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Precisamente de aviones y sus artes se va a tratar ahora en esta ciudad capital, después de haberse comportado la marina tan lamentablemente, y dicho sea de paso, dado que no vamos a volver sobre el asunto que, pese a la diligencia de los Víctores, está aún por saber quiénes fueron los de la sedición, que el caso del João de Lisboa no puede haber sido obra sólo de un calafate o remachador. Estando, pues, a la vista de todos que las nubes de la guerra se van adensando en los cielos de Europa, el gobierno de la nación ha decidido, por la vía del ejemplo, que es de todas las lecciones la mejor, explicar a los moradores cómo deberán proceder y proteger sus vidas en caso de bombardeo aéreo, sin llevar no obstante la verosimilitud hasta el punto de identificar al enemigo posible, pero dejando en el aire la sospecha de que sea el hereditario, es decir el castellano ahora rojo, puesto que, siendo tan corto aún el radio de acción de los aviones modernos, no es de prever que nos ataquen aviones franceses, ingleses mucho menos, que además son nuestros aliados y, en cuanto a italianos y alemanes, han sido tantas sus pruebas de amistad hacia este pueblo hermanado por un ideal común, que más bien esperaríamos de ellos auxilio si preciso fuera y nunca exterminio. Así pues, por medio de la radio y los periódicos ha anunciado el gobierno que el próximo día veintisiete, víspera del décimo aniversario de la Revolución Nacional asistirá Lisboa a un espectáculo inédito, a saber, un simulacro de ataque aéreo a una parte de la Baixa o, en términos de mayor rigor técnico, a la demostración de un ataque aéreo-químico que tendrá por objetivo la destrucción de la estación de Rossio y la interdicción del acceso a esa estación por medio de gases. Vendrá primero un avión de reconocimiento que sobrevolará la ciudad y lanzará una señal de humo sobre la estación de Rossio para marcar la posición del objetivo. Afirman ciertos espíritus negativamente críticos que los resultados serían incomparablemente más eficaces si los bombarderos lanzaran sus bombas sin aviso, pero se trata de personas de perversión declarada, y desdeñosas de las leyes de la caballerosidad bélica, que especifican con precisión que no se debe atacar al enemigo sin notificación previa. Así, apenas el humo empieza a elevarse en los aires, la artillería dispara un cañonazo, señal para que las sirenas empiecen a sonar, y con esta alarma, que no sería posible ignorar, se desatan las providencias, tanto las de la defensa activa como las de la pasiva. Policía, Guardia Nacional Republicana, Cruz Roja y bomberos entran inmediatamente en acción, el público es obligado a retirarse de las calles amenazadas, que son todas las de los alrededores, mientras los equipos de salvamento y de socorro corren febriles a los lugares de peligro, y los vehículos de los bomberos se dirigen a los previsibles focos de incendios manguera en ristre, por así decirlo. Entretanto se ha marchado el avión de reconocimiento, seguro ya de que la señal de humo está donde debe estar y de que ya se encuentran congregados los salvadores, entre los que se halla, como a su tiempo veremos, el actor de teatro y cine Antonio Silva, al frente de sus bomberos voluntarios, que son los de Ajuda. Puede al fin avanzar la aviación de bombardeo enemiga, constituida por una escuadrilla de biplanos, de esos que tienen que volar bajo por estar la carlinga abierta a la lluvia y a los cuatro vientos, entran en acción las ametralladoras y la defensa antiaérea, pero al ser de ficción este ejercicio, ningún avión es derribado, y los aparatos hacen pasadas y rizos impunes cerca de las nubes, ni siquiera tienen que simular el lanzamiento de bombas explosivas o de gases, ellas son las que por sí mismas estallan aquí abajo, en la Praça dos Restauradores, que no la salvaría el patriótico nombre si la cosa fuera en serio. Tampoco tuvo salvación una fuerza de infantería que se dirigía a Rossio, diezmada hasta el último hombre, aún hoy está por saber qué diablos iba a hacer una fuerza de infantería en un lugar que, según el humanitario aviso del enemigo, iba a ser bombardeado, como luego se vio, esperemos que este lamentable episodio, vergüenza