar de oírlo, y luego, al poco rato, volvía a oír los latidos a este lado del pecho, encerrado en la jaula de las costillas, entonces le venían a la memoria las autopsias a que había asistido, y veía su corazón vivo, latiendo angustiadamente como si cada movimiento fuera el último, después volvía el sueño, difícil, al fin profundo cuando ya clareaba la mañana. Aún dormía cuando vino el repartidor a tirarle el periódico contra los cristales, no se levantó a abrir la ventana, cuando esto ocurre, el repartidor sube la escalera, deja las noticias sobre el felpudo, estas noticias encima, otras, de otro día, más antiguas, servían ahora para cubrir el polvo raspado por el esparto en las suelas de los zapatos, sic transit notitia mundi, bendito sea quien inventó el latín. Al lado, en el rincón del vano de la puerta, está la lechera con el medio litro diario, del asa de la puerta cuelga el saquito del pan, Lidia meterá todo eso dentro cuando llegue, pasadas ya las once, pues hoy es su día libre, aunque no consiguió venir antes pues en el último momento Salvador le mandó que limpiara y pusiera en orden tres habitaciones, gerente abusón. No tardará mucho, tiene que ir a ver a su abandonada madre, a saber noticias de su hermano, que fue a Porto navegando en el Afonso de Albuquerque y ha vuelto, Ricardo Reis la oyó entrar, la llamó con voz somnolienta y ella apareció en la puerta, aún con la llave, el pan, la leche y el periódico en las manos, dijo, Buenos días señor doctor, y él respondió, Buenos días, Lidia, así se habían saludado el primer día y así seguirán, nunca ella será capaz de decir, Buenos días, Ricardo, aunque él se lo pidiera, cosa que no hizo hasta hoy, ni hará, bastante confianza es recibirla así, desgreñado, con la barba crecida y hálito nocturno. Lidia fue a la cocina a dejar la leche y el pan, volvió con el periódico, luego volvió a la cocina para preparar el desayuno mientras Ricardo Reis desdoblaba y abría las hojas, sosteniéndolas cuidadosamente por los márgenes blancos para no mancharse los dedos, y levantándolas para no ensuciar el embozo de la sábana, son pequeños gestos maníacos que conscientemente cultiva como quien se rodea de balizas, de puntos de referencia, de fronteras. Al abrir el periódico recordó el movimiento idéntico que había hecho horas antes, y otra vez tuvo la sensación de que Fernando Pessoa había estado allí mucho más tiempo, como si la memoria tan reciente fuese en definitiva una memoria antiquísima, del día en que Fernando Pessoa, por haberse roto las gafas, le había pedido, Oiga, Reis, léame las noticias, las más importantes, Las de la guerra, No, ésas no valen la pena, las leeré mañana, son todas iguales, era en junio de mil novecientos dieciséis, y Ricardo Reis había escrito días antes la más extensa de sus odas, pasadas y futuras, la que empieza, Oí contar que antaño, cuando Persia. De la cocina llegó el aroma del pan tostado, se oían pequeños rumores de loza, luego los pasos de Lidia en el corredor, trae la bandeja, serena esta vez, y lo hace con el mismo gesto profesional, pero no tiene que llamar a la puerta, que está abierta. A este huésped de tantas semanas se le puede preguntar sin abuso de confianza, Parece que hoy se le han pegado las sábanas, He pasado una mala noche, con un insomnio de mil diablos, Seguro que salió, se acostó tarde, Ojalá hubiera sido así, pero la verdad es que no eran aún las doce cuando me acosté, ni salí de casa, Lidia lo creerá o no lo creerá, nosotros sabemos que Ricardo Reis ha dicho la verdad. La bandeja está sobre las rodillas del huésped de la doscientos uno, la camarera echa el café y la leche, acerca las tostadas, la mermelada, rectifica la posición de la servilleta, y es entonces cuando dice, Hoy no puedo quedarme mucho tiempo, voy a darle una pasada al piso y luego me voy, quiero ir a ver a mi madre, siempre se queja de que no aparezco por allí o de que voy a la carrera, hasta me preguntó si me he echado novio y si es para casarme. Ricardo Reis sonríe incómodo, no tiene nada qué decir, desde luego no era de esperar que dijera, Novio, aquí lo tienes, y, en cuanto a la boda, me alegra que hables de eso, un día de estos vamos a tratar de nuestro futuro, se limita a sonreír, a mirar hacia ella con expresión súbitamente paternal. Lidia se retiró hacia la cocina, no se llevaba ninguna respuesta, si es que la había esperado, aquellas palabras le habían salido de la boca sin querer, nunca su madre le había hablado de novios y enamorados. Ricardo Reis acabó de desayunar, empujó la bandeja hacia los pies de la cama, se acomodó para leer el periódico, El gran desfile corporativo demuestra que no es difícil establecer un entendimiento honrado y bienintencionado entre patronos y productores, prosiguió la lectura sesudamente, prestando poca atención al peso de los argumentos, en su intimidad no sabía si estaba de acuerdo o si dudaba, El corporativismo, el encuadramiento de clases en el ambiente y en el espacio al que cada una pertenece, son los medios propios para transformar las sociedades modernas, con esta receta de un nuevo paraíso terminó la lectura del editorial, después, con ojos inciertos, pasó a las noticias del extranjero, Mañana se realizará en Francia el primer escrutinio de las elecciones legislativas, Las tropas de Badoglio se preparan para reanudar el avance hacia Addis-Abeba, fue en este momento cuando apareció Lidia en el umbral, remangada, deseando saber, Vio ayer el globo, Qué globo, El zepelín, pasó justo