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Éste es el lugar. Se detiene el autobús, el escape suelta los últimos estampidos, hierve el radiador como las calderas del infierno, mientras bajan los pasajeros el conductor va a destornillar la tapa, protegiéndose las manos con un trapo, suben al cielo nubes de vapor, incienso de la mecánica, pebetero, con este sol tan fuerte no es de admirar que la cabeza desvaríe. Ricardo Reis se une al flujo de peregrinos, empieza a imaginar cómo será este espectáculo visto desde el cielo, hormigueros de gente avanzando desde todos los puntos cardinales y colaterales, como una enorme estrella, este pensamiento le hace alzar los ojos, o quizá fue el ruido de un motor lo que le llevó a pensar en alturas y visiones superiores. Allá arriba, trazando un amplio círculo, un avión lanzaba prospectos, serían oraciones para entonar a coro, serían recados de Dios Nuestro Señor, disculpándose tal vez por no poder venir hoy, diciendo que ha mandado a su Divino Hijo en su lugar, que ha hecho ya un milagro en la curva del camino, y de los buenos, descienden lentamente los papeles en el aire calmo, no corre una brisa, y los peregrinos, nariz en alto, lanzan las manos ansiosas hacia los prospectos blancos, amarillos, verdes, azules, tal vez allí se indique el itinerario hacia las puertas del paraíso, muchos de estos hombres y mujeres se quedan con los prospectos en la mano y no saben qué hacer con ellos, son los analfabetos, en gran mayoría en esta mística asamblea, un hombre vestido de zaragüelles pregunta a Ricardo Reis, le ha visto pinta de letrado, Qué pone aquí, señor, y Ricardo Reis responde, Es un anuncio de Bovril, el preguntador miró desconfiado, pensó si debía preguntar qué bovil era ése, luego dobló el papel en cuatro, lo metió en el bolsillo de la chaqueta, guarda lo inútil y encontrarás lo necesario, siempre servirá para algo una hoja de papel de seda.

Es un mar de gente. En torno de la gran explanada cóncava se ven centenares de toldos de lona bajo los que acampan millares de personas, hay cacerolas al fuego, perros que guardan los haberes, chiquillos llorando, moscas que todo lo aprovechan. Ricardo Reis circula entre los toldos, fascinado ante esta corte de los milagros que por su tamaño podría ser una ciudad, esto es un campamento de gitanos, no faltan los carros y las mulas, y los burros cubiertos de mataduras para consuelo de moscardones. Lleva en la mano el maletín, no sabe adónde dirigirse, no tiene un techo a su espera, aunque fuera uno de éstos, precario, ya se ha dado cuenta de que no hay pensiones por allí, hoteles mucho menos, y si, invisible desde aquí, hubiera alguna hospedería de peregrinos, a esta hora no habrá ya ningún catre disponible, reservados todos sabe Dios con qué anticipación. Que sea lo que Dios quiera. El sol abrasa, la noche está aún lejos y no se prevé que refresque excesivamente, si Ricardo Reis se desplazó a Fátima no fue para preocuparse de comodidades, sino para hacerse el encontradizo con Marcenda. La maleta no pesa mucho, contiene sólo cosas para arreglarse, la navaja de afeitar, el jabón, la brocha, unos calcetines, unos zapatos de suela gruesa, reforzada, que ahora va a tener que ponerse para evitar daños irreparables en estos de charol. Si Marcenda vino, no estará bajo estos toldos, la hija de un notario de Coimbra tendrá a su espera otros cobijos, pero, cuáles, dónde. Ricardo Reís salió en busca del hospital, abonándose a su calidad de médico pudo entrar, abrirse camino entre aquella confusión, por todas partes se veían enfermos tendidos en el suelo, en jergones, en camillas, amontonados por salas y corredores, aún así eran ellos los más callados, mientras que sus acompañantes eran causa de un continuo zumbido de oraciones, cortado de vez en cuando por profundos ayes, gemidos desgarradores, imploraciones a la Virgen, en un minuto se ampliaba el coro, ascendía, alto, ensordecedor, para convertirse de nuevo en un murmullo que tampoco iba a durar. En la enfermería había poco más de treinta camas, y los enfermos podrían muy bien ser unos trescientos, por cada uno acomodado según su condición, diez eran metidos donde se podía, para pasar, la gente tenía que alzar la pierna, afortunadamente nadie está hoy pensando en el mal de ojo, Me aojó, ahora quítemelo, y entonces se hacía el movimiento en sentido contrario, así quedaba borrado el maleficio, ojalá todos los males tuvieran tan buen remedio. Marcenda no está aquí, ni era de esperar que estuviese, no es enferma de cama, anda por su pie, su mal está en el brazo, si no quita la mano del bolsillo ni se nota. Aquí fuera el calor no es mayor, y el sol, felizmente, no apesta.

