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Va cayendo el sol, pero el calor no mengua. En la inmensa plaza no cabe ya ni un alfiler, y no obstante, por la periferia avanzan continuas multitudes en un fluir ininterrumpido, un desaguar, lento a la distancia, pero aquí hay aún quien intenta alcanzar los mejores lugares, y lo mismo estarán haciendo los de allá. Ricardo Reis se levanta, va a dar una vuelta por las cercanías, y entonces, no por primera vez, pero ahora con más crudeza, ve la otra peregrinación, la del comercio y la mendicidad. Ahí están los pobres de pedir y los pedigüeños, distinción que no es meramente formal y que hay que establecer escrupulosamente, porque pobre de pedir es sólo un pobre que pide, mientras que pedigüeño es el que hace del pedir un modo de vida, y no es raro quien llega a rico por este camino. No se distinguen por la técnica, aprenden de la ciencia común, y tanto lloriquea uno como suplica el otro, la mano tendida, a veces las dos, exceso teatral al que resulta difícil resistirse, Una limosnita por el alma de sus difuntos, Dios Nuestro Señor se lo pagará, Tengan compasión de este ciego, y otros muestran la pierna ulcerada, el brazo tullido, pero no lo que buscamos, de súbito no sabemos de dónde vino el horror, esta letanía gemebunda, se habrán roto los portones del infierno, pues sólo del infierno puede haber salido un fenómeno así, y ahora son los vendedores de lotería pregonando el número de la suerte, con tal vocerío que no nos sorprendería que las oraciones suspendieran el vuelo a medio camino del cielo, hay quien interrumpe el padrenuestro porque tiene una corazonada y corre a comprar el tres mil seiscientos noventa y cuatro, y, sosteniendo el rosario en la mano distraída, palpa el billete como si estuviera calculando el peso y la promesa, deshace el nudo del pañuelo, saca los escudos requeridos, y vuelve a la oración en el punto en que la había interrumpido, el pan nuestro de cada día dánoslo hoy, con más esperanza. Se lanzan al ataque los vendedores de mantas, de corbatas, de pañuelos, de cestos, y los parados, con su tenderete colgando del cuello, ofreciendo postales ilustradas, no se trata precisamente de vender, primero reciben la limosna, entregan después la postal, es una manera de salvar la dignidad, éste no es un pedigüeño ni es pobre de pedir, si pide es sólo porque está sin trabajo, pero aquí tenemos una idea excelente, ponerles a todos los parados una bandeja al cuello y una tira de tela negra que diga, con todas las letras, y blancas para más resalte, Parado, así se facilitaba el recuento y evitaban que los olvidáramos. Pero, lo peor, porque ofende la paz de las almas y perturba la quietud del lugar, son los santeros, que son muchos y muchas, líbrese Ricardo Reis de pasar por allí, que se lanzarán sobre él metiéndole por la cara con insoportable griterío, Mire qué barato, mire que fue bendecido, la imagen de Nuestra Señora en bandejas, en esculturas, y manojos de rosarios, y crucifijos a gruesas, y medallitas a millares, el corazón de jesús y los dolores de maría, sagradas cenas, nacimientos, verónicas, y, siempre que la cronología lo permite, los tres pastorcitos con las manos juntas y arrodillados, uno de ellos es un chico, pero no consta en el registro hagiológico ni en el proceso de beatificación que se haya atrevido alguna vez a levantarles las faldas a las chicas. Toda la cofradía mercantil chilla posesa, ay del judas vendedor que, por artes rastreras, hurte un cliente al negociante vecino, entonces se rasga la bóveda del templo, caen del cielo plagas e injurias sobre la cabeza del prevaricador y desleal, Ricardo Reis no recuerda haber oído nunca tan sabrosa letanía, ni antes ni en Brasil, es una rama de la oratoria que se ha desarrollado mucho. Esta preciosa joya de la catolicidad resplandece por muchos fuegos, los del sufrimiento al que no queda más esperanza que venir aquí todos los años hasta que le toque el turno, los de la fe, que en este lugar es sublime y multiplicadora, los de la caridad en general, los de la propaganda de Bovril, los de la industria de santos y similares, los de la quincallería, los del estampado y tejido, los del comer y beber, los de pérdidas y hallazgos, propios o figurados, que en esto se resume todo, buscar y encontrar, por eso Ricardo Reis no para, buscar busca, lo que falta es saber si encontrará. Ha ido ya al hospital, recorrió los campamentos, cruzó la feria en todos los sentidos, ahora baja a la explanada rumorosa, se sumerge en la profunda multitud, asiste a los ejercicios, a los trabajos prácticos de la fe, a las oraciones patéticas, a las promesas que se cumplen arrastrándose de rodillas, con las rótulas sangrando, sostenida la penitente por los sobacos antes de que se desmaye de dolor e irrefrenable arrobo, y ve que han traído a los enfermos del hospital, dispuestos en formación, entre ellos pasará la imagen de la Virgen Nuestra Señora en sus andaderas cubiertas de flores blancas, y los ojos de Ricardo Reis van de rostro en rostro, buscan y no encuentran, es como estar en un sueño cuyo único sentido fuera precisamente no tenerlo, como soñar con una carretera que no tiene comienzo, con una sombra puesta en el suelo sin cuerpo que la produjera, con una palabra que el aire pronunció y que en el mismo aire se desarticula. Los cánticos son elementales, toscos, de sol y do, es un coro de voces trémulas y agudas, constantemente interrumpido y reanudado, El trece de mayo, en Cova de Iria, de súbito se hace un gran silencio, está saliendo la imagen de la capillita de las apariciones, se erizan las carnes y el pelo en la multitud, lo sobrenatural vino y sopló sobre doscientas mil cabezas, algo va a ocurrir. Tocados por un místico fervor, los enfermos tienden pañuelos, rosarios, medallas, con las que los levitas tocan la imagen y luego los devuelven al suplicante, y dicen los míseros, Nuestra Señora de Fátima dadme la vida, Nuestra Señora de Fátima permitid que ande, Señora de Fátima permitid que vea, Señora de Fátima permitid que oiga, Señora de Fátima sanadme, Señora de Fátima, Señora de Fátima, los mudos no piden, sólo miran, si aún tienen ojos, por más que Ricardo Reis aguza el oído no consigue oír, Señora de Fátima pon tu mirada en mi brazo izquierdo y cúrame si puedes, no tentarás al Señor tu Dios ni a Su Señora Madre, y, bien pensado, no se debería pedir sino aceptar, esto mandaría la humildad, sólo Dios sabe lo que nos conviene.

