Mediada la mañana, Ricardo Reis decidió partir. No se quedó al adiós a la Virgen, su despedida estaba ya hecha. Pasó el avión dos veces y lanzó más prospectos de Bovril. El autobús llevaba pocos pasajeros, no le extraña, luego será la gran desbandada. En la curva del camino había una cruz de madera clavada en el suelo. No hubo milagro.
Llenos de fe en Dios y en Nuestra Señora, desde Afonso Henriques a la Gran Guerra, ésta es la frase que obsesiona a Ricardo Reis desde que volvió de Fátima, no recuerda si la ha leído en un periódico o en un libro, si la oyó en una homilía o en un discurso, o si estaba en la propaganda de Bovril, la forma le fascina tanto como el sentido, es una frase elocuente, estudiada para mover los sentimientos y enfervorizar los corazones, receta de sermón, aparte de que, por su expresión sentenciosa, es prueba irrefutable de que somos un pueblo elegido, otros hubo en el pasado, otros habrá en el futuro, pero ninguno por tanto tiempo, ochocientos años de fianza ininterrupta, de intimidad con los poderes celestiales, es verdad que llegamos con retraso a la construcción del quinto imperio, se nos adelantó Mussolini, pero no se nos escapará el sexto, o el séptimo, todo es cuestión de paciencia, y paciencia tenemos de sobra, por natural naturaleza. Que estamos en buen camino es lo que se deduce de la declaración de su excelencia el señor presidente de la República, general Antonio Oscar de Fragoso Carmona, en estilo que bien podría patentarse para formación de futuros supremos magistrados de la nación, dijo así, Portugal es hoy conocido en todas partes y así vale la pena ser portugués, sentencia ésta que no queda muy atrás de la primera, ambas llenas de enjundia, que no nos falte nunca el apetito de universalidad, esa voluptuosidad de andar en bocas del mundo después de haber andado por los mares, aunque sea apenas para jactarnos como el más fiel aliado, no importa de quién, aunque por tan poco nos quieran lo que cuenta es la fidelidad, cómo íbamos a vivir sin ella. Ricardo Reis, que vino de Fátima cansado y quemado del sol, sin nuevas de milagro o de Marcenda, y que pasó luego tres días sin salir de casa, volvió a entrar en el mundo exterior por la puerta grande de la patriótica afirmación del señor presidente. Periódico en mano fue a sentarse a la sombra de Adamastor, estaban allí los viejos viendo llegar los barcos que venían a la tierra prometida de que tanto hablaban las naciones, y no entendían por qué entraban tantos, empavesados, haciendo sonar las festivas sirenas, con la marinería alineada en los combeses en posición de firmes, al fin se hizo la luz en los espíritus de estos vigías cuando Ricardo Reis les dio el periódico ya leído y aprendido, ha valido la pena esperar ochocientos años para sentir el orgullo de ser portugués. Desde el Alto de Santa Catarina ocho siglos te contemplan, oh mar, los dos viejos, el gordo y el flaco, se secan una lágrima furtiva, sintiendo no poder quedarse por toda la eternidad en este mirador viendo entrar y salir los barcos, eso es lo que sienten, no la brevedad de sus vidas. Desde el banco donde está sentado, Ricardo Reis asiste a una escena de amor entre un soldado y una criada, con mucho juego de manos, él pasándose y ella dándole palmaditas excitantes. El día está como para cantarle aleluyas, que son los evoés de quien no es griego, los planteles están cubiertos de flores, todo más que suficiente para sentirse un hombre feliz si el alma no alimenta insaciables ambiciones. Ricardo Reis hace el inventario de las suyas, comprueba que nada ambiciona, que es contento bastante contemplar el río y los barcos que en él hay, los montes y la paz que hay en ellos, y sin embargo no siente dentro de sí la felicidad, sino el sordo roer de un insecto que le muerde sin parar, Es el tiempo, murmura, y luego se pregunta cómo se sentiría ahora si hubiera encontrado a Marcenda en Fátima, si, como se suele decir, hubieran caído el uno en brazos del otro, A partir de hoy no nos separaremos nunca, cuando te creía perdida para siempre comprendí realmente cuánto te amaba, y ella respondía con palabras semejantes, pero luego de decir esto no saben qué más decir, aunque corrieran a meterse tras un olivo y allí, por cuenta propia, repitieran los murmullos, las risitas y los ayes de todos, Ricardo Reis duda, otra vez, de lo que iban a hacer después, vuelve a oír en los huesos la trituración del insecto, No hay respuesta para el tiempo, estamos en él y asistimos, nada más. Los viejos han leído ya el diario, y echan suertes a ver quién se lo lleva a casa, hasta al que no sabe leer le viene bien el premio, este papel es lo ideal para forrar cajones.