Ha ido creciendo la multitud, si es posible, parece que se reproduzca por sí misma, por cisiparidad. Es un enjambre negro gigantesco venido a la divina miel, zumba, murmura, crepita, se mueve lentamente, entorpecido por su propia masa. Es imposible encontrar a alguien en esta caldera, que no es la de Pedro Botero, pero quema, pensó Ricardo Reis, y sintió que se estaba resignando, encontrar o no encontrar a Marcenda le parecía ahora algo de mínima importancia, estas cosas, lo mejor es dejarlas al destino, ojalá él disponga que nos encontremos y así será aunque anduviéramos escondiéndonos el uno del otro, y le pareció una estupidez haberlo pensado con estas palabras, Marcenda, si vino, no sabe que estoy aquí, no se esconderá, pues, y son mayores las posibilidades de encontrarla. El aeroplano continúa dando vueltas, los papeles de color descienden planeando, ahora ya no los coge nadie, a no ser los que siguen llegando y ven aquella novedad, qué pena que no hayan puesto en el prospecto aquel anuncio del diario, mucho más convincente, con el doctor de la barbita y la dama enferma, en combinación, Si hubiera tomado Bovril, no estaría así, pero aquí, en Fátima, no falta gente en peorísimo estado, a ellos sí que les serviría de ayuda el frasco milagroso. Ricardo Reis se quitó la chaqueta, se quedó en mangas de camisa, abanica con el sombrero el rostro congestionado, de repente sintió las piernas pesadas de fatiga, fue en busca de una sombra, allí se dejó caer, algunos vecinos dormían la siesta, extenuados de la jornada de oraciones en el camino, cobrando fuerzas para la salida de la imagen de la Virgen, para la procesión de las velas, para la larga vigilia nocturna a la luz de hogueras y lamparillas. Dormitó también un poco, recostado en el tronco del olivo, la nuca apoyada en el musgo blando. Abrió los ojos, vio el cielo azul entre las ramas, y recordó al chiquillo flaco de aquella estación, a quien la abuela, por la edad debía de ser la abuela, decía, Hijito, hijito, qué estará haciendo ahora, seguro que se quitó los zapatos, es lo primero que hace cuando llega a la aldea, lo segundo es bajar al río, inútil será que le diga la abuela, No vayas que aún hace mucho calor, pero ni él la oye ni ella espera ser oída, los chicos de esta edad quieren ser libres, lejos de las faldas de las mujeres, apedrean a las ranas y no piensan en el mal que hacen, un día sentirán remordimientos, demasiado tarde, pues para estos y otros animalitos no hay resurrección. Todo parece absurdo a Ricardo Reis, el haber venido desde Lisboa a Fátima como quien viene tras un espejismo y nada más, el estar sentado a la sombra de un olivo a la espera de nada entre gente a quien no conoce, el pensar en un chiquillo entrevisto en una tranquila estación de ferrocarril, el deseo súbito de ser como él, de limpiarse las narices con la manga derecha, de chapotear en los charcos, de coger flores y disfrutar con ellas y olvidarlas, de robar fruta en los pomares, de huir de los perros llorando y gritando, de correr tras las chiquillas y alzarles la falda, porque a ellas no les gusta, o les gusta y hacen como si no les gustara, y él descubre que lo hace por gusto suyo inconfesado. Habré vivido realmente alguna vez, murmura Ricardo Reis, y el peregrino de al lado creyó que era una oración nueva, una oración que aún se está experimentando.