Recostado en las almohadas, Ricardo Reis abrió un libro, no el de Herbert Quain, dudaba si algún día iba a llegar al fin de la lectura, éste era el Desaparecido de Carlos Queirós, poeta que podría haber sido sobrino de Fernando Pessoa si el destino lo hubiera querido. Un minuto después se dio cuenta de que no estaba leyendo, tenía los ojos clavados en una página, en un único verso cuyo sentido se había cerrado de repente, singular muchacha esta Lidia, dice las cosas más simples y parece decirlas como si sólo mostrara la piel de otras palabras profundas que no puede o no quiere pronunciar, si yo no le hubiera dicho que he decidido ir a Fátima, probablemente no me habría hablado de Marcenda, o se quedaría callada, guardando el secreto por despecho o celos, es posible, lo demostró allá en el hotel, y estas dos mujeres, la huésped y la camarera, la rica y la pobre, qué conversaciones habría entre ellas, quizá hablaran de mí, sin sospechar la una de la otra, o, al contrario, sospechando y jugando de Eva a Eva, con tanteos y avances, fintas, insinuaciones leves, silencios tácitos, a no ser que, al revés, sea cosa de hombre este juego de damas bajo la cobertura del músculo violento, pudo ocurrir muy bien que un día Marcenda dijera simplemente, El doctor Ricardo Reis me dio un beso, pero de ahí no pasamos, y Lidia, simplemente, respondiera, Yo me acuesto con él, y me acosté antes de que me besara, luego seguirían charlando sobre la importancia y el significado de estas diferencias, Sólo me besa cuando estamos en la cama, antes y durante eso que ya sabe, nunca después, A mí me dijo, Voy a besarla, pero eso que dices que yo sé, sólo sé que se hace, no sé qué es, porque nunca me lo hicieron, Bueno, usted, señorita Marcenda, un día se casará, tendrá un marido, ya verá cómo es eso, Tú que lo sabes, dime si es bonito, Cuando una está enamorada, Y tú, lo estás, Lo estoy, Yo también, pero nunca volveré a verle, Podían casarse los dos, Si nos casáramos, tal vez dejara de amarle, Yo creo que lo querría siempre, la charla no acabó aquí, pero las voces se fueron convirtiendo en un murmullo secreto, estarán hablando quizá de íntimas sensaciones, flaqueza de mujeres, ahora, sí, es conversación de Eva a Eva, que se retire Adán, que está de más. Ricardo Reis desistió de leer, no bastaba ya su propia desatención, dio con una pescadera en la página, mayúscula, Oh Pescadera, pasa tú primero, que eres la flor de la raza, la gracia del país, no les perdonéis, Señor, que saben lo que hacen, terribles serían las discusiones poéticas entre tío y sobrino, Usted, Pessoa, Usted, Queirós, para mí lo que los dioses en su arbitrio me dejaron, la consciencia lúcida y solemne de las cosas y los seres. Se levantó, se puso la bata, robe de chambre en la más culta lengua francesa, y, de pantuflas, sintiendo en los tobillos la caricia de los faldones, fue en busca de Lidia. Estaba en la cocina, planchando, se había quitado la blusa para estar más fresca, y, viéndola así, blanca la piel, roja por el esfuerzo, pensó Ricardo Reis que le debía un beso, la cogió tiernamente por los hombros desnudos, la atrajo hacia sí, y, sin más pensamientos, la besó lentamente, dando tiempo al tiempo, a los labios espacio, y a la lengua, y a los dientes, quedó Lidia sin huelgos, por primera vez este beso desde que se conocían, ahora le podrá decir a Marcenda, si vuelve a verla, No me dijo Voy a besarte, pero me besó. Al día siguiente, tan temprano que creyó prudente buscar la colaboración del despertador, Ricardo Reis partió hacia Fátima. El tren salía de Rossio a las cinco y cincuenta y cinco minutos, y media hora antes de que el tren entrara en línea ya los andenes estaban llenos de gente, hombres y mujeres de toda edad cargados con cestos, sacos, mantas, garrafones, hablando en voz alta, llamándose unos a otros, Ricardo Reis había tenido la prudencia de sacar un billete de primera, con reserva, revisor saludando gorra en mano, escaso de equipaje, sólo un maletín, no había hecho caso de la advertencia de Lidia, Allá la