Aquella tarde, al entrar en el consultorio le dijo la señorita Carlota, Hay carta para usted, doctor, está en la mesa de su despacho, y Ricardo Reis sintió un golpe en el corazón, o en el estómago, que en estas ocasiones todos perdemos la sangre fría, y no la podemos localizar, a pesar de la pequeña distancia que separa el estómago del corazón, y más estando en medio el diafragma, que tanto se resiente de los latidos de éste como de las contracciones de aquél, Dios, si fuera hoy, con lo que lleva aprendido, haría menos complicado el cuerpo. La carta es de Marcenda, tiene que ser de ella, la ha escrito para decir que no pudo ir a Fátima, o que fue y que lo vio de lejos, que le llamó con el brazo sano, dos veces desesperada, porque él no la veía y porque la Virgen no le había curado el brazo malo, ahora, amor mío, te espero en la Quinta de las Lágrimas, si es que aún me quieres. La carta es de Marcenda, allí está, centrada en rectángulo del secante verde, el sobre, de un violeta desvaído, visto desde la puerta parece blanco, es un fenómeno de óptica, una ilusión, se aprende en el bachillerato, azul y amarillo dan verde, verde y violeta dan blanco, blanco y ansiedad dan palidez. El sobre no es violeta ni viene de Coimbra. Ricardo Reis lo abrió, lentamente, hay una hojita de papel, escrita en pésima caligrafía, letra de médico, Querido colega, por la presente le comunico que, por hallarme felizmente recuperado de mi enfermedad, me haré cargo de la consulta a partir del día uno del próximo mes, aprovecho la oportunidad para expresarle mi profundo reconocimiento por su amabilidad al hacerse cargo de esta sustitución durante mi transitoria incapacidad, al tiempo que formulo votos por que halle rápidamente un lugar que le permita aplicar su gran saber y competencia profesional, había unas cuantas líneas más, pero eran cumplidos y saludos como los que cierran todas las cartas. Ricardo Reis releyó las elaboradas frases, apreció la elegancia del colega, que transforma el favor que le hizo en favor que le ha sido hecho, puede así salir de la clínica con la cabeza muy alta, hasta podrá mostrar la carta como referencia cuando busque trabajo, fíjese, podrá decir, gran saber y competencia profesional, no es una carta de recomendación, es una credencial, un atestado de buenos y leales servicios, como el que un día el Hotel Bragança hará a su ex camarera Lidia si ella los deja para trabajar en otro lado o para casarse. Se puso la bata blanca, mandó entrar al primer enfermo, hay cinco más a la espera, ya no tendrá tiempo de curarlos, ni el estado de salud de ellos es tan grave que, por así decirlo, se le vayan a morir en las manos en estos doce días que faltan para el fin de mes, sírvanos esto al menos de consuelo.
Lidia no ha aparecido. Cierto es que aún no ha llegado su día libre pero, habiéndole advertido que el viaje a Fátima sería sólo de ida y vuelta, y sabiendo que Ricardo Reis podía haber encontrado allí a Marcenda, podía interesarse al menos por su amiga y confidente, si está bien, si se le curó lo del brazo, en media hora llegaba al Alto de Santa Catarina y volvía, o, aún más cerca y más rápido, cuando Ricardo Reis estaba en su consulta en Camões, perdone que venga a interrumpirle el trabajo, sólo quería saber noticias de la señorita Marcenda, si está bien, si se le curó lo del brazo. No vino, no preguntó, de nada sirvió que Ricardo Reis la hubiera besado sin que lo perturbara el fuego de los sentidos, quizá pensó que con ese beso la estaba comprando, si es que tales reflexiones pueden ocurrírsele a gente de baja condición, como es el caso. Ricardo Reis está solo en casa, sale para comer y cenar, ve desde la ventana el río, y a lo lejos Montijo, el montón de pedruscos de Adamastor, los viejos puntuales, las palmeras, baja de tiempo en tiempo al jardín, lee dos páginas de un libro, se acuesta temprano, piensa en Fernando Pessoa, que ya murió, también en Alberto Caeiro, desaparecido en la flor de la edad y de quien tanto se esperaba, en Álvaro de Campos, que se fue a Glasgow, por lo menos eso decía el telegrama, y probablemente va a quedarse allí, construyendo barcos hasta el fin de su vida o hasta que le jubilen, se sienta de vez en cuando en la butaca de un cine, a ver El pan nuestro de cada día, de King Vidor, o Treinta y nueve escalones, con Robert Donat y Madeleine Carrol, y no resistió la tentación de ir al São Luis a ver Audioscópicos, cine en relieve, como recuerdo se trajo a casa las gafas de celuloide que hay que ponerse, verde por un lado, encarnado el otro, estas gafas son un instrumento poético, para ver ciertas cosas no bastan los ojos naturales.