por encima del hotel, No lo vi, pero lo estaba viendo ahora, en la página abierta del diario, el gigantesco, adamastórico dirigible, Graf Zeppelin, del nombre y el título de su constructor, conde Zeppelin, general y aeronauta alemán, ahí está, sobrevolando Lisboa, el río, las casas, la gente se para en las aceras, salen de las tiendas, se asoman a las ventanillas de los tranvías, vienen a los miradores, se llaman unos a otros para compartir la maravilla, siempre hay un gracioso que dice, Ya están los papanatas mirando el globo, en blanco y negro lo trae el periódico retratado, Aquí viene la foto, informó Ricardo Reis, y Lidia se acercó a la cama, tanto que él no pudo contenerse y le ciñó las caderas con el brazo libre, el otro sostenía el periódico, ella se echó a reír, Estése quieto, luego dijo, Hay que ver, qué grande, ahí aún parece mayor que al natural, y qué es esa cruz que lleva ahí atrás, Le llaman cruz gamada, o svástica, Es fea, Pues ya hubo mucha gente que la creyó la más bonita de todas, Parece una araña, Había religiones en Oriente para las que esta cruz representaba la felicidad y la salvación, Tanto, Tanto, Y por qué la han puesto en el rabo del zepelín, El dirigible es alemán, y la svástica es hoy el emblema de Alemania, De los nazis, Qué es lo que sabes tú de esto, Me lo contó mi hermano, Tu hermano el marinero, Sí, Daniel, no tengo otro, Ha vuelto ya de Porto, Aún no lo he visto, pero volvió ya, Cómo lo sabes, Su barco está frente al Terreiro do Paco, lo conozco bien, No quieres acostarte, Le prometí a mi madre que iría a comer con ella, si me acuesto llego con retraso, Sólo un poquito, va, luego te dejo ir, la mano de Ricardo descendió hasta la curva de la pierna, levantó la falda, pasó sobre la liga, tocó y acarició la piel desnuda, Lidia decía, No, no, pero empezaba a ceder, le temblaban las rodillas, fue entonces cuando Ricardo Reis se dio cuenta de que su sexo no reaccionaba, que no iba a reaccionar, era la primera vez que le ocurría el temido accidente, se sintió dominado por el pánico, lentamente retiró la mano, murmuró, Prepárame el agua, quiero tomar un baño, ella no comprendió, había empezado a desabrochar la cintura de la falda, la blusa, y él repitió, con una voz que bruscamente se había vuelto estridente, Quiero bañarme, prepárame el agua, tiró el diario al suelo, se metió bruscamente bajo las sábanas, estuvo a punto de tirar la bandeja del desayuno, Lidia lo miraba desconcertada, Qué he hecho, pensó, yo me iba a acostar, pero él continuaba vuelto de espaldas, las manos, que ella no podía ver, intentaban excitar el sexo desmayado, vacío de sangre, despojado de deseo, y se esforzaban ahora inútilmente, ahora con violencia, o rabia, o desesperación. Se retiró Lidia tristísima, se lleva la bandeja, va a lavar la loza,

vai-la lavar alva, pero antes enciende el calentador, pone el agua a correr hacia la pila, prueba la temperatura a la salida del grifo, luego se pasa las manos mojadas por los ojos mojados, Pero qué le he hecho, si yo me iba a acostar, hay malentendidos así, fatales, si él le hubiera dicho, No puedo, no estoy en forma, a ella no le habría importado, y hasta no siendo para eso quizá se hubiera acostado también, qué decimos, seguro que se acostaba, en silencio, y confortándolo ante aquel gran miedo, y quizá tuviera la conmovedora ocurrencia de poner la mano sobre el sexo de él, sin intención excitante, sólo como diciendo, No se preocupe, que eso no es la muerte, y, serenamente, se quedarían dormidos los dos, olvidada ya ella de que su madre la esperaba con la comida en la mesa, la madre le diría por fin al hijo marinero, Vamos a comer, que ahora con tu hermana no se puede contar, no parece la misma, ésas son las contradicciones e injusticias de la vida, ahí está Ricardo Reis, que no tendría ninguna razón para pronunciar esas últimas y condenatorias palabras. Lidia apareció en la puerta del cuarto, dispuesta a marcharse, dijo, Hasta la semana que viene, se siente desgraciada, él también se siente desgraciado, ella sin saber qué mal ha hecho, él sabiendo qué mal le aconteció. Se oye correr el agua, huele el vapor cálido que se expande por la casa, Ricardo Reis aún se queda unos minutos tumbado, sabe que es inmensa aquella pila, mar mediterráneo cuando está llena, al fin se levanta, se pone la bata por los hombros y, arrastrando las pantuflas, entra en el cuarto de baño, mira el espejo empañado, donde felizmente no puede verse, ésa debía ser, a ciertas horas, la caridad de los espejos, entonces pensó, Esto no es la muerte, le ocurre a todo el mundo, algún día me tenía que ocurrir a mí, cuál es su opinión, doctor, No se preocupe, le voy a recetar unas píldoras nuevas que le resolverán ese pequeño problema, lo que no tiene que hacer es emperrarse en dramatizar el caso, salga, pasee, distráigase, vaya al cine, puede considerarse incluso un hombre de suerte si realmente ésta ha sido la primera vez. Ricardo Reis cerró el grifo, se desnudó, templó con algo de agua fría el gran lago escaldador y se fue sumergiendo lentamente, como si renunciara al mundo del aire. Abandonados, los miembros eran impelidos hacia la superficie, flotaban entre dos aguas, también el sexo marchito se movía, preso, como un alga, por su raíz gesticulando, ahora no se atrevía Ricardo Reis a llevar la mano a él, a tocarlo, lo miraba sólo, era como si no le perteneciera, quién a quién, él es mío o soy yo quien le pertenezco, y no buscaba respuesta, preguntar ya era bastante angustia.