gente tiene que dormir al raso, ya lo vería cuando llegara, seguro que se encuentra alojamiento cómodo para viajeros y peregrinos, si uno es gente de calidad. Sentado junto a la ventanilla, en confortable asiento, Ricardo Reis mira el paisaje, el gran Tajo, las orillas aún inundadas aquí y allá, ganado bravo pastando, sobre el lienzo brillante del río las fragatas de agua arriba, en dieciséis años de ausencia lo había olvidado, y ahora las nuevas imágenes se unían, coincidentes, a las imágenes que la memoria iba resucitando, como si aún ayer hubiera pasado por aquí. En las estaciones y apeaderos entra más gente, es un tren tranvía, en tercera no debe de quedar ni un sitio libre desde Rossio, gente entorpeciendo el paso en los corredores, probablemente había empezado ya la invasión de la segunda clase, pronto empezarán a aparecer por aquí, de nada sirve protestar, quien quiera sosiego y rueda libre que vaya en coche. Pasado Santarem, en la larga subida que lleva a Vale de Figueira, el tren resuella, lanza chorros rápidos de vapor, jadea, es mucha la carga, y va tan lento que daría tiempo a apearse, coger unas flores de los setos y, en una carrerilla, saltar al estribo. Ricardo Reis sabe que de los pasajeros que van en este departamento sólo dos no bajarán en Fátima. Los romeros hablan de promesas, disputan sobre quién lleva la primacía en número de peregrinaciones, hay quien dice, y quizá sea verdad, que en los últimos cinco años no ha faltado ni una vez, hay quien añade tal vez mintiendo que, por su parte, con ésta son ocho, por ahora nadie se ha envanecido de su amistad con la hermana Lucía, a Ricardo Reis estos diálogos le recuerdan las charlas de sala de espera, las tenebrosas confidencias sobre las bocas del cuerpo, donde todo bien se experimenta y todo mal acontece. En la estación de Mato de Miranda pese a que aquí nadie ha subido, hubo retraso, el respirar de la máquina se oía lejos, allá en la curva, sobre los olivares planeaba un inmenso sosiego. Ricardo Reis bajó el cristal, miró hacia fuera. Una vieja, descalza, vestida de oscuro, abrazaba a un mozuelo flaco, de unos trece años, y le decía, Hijito, hijito, estaban los dos a la espera de que el tren se pusiera de nuevo en marcha para poder atravesar la vía, éstos no iban a Fátima, la vieja había venido a esperar al nieto que vive en Lisboa, llamarle hijo fue sólo señal de amor, que, dicen los entendidos, no hay ninguno por encima de éste. Se oyó el pito del jefe de estación, silbó la locomotora, hizo pf, pf, pf, espaciadamente, aceleró poco a poco, ahora el camino era recto, parece como si fuera un exprés. Se abrió el apetito con el aire de la mañana, sacan los primeros fardeles, estando tan lejos aún la hora de la comida. Ricardo Reis va con los ojos cerrados dormita al vaivén del vagón, como en una cuna, sueña intensamente, pero cuando despierta no consigue recordar lo que soñó, piensa que no tuvo oportunidad de avisar a Fernando Pessoa de que iba a Fátima, qué pensará si se le ocurre aparecer por casa y no me encuentra, creerá que me he vuelto a Brasil, sin una palabra de despedida, la última. Después construye en la imaginación una escena, un lance en el que Marcenda es figura principal, la ve arrodillada, con las manos juntas, los dedos de la mano derecha entrelazados con los de la izquierda, sosteniéndola así en el aire, alzando el peso muerto, pasó la imagen de la Virgen Nuestra Señora y no ocurrió el milagro, no es extraño, mujer de poca fe, entonces se acerca Ricardo Reis, Marcenda se había levantado, resignada, y él entonces pone sobre su seno los dedos índice y corazón, juntos al lado del corazón, no fue preciso más, Milagro, milagro, gritan los peregrinos, olvidados de sus propios males, les basta el milagro ajeno, ahora afluyen, traídos en confusión o venidos por su difícil pie, los lisiados, los paralíticos, los tísicos, los llagados, los frenéticos, los ciegos, es toda la multitud que rodea a Ricardo Reis, implorando una nueva misericordia, y Marcenda, tras el bosque de cabezas aulladoras, alza los dos brazos y desaparece, criatura ingrata, se vio servida y ahora se va. Ricardo Reis abrió los ojos, sin creer que se había quedado dormido, preguntó al pasajero de al lado, Cuánto falta aún, Estamos llegando, pues sí, había dormido, y mucho.