Se dice que el tiempo no se detiene, que nada para su incesante caminata, y se dice con estas mismas palabras, siempre repetidas, y no obstante no falta quien se impaciente con su lentitud, veinticuatro horas para que pase un día, fíjese, y cuando se llega al final se da uno cuenta de que no ha valido la pena, al día siguiente vuelve a ser igual, sería mejor saltar por encima de las semanas inútiles para vivir una sola hora de plenitud, un minuto fulgurante, si es que el fulgor puede durar tanto. Ricardo Reis anda pensando en volverse a Brasil. La muerte de Fernando Pessoa le había parecido suficiente razón para atravesar el Atlántico tras dieciséis años de ausencia, para quedarse aquí, viviendo de la medicina, escribiendo algún poema, envejeciendo, ocupando, en cierto modo, el lugar de aquel que había muerto, aunque nadie se diera cuenta de la sustitución. Ahora duda. Este país no es suyo, si de alguien es, tiene una historia llena de fe sólo en Dios y en Nuestra Señora, es un retrato al minuto, aplastado de facciones, no se le ve el relieve ni siquiera con las gafas de los Audioscópicos. Fernando Pessoa, o eso a lo que da tal nombre, sombra, espíritu, fantasma, pero que habla, oye, comprende, sólo que ya no sabe leer, Fernando Pessoa aparece de vez en cuando para decir una ironía, sonreír benévolo, y luego se va, no valía la pena haber venido por él, está en otra vida pero está igualmente en ésta, cualquiera que sea el sentido de la expresión, ninguno propio, todos figurados. Marcenda ha dejado de existir, vive en Coimbra, en una calle desconocida, consume uno por uno sus días incurables. Tal vez, si a tanto ha llegado su osadía, haya escondido las cartas de Ricardo Reis en un rincón del sótano, o en el forro de un mueble, o en un cajón secreto del que ya su madre se habría servido a escondidas, o, comprándola, en el baúl de una criada que no sabe leer y que parece de fiar, tal vez las relea como quien rememora un sueño del que no quiere olvidarse, sin darse cuenta de que nada hay en común entre el sueño y la memoria de él. Lidia vendrá mañana, porque siempre viene en sus días de descanso, pero Lidia es el aya de Ana Karenina, sirve para arreglar la casa y para ciertas faltas, aunque, ironía suprema, llene con ese poco toda la parte llenable de vacío, para el resto ni el universo entero bastaría, de creer lo que Ricardo Reis piensa de sí mismo. A partir del uno de junio queda sin trabajo, tendrá que volver a recorrer las clínicas en busca de vacante, de una sustitución, sólo para que cueste menos pasar los días, no tanto por el dinero que va a ganar, afortunadamente aún no le falta, hay ahí un fajo intacto de libras inglesas, sin contar con lo que aún no ha retirado del banco brasileño. Juntándolo todo, sería más que suficiente para montar consultorio propio y empezar de raíz con una nueva clientela, ahora sin veleidades de cardiólogo y tisiólogo, limitándose a la buena y ecuménica medicina general de la que en general tanto precisamos. Y hasta podría darle empleo a Lidia para que atienda a los enfermos, Lidia es inteligente, dispuesta, en poco tiempo estaría capacitada, con algo de estudio dejaría de hacer faltas de ortografía, y se libraba de aquella vida de camarera de hotel. Pero esto no es sueño siquiera, sino simple devaneo de quien se entretiene con el pensamiento ocioso, Ricardo Reis no irá a buscar trabajo, lo mejor es volver a Brasil, tomar el Highland Brigade en su próximo viaje, restituir discretamente The god of the labyrinth a su legítimo propietario, nunca O’Brien sabrá cómo ha vuelto a aparecer este libro desaparecido.