No hubo milagros. Salió la imagen, dio la vuelta y se recogió, los ciegos siguieron siendo ciegos, los mudos sin voz, los paralíticos sin movimiento, a los amputados no les crecieron los miembros, no disminuyó la desdicha de los tristes, y todos en lágrimas se recriminan y acusan, No fue bastante mi fe, mi culpa, mi máxima culpa. Salió la Virgen de su capilla con tan buen ánimo de hacer algunos hechos milagrosos, pero encontró fieles de fe inestable, en vez de ardientes zarzas trémulas lamparillas, así no puede ser, que vuelvan el año próximo. Empiezan a alargarse las sombras de la tarde, el crepúsculo se aproxima lentamente, también él con paso de procesión, poco a poco el cielo va perdiendo el vivo azul del día, ahora es color perla, pero en aquel lado, el sol, ya oculto tras las copas de los árboles, en las colinas distantes, explota en rojo, naranja y rojo, no es un remolino sino un volcán, parece imposible que todo eso ocurra en silencio en el cielo donde el sol está. Pronto será de noche, se van encendiendo las hogueras, callan los feriantes, los mendigos cuentan sus monedas, bajo los árboles se alimentan los cuerpos, se abren los fardeles desbastados, se muerde el pan duro, se lleva la bota o el pichel a la boca sedienta, esto es común a todos, las variantes del recipiente dependen de los posibles de cada uno. Ricardo Reis hace rancho con un grupo bajo un toldo, sin confianzas, sólo una hermandad ocasional, lo vieron llegar allí con aire de quien va perdido, el maletín en la mano, enrollada al brazo una manta que compró, reconoció Ricardo Reis que al menos un abrigo así le convendría, no fuera a refrescar la noche, y le dijeron, Gusta usted, señor, y él empezó diciendo, No, gracias, pero ellos insistieron, Ande, hombre, mire que es sin cumplidos, y era verdad como luego se vio, era un gran rancho aquel, gente toda de la parte de Abrantes. Este murmullo que se oye en Cova de Iria es tanto de la masticación como de las oraciones que aún siguen, mientras unos satisfacen el apetito del estómago consuelan otros las ansias del alma, luego alternarán aquéllos con éstos. En la oscuridad, a la luz débil de las hogueras, Ricardo Reis no encontrará a Marcenda, tampoco la verá más tarde, en la procesión de las velas, no la encontrará en el sueño, todo su cuerpo es fatiga, frustración, ganas de hundirse. Se ve a sí mismo como a un ser doble, el Ricardo Reis limpio, afeitado, digno, de todos los días, y este otro, también Ricardo Reis, pero sólo de nombre, porque no puede ser la misma persona el vagabundo de la barba crecida, ropas arrugadas, la camisa como un trapo, el sombrero manchado de sudor, los zapatos sólo polvo, pidiéndole uno al otro cuentas de esa locura de venir a Fátima sin fe, sólo por una irracional esperanza, Y si usted la viera, qué le iba a decir, imaginó la cara de tonto que pondría si ella apareciera de pronto con su padre o, peor aún, sola, con ese su aspecto, cree que una joven, aunque defectuosa, se enamora de un médico insensato, no entiende que aquello fueron sentimientos circunstanciales, a ver si se comporta con más cordura, y agradezca a Nuestra Señora de Fátima el no haberla encontrado, si es que realmente vino, nunca imaginé que fuera usted capaz de escenas tan ridículas. Ricardo Reis acepta con humildad las censuras, admite las recriminaciones y, con la vergüenza de verse tan sucio, inmundo, se echa la manta por la cabeza y sigue durmiendo. Allí cerca hay quien ronca tranquilamente, y detrás de aquel olivo grueso se oyen murmullos que no son oraciones, risitas que no suenan como un coro de ángeles, ayes que no parecen de espiritual arrobo. Clarea la mañana, hay madrugadores que se desperezan y se levantan a avivar el fuego, comienza un día nuevo, nuevos trabajos para ganar el cielo.