En la estación de Fátima el tren quedó vacío. Hubo empujones de peregrinos a quienes ya había dado en el rostro el perfume sagrado, clamores de familias súbitamente divididas, la plaza frontera parecía un campamento militar en preparativos de combate. La mayor parte de esta gente hará a pie la caminata de veinte kilómetros hasta Cova de Iria, otras corren hacia las colas de las camionetas de servicio, son los de pierna renca y corto huelgo, que en este esfuerzo acaban de baldarse. Está limpio el cielo, el sol fuerte y cálido. Ricardo Reis buscó un sitio donde almorzar. No faltaban ambulantes vendiendo bollos, quesadas, cavaças de Caldas, higos secos, frutas del tiempo, cántaros de agua fresca, altramuces, piñones, almendras, pipas de girasol, pero de restaurantes nada merecedor de tal nombre, casas de comida pocas y a rebosar, tabernas donde ni entrar se puede, tendrá que recurrir a toda su paciencia antes de hacerse con tenedor, cuchillo y plato lleno. No obstante, obtuvo beneficio del fortísimo influjo espiritual que distingue a estos parajes, el caso es que, al verlo bien vestido, con aspecto de hombre urbano, hubo clientes que le dieron su vez, rústicamente, y gracias a esta cortesía pudo Ricardo Reis comer, antes de lo que esperaba, unos jureles fritos con patatas cocidas, aceite y vinagre, y luego unos huevos revueltos a la buena de Dios, que no había ni tiempo ni paciencia para más refinamientos. Bebió vino que podía ser de misa, comió un buen pan campesino, húmedo y pesado, y, tras dar las gracias a los compadres, salió en busca de transporte. La plaza se mostraba un poco más despejada, a la espera de otro tren, del sur o del norte, pero, venidos de lejos, a pie, no paraban de pasar peregrinos. Un autobús de línea atronaba con la bocina llamando roncamente para que ocuparan los últimos asientos vacíos, Ricardo Reis pegó una carrera, consiguió alcanzar un asiento, alzando la pierna por encima de los cestos, bultos y atadijos de mantas, excesivo esfuerzo para quien está en plena digestión y aplastado por el calor. Con muchas sacudidas pudo arrancar al fin el autobús, levantando nubes de polvo en la castigada carretera de alquitrán. Los cristales, sucios, apenas dejaban ver el paisaje ondulado, árido, bravío en algunos lugares, como de bosque virgen. El conductor tocaba la bocina sin descanso para abrirse paso entre los grupos de peregrinos lanzándolos hacia las cunetas, hacía molinetes con el volante para evitar los baches, y cada tres minutos escupía ruidosamente por la ventanilla abierta. El camino era un hormiguero de gente, una larga columna de peatones, pero también había carros de bueyes y tartanas, cada una con su andadura, a veces pasaba roncando un automóvil de lujo con chofer uniformado, señoras de edad vestidas de negro, de pardo ceniciento o azul nocturno, y caballeros corpulentos, con traje oscuro y el aire circunspecto de quien acaba de contar sus dineros y los halla acrecentados. El interior de los coches se podía ver cuando el veloz vehículo tenía que detener su marcha por estar taponado el camino por un numeroso grupo de romeros que llevan al frente, como guía espiritual y material, a su párroco, a quien hay que alabar por compartir de modo equitativo el sacrificio de sus ovejas, a pie como ellas, con los cascos en el polvo y la brida suelta. La mayor parte de esta gente va descalza, algunos llevan paraguas abiertos para defenderse del sol, son gente delicada de cabeza, que también la hay entre el pueblo, sujeta a desvanecimientos y deliquios. Se oyen cantos desafinados, las voces agudas de las mujeres suenan como un prolongado gemido, un llanto aún sin lágrimas, y los hombres, que casi nunca saben la letra, acentúan las sílabas tonantes sólo acompañando, especie de bajo continuo, a