de nuestro ejército, no caiga en el olvido, y que el estado mayor sea sometido a consejo de guerra y condenado a un fusilamiento colectivo, sumario. Se extenúan los equipos de salvamento y socorro, camilleros, enfermeros, médicos, luchando abnegadamente bajo el fuego para recoger los muertos y salvar a los heridos, pintarrajeados éstos de mercuriocromo y tintura de yodo, envueltos en vendas y ligaduras que luego lavarán para usarlas otra vez, cuando los heridos lo sean de verdad, aunque tengamos que esperar treinta años. Pese a los esfuerzos heroicos de la defensa, los aviones enemigos regresan en una segunda oleada, alcanzan con bombas incendiarias la estación de Rossio, entregada ahora a la voracidad de las llamas, un montón de escombros, pero la esperanza de victoria final no se ha perdido para los nuestros porque, en su pedestal, con la cabeza descubierta, continúa, milagrosamente incólume, la estatua del rey Don Sebastián. La destrucción alcanza otros lugares, se transformaron en nuevas ruinas las ruinas viejas del convento del Carmen, del Teatro Nacional salen grandes columnas de humo, se multiplican las víctimas, por todas partes arden casas, las madres llaman a gritos a sus hijos, los niños llaman a sus madres, de maridos y padres nadie se acuerda, es la guerra, ese monstruo. Allá en el cielo, satánicos, los aviadores celebran el éxito de su misión bebiendo copas de Fundador, y confortando de paso los miembros ateridos, ahora que la fiebre del combate se va apagando. Toman notas, diseñan croquis, sacan fotografías para su parte de guerra, y luego, oscilando las alas con escarnio, se alejan hacia Badajoz, ya nos parecía que habían entrado por el lado de Caia. La ciudad es un mar de llamas, los muertos se cuentan por millares, éste fue el nuevo terremoto. Entonces disparan los antiaéreos el último cañonazo, vuelven a sonar las sirenas, se ha acabado el ejercicio. La población abandona los sótanos y refugios camino de sus casas, no hay muertos ni heridos, los edificios están en pie, fue todo un juego.

Este es el programa completo del espectáculo. Ricardo Reis, que asistió de lejos a los bombardeos de Urca y Praia Vermelha, tan de lejos que podría haberlos tomado por ejercicios como éste, para adiestramiento de pilotos y para que la población se entrene en la huida, lo peor fue que los periódicos, al día siguiente, daban la noticia de muertos reales y heridos verdaderos, Ricardo Reis decide ver con sus propios ojos el escenario y los actores, alejándose del centro de operaciones para no perjudicar la verosimilitud, por ejemplo, desde el alto corredor del ascensor de Santa Justa. Otros lo habían pensado antes, cuando Ricardo Reis llegó ya no se cabía, fue descendiendo Calcada do Carmo abajo, y parecía que fuera de romería, si fueran otros los caminos, de polvo y alquitrán, creería que de nuevo lo llevaban sus pasos a Fátima, son todo cosas del cielo, aviones, pasarolas o apariciones. No sabe por qué le ha venido a la memoria la pasarola del padre Bartolomeu de Gusmão, primero no lo supo, pero luego, tras reflexionar y buscar en el recuerdo admitió que, por una asociación subracional de ideas, había pasado de este ejercicio de hoy a los bombardeos de Praia Vermelha y Urca, y de ellos, para que todo fuera brasileño, al padre volador, llegando al fin a la pasarola que lo inmortalizó, aunque no volara nunca pese a que alguien haya dicho o venga a decir lo contrario. Desde lo alto de la escalera que en dos tramos baja a la Rua Primeiro de Dezembro, ve que hay una multitud en Rossio, no creía que permitieran a los espectadores acercarse tanto a las bombas y los petardos, pero se deja arrastrar por la corriente de curiosos que acuden festivos al teatro de la guerra. Cuando entró en la plaza vio que la congregación era aún mayor de lo que antes le pareciera, ni se puede dar un paso, pero Ricardo Reis tuvo tiempo de aprender los trucos del país, y va diciendo, Perdón, perdón, déjenme pasar, soy médico, y no es que no sea verdad, pero la más falsa de las mentiras es precisamente la que se sirve de la verdad para satisfacción y justificación de sus vicios. Gracias a este truco consigue llegar a las primeras filas, desde allí lo podrá ver todo. Aún no hay señal de