Pasados unos días, contaba Ricardo Reis lo que había visto, los aviones, el humo, hablaba del tronar de los cañonazos, de las ráfagas de las ametralladoras, y Lidia oía con atención, sintiendo no haber estado allí también, y luego se rió mucho con los casos pintorescos, Ay, qué divertido, el barrendero, y fue entonces cuando recordó que también tenía algo qué contar, Sabe quién se ha escapado, no esperó a que Ricardo Reis respondiera, Manuel Guedes, el marinero aquel del que le hablé el otro día, seguro que se acuerda, Lo recuerdo, pero de dónde huyó, Cuando lo llevaban al tribunal, y Lidia se reía a gusto, Ricardo Reís se limitó a sonreír, Este país es un desbarajuste, los barcos se meten en el agua antes de tiempo, los presos escapan, los carteros no entregan las cartas, los barrenderos, bueno, de los barrenderos no hay nada que decir. Pero a Lidia le parecía muy bien que Manuel Guedes hubiera huido.
Invisibles, las cigarras cantan en las palmeras del Alto de Santa Catarina. El coro estrídulo que atruena los oídos de Adamastor no merece el dulce nombre de música, pero esto de los sonidos depende también mucho de la disposición del oyente, cómo los habrá escuchado el gigante amoroso cuando en la playa paseaba a la espera de que viniese la Doris alcahueta a acordar con él el deseado encuentro, entonces la mar cantaba, y era la bienamada voz de Tetis la que planeaba sobre las aguas, como se dice que suele hacer el espíritu de Dios. Aquí, quien canta son los machos, rozan ásperamente sus élitros y son causa de este sonido infatigable, obsesivo, serrería de mármol que de súbito lanza al aire ardiente un gañido agudísimo como si una veta más dura empezara a ser cortada en el interior de la piedra. Hace calor. En Fátima había recibido el primer aviso de la canícula, bajo aquella escaldante brasa, pero luego vinieron los días cubiertos, llegó incluso a lloviznar, pero en las tierras bajas la inundación descendió de pronto, del inmenso mar interior no quedan más que algunos charcos de agua putrefacta que el sol se va bebiendo poco a poco. Los viejos aparecen de mañana con el primer frescor, traen sus paraguas, pero, cuando los abren, apretando ya el calor, les sirven de parasol, de donde podemos concluir que más importa el servicio que las cosas hacen que el nombre que les damos, aunque, en definitiva, el nombre dependa del servicio, como ahora estamos viendo, porque queramos o no, volvemos siempre a las palabras. Los barcos entran y salen con sus banderas, las chimeneas humeantes, los minúsculos marineros, la voz poderosa de las sirenas, de tanto como la oyeron en las tormentas del océano, soplada en furiosas caracolas, los hombres acabaron por aprender a hablar de igual a igual con el dios de los mares. Estos viejos nunca han navegado, pero no se asustan cuando oyen, quebrado por la distancia, el poderoso rugido, y aun en lo más profundo se estremecen como si por los canales de sus venas bogaran barcos perdidos en la oscuridad absoluta del cuerpo, entre los gigantescos huesos del mundo. En el apretón de la calma bajan a la calle, van a almorzar, pasan el antiguo tiempo de la siesta en la penumbra de la casa, y luego, a la primera señal de que refresca la tarde, vuelven al Alto, se sientan en el mismo banco, bajo la sombrilla abierta, que la sombra de estos árboles es, como sabemos, vagabunda, y basta que baje el sol un poco para que huya, ahora mismo nos cobijaba, es por estar tan altas las palmas. Morirán estos viejos sin saber que las palmeras no son árboles, es increíble hasta qué punto puede llegar la ignorancia de los hombres, en otras palabras, es increíble que digamos que una palmera no es un árbol y eso no tenga ninguna importancia, lo mismo que lo de paraguas y parasol, lo que cuenta es la protección que dan. Por otra parte, si a ese señor doctor que viene por aquí todas las tardes le preguntáramos si la palmera es árbol, seguro que tampoco sabría responder, tendría que ir a casa a consultar su libro de botánica, si no se lo ha dejado en el Brasil, lo más seguro es que del reino vegetal tenga sólo el precario conocimiento con que adorna sus poemas, flores en general, y poco más, unos laureles, que vienen ya del tiempo de los dioses, unos árboles sin más nombre, pámpanos y girasoles, los juncos que la corriente estremece, la hiedra del olvido, los lirios y las rosas, las rosas, las rosas. Entre los viejos y Ricardo Reis hay familiaridad y charla de amigos, pero él nunca ha salido de casa con la idea premeditada de preguntarles, Saben que la palmera no es un árbol, y ponen tan poco en duda lo que creen saber que nunca le van a preguntar, Oiga, doctor, sabe usted, una palmera no es un árbol, un día no se verán más y quedará sin esclarecer este punto fundamental de la existencia, si por parecer árbol es árbol la palmera, si por parecer vida es vida esta sombra arborescente que proyectamos en el suelo.