ellos no se les pide más, sólo que finjan. De vez en cuando aparece gente sentada en las lindes bajas, a la sombra de los árboles, descansando un poco, ganando fuerzas para el último trecho del camino, aprovechan la pausa para pegarle un bocado al pan con chorizo, a unos buñuelos de bacalao, a una sardina frita hace tres días en una aldea distante. Después vuelven al camino, más templados, las mujeres llevan en la cabeza los cestos de la comida, alguna da el pecho al niño mientras anda, y sobre toda esta gente cae el polvo en nubes al paso del autobús, pero nadie lo siente, nadie le da importancia, es lo que hace el hábito, al monje y al peregrino, el sudor resbala por la frente, abre surcos en el polvo, se llevan el dorso de la mano a la cara para limpiarse, todavía peor, esto ya no es suciedad, es roña. Con el calor, los rostros quedan negros, pero las mujeres no se quitan los pañuelos de la cabeza, ni los hombres se despojan de las chaquetas de paño grueso, no se desabrochan el cuello de la camisa, este pueblo tiene aún la memoria inconsciente de las costumbres del desierto, sigue creyendo que lo que protege del frío protege del calor, por eso se cubre por completo, como si se ocultara. En una revuelta del camino se agrupa la gente bajo un árbol, se oyen gritos, mujeres que se tiran de los pelos, se ve a un hombre caído en el suelo. El autobús aminora el paso para que los pasajeros puedan apreciar el espectáculo, pero Ricardo Reis dice, grita al conductor, Pare ahí, déjeme ver qué pasa, soy médico. Se oyen murmullos de protesta, los pasajeros tienen prisa por llegar a las tierras del milagro, pero acaban callándose por vergüenza de mostrarse inhumanos. Ricardo Reis se apeó, se abrió camino, se arrodilló en el polvo, junto al hombre, le buscó la arteria, estaba muerto. Está muerto, dijo, para decir sólo esto no valía la pena haber interrumpido el viaje. Sirvió para que redoblaran los llantos, la familia era numerosa, sólo la viuda, una vieja aún más vieja que el muerto, ahora sin edad, miraba con los ojos secos, apenas le temblaban los labios, las manos retorcían los flecos del chal. Dos hombres montaron en el autobús para comunicar lo ocurrido a la autoridad en Fátima, ella providenciará para que el muerto sea retirado de allí y enterrado en el cementerio más cercano. Ricardo Reis va sentado en su sitio, blanco ahora de miradas y atenciones, un señor doctor en este autobús, es gran consuelo una compañía así, aunque esta vez no haya servido de mucho, sólo para comprobar el óbito. Los hombres informaban a su alrededor, Venía ya malo, lo que tenía que haber hecho era quedarse en casa, pero se empeñó en venir, dijo que si lo dejábamos allí se colgaba de la viga de la cocina, vino de lejos, nadie escapa a su destino. Ricardo Reis asintió con la cabeza, ni se dio cuenta de que lo hacía, sí señor, el destino, confiemos en que bajo aquel árbol alguien alce una cruz para edificación de futuros viajeros, un padrenuestro por el alma de quien murió sin confesión ni santos óleos, pero camino ya del cielo desde que salió de casa, Y si este viejo se llamara Lázaro, y si se apareciera Jesucristo en la curva del camino, iba de paso para Cova de Iria, a ver los milagros, y lo vio todo, es lo que hace la experiencia, se abrió camino entre los mirones, a uno que protestaba, le dice, No sabe usted con quién está hablando, y acercándose a la vieja, que no es capaz de llorar, le dice, Déjame a mí, avanza dos pasos, hace la señal de la cruz, singular premonición la suya, sabiendo nosotros, dado que está aquí, que aún no fue crucificado, y clama, Lázaro, levántate y anda, y Lázaro se levantó del suelo, fue uno más, da un abrazo a la mujer, que al fin ya puede llorar, y todo vuelve a ser como antes, cuando al cabo de un rato llegue el furgón con los camilleros y la autoridad para levantar el cadáver, no faltará quien pregunte, Por qué buscáis al vivo entre los muertos, y dirán más, No está aquí, ha resucitado. En Cova de Iria, pese al esmero infinito, nunca hicieron nada semejante.