aviones, pero las fuerzas de policía están nerviosas, los mandos, en el espacio libre frontero al teatro y a la estación, dan órdenes e instrucciones, acaba de pasar un automóvil oficial, lleva dentro al ministro del Interior y a gente de su familia, no faltan las señoras, otras lo siguen en varios coches, van a asistir al ejercicio desde las ventanas del Hotel Avenida Palace. Súbitamente, se oye el cañonazo de aviso, aúllan afligidas las sirenas, las palomas de Rossio se levantan en bandada haciendo restallar las alas como cohetes, algo ha fallado en lo dispuesto, son las precipitaciones de principiante, primero tenía que venir el avión enemigo a soltar su bomba de humo, y, luego, es cuando las sirenas tenían que entonar su coro plañidero y disparar la artillería, es igual, con todos estos adelantos de la ciencia vendrá un día en que las bombas nos llegarán desde diez mil kilómetros de distancia, y ya sabremos lo que el futuro nos reserva. Apareció al fin el avión, la multitud ondea, se alzan los brazos, Allá, allá viene, se oye un sonido hueco, la explosión, y una columna de humo negro empieza a ascender, la excitación es general, la ansiedad enronquece las palabras, los médicos se colocan los estetoscopios en los oídos, los enfermeros preparan las jeringuillas, los camilleros escarban el suelo impacientes. A lo lejos se oye el rugido continuo de los motores de las fortalezas volantes, se acerca el instante, los espectadores más asustadizos se preguntan si esto, en definitiva, no acabará en serio, algunos se alejan, se ponen a salvo, se refugian en los portales por miedo a la metralla, pero la mayoría no cede y, comprobada la inocuidad de las bombas, la multitud se doblará en poco tiempo. Estallan los petardos, los militares se ponen las máscaras de gas, no hay para todos pero lo importante es dar impresión de realidad, sabemos desde el principio quién muere y quién se salva en el ataque químico, aún no ha llegado el tiempo de un final para todos. Hay humo por todas partes, los espectadores estornudan, de la parte de atrás del Teatro Nacional parece alzarse un volcán turbulento y negro, exactamente como si estuviera ardiendo. Pero es difícil tomar esto en serio. Los policías empujan a los espectadores que intentan avanzar y dificultan los movimientos de los salvadores, y hasta se ven heridos, llevados en camillas, que, olvidando el dramático papel que les enseñaron, se ríen como locos, probablemente han respirado gas hilarante, los propios camilleros tienen que parar para limpiarse las lágrimas, que son de pura alegría, no de gas lacrimógeno. Y, el colmo ya, cuando está todo el mundo viviendo mejor o peor la verdad del imaginario peligro, aparece un barrendero municipal con su carrito metálico y su escoba arrastrando los papeles a lo largo de la acera, recogiéndolos con la pala, recoge también la basura menuda y lo mete todo en el carro y sigue, ajeno al barullo, al tumulto, a las carreras, entra en las nubes de humo y sale de ellas ileso, ni siquiera levanta la cabeza para ver los aviones españoles. Un episodio basta por lo general, dos son demasiado, pero la historia se cuida muy poco de las reglas de la composición literaria, por eso hace avanzar ahora a un cartero con su saco de correspondencia, el hombre cruza pacíficamente la plaza, tiene que entregar las cartas, cuánta gente las estará esperando ansiosa, tal vez llegue hoy la carta de Coimbra, el aviso, Mañana estaré en tus brazos, el cartero es hombre consciente de sus responsabilidades, no pierde el tiempo en espectáculos y escenas callejeras. Ricardo Reis, en esta multitud, es el único sabio capaz de comparar barrendero y repartidor lisboetas con aquel célebre chiquillo de París que pregonaba sus bollos mientras la multitud asaltaba la Bastilla, realmente, nada nos distingue a nosotros, portugueses, del mundo civilizado, ni nos faltan héroes del enajenamiento ante la realidad, poetas ensimismados, barrenderos que barren incansablemente, carteros distraídos que atraviesan la plaza sin darse cuenta de que la carta de Coimbra va destinada a aquel señor que está allí, Pero de Coimbra no traigo ninguna carta, dice mientras el barrendero va barriendo y el pastelero portugués pregona enquesadas de Sintra.