Ricardo Reis ahora se levanta tarde. Ha dejado de desayunar, se ha acostumbrado a dominar el apetito matinal hasta el punto de que le parecen recuerdos de otro mundo las bandejas opulentas que Lidia le llevaba a su habitación en los tiempos abundosos del Hotel Bragança. Duerme hasta tarde por la mañana, despierta y vuelve a quedarse dormido y, tras muchas tentativas, consiguió fijar un único sueño, siempre igual, el de alguien que sueña que no quiere soñar, encubriendo el sueño con el sueño, como quien apaga los rastros que ha dejado, las huellas de los pies, las marcas reveladoras, es sencillo, ir arrastrando tras uno la rama de un árbol o una palma, no quedan más que hojas sueltas, agudas flechas, pronto secas y confundidas con el polvo. Cuando se levanta es hora de almorzar. Lavarse, afeitarse, vestirse son actos mecánicos en los que apenas participa la conciencia. Esta cara cubierta de espuma no es más que una máscara de hombre adaptable a cualquier rostro de hombre y, cuando la navaja, poco a poco, va revelando lo que debajo hay, Ricardo Reis se mira perplejo, un tanto intrigado, inquieto, como si temiera que de allí pudiese venirle algún mal. Observa minuciosamente lo que el espejo le muestra, intenta descubrir el parecido de este rostro con otro rostro que habrá dejado de ver hace mucho tiempo, la conciencia le dice que esto no puede ser, basta tener la certeza de afeitarse todos los días, de todos los días ver estos ojos, esta boca, esta nariz, esta barbilla, esta faz pálida, estos apéndices arrugados y ridículos que son las orejas, y, sin embargo, es como si hubiera pasado muchos años sin mirarse, en un lugar sin espejos, ni siquiera en los ojos de alguien, y hoy se ve y no se reconoce. Sale a comer, a veces se encuentra con los viejos que bajan la calle, ellos le saludan, Buenas tardes señor doctor, él corresponde al saludo, Buenas tardes, no sabe cómo se llaman, qué nombre tienen, tanto pueden ser árboles como palmeras. Cuando le apetece va al cine, pero casi siempre vuelve a casa después del almuerzo, el jardín está desierto bajo la bofetada opresiva del sol, el río refulge en reverberaciones que deslumbran los ojos, preso a su piedra el Adamastor va a lanzar un alarido, de cólera por la expresión que le ha dado el escultor, de dolor por las razones que sabemos desde Camões. Como los viejos, Ricardo Reis se acoge a la penumbra de su casa, adonde poco a poco ha vuelto el olor a moho, no basta con que Lidia abra, cuando viene, todas las ventanas, es un olor que parece exhalado por los muebles, por las paredes, la lucha es realmente desigual, y Lidia aparece ahora con menos frecuencia. Al atardecer, con la primera brisa, Ricardo Reis vuelve a salir, va a sentarse en un banco del jardín, ni muy cerca ni muy lejos de los viejos, les ha dado el diario de la mañana, leído ya, es ésa su única obra de caridad, no da limosna de pan porque no se la pidieron, da esas hojas de papel impreso con noticias, a pesar de no haber sido pedidas, decidan cuál de esas dos generosidades sería mayor, si no se omitiese la primera. Si preguntáramos a Ricardo Reis qué estuvo haciendo en casa, solo, durante estas horas, no sabría qué responder, se encogería de hombros. Tal vez no recuerde que estuvo leyendo, que escribió unos versos, que vagó por los pasillos, que estuvo en la parte de atrás del piso mirando los patios, la ropa colgada, sábanas blancas, toallas, los gallineros, animales domésticos, gatos durmiendo encima de los muros, a la sombra, ningún perro, porque realmente estos no son bienes que precisen guardián. Y volvió a leer, a escribir versos, o a corregirlos, rompió algunos que no valía la pena guardar, sólo la palabra es la misma, no lo que significa. Después, esperó a que el calor disminuyera, a que se levantara la primera brisa de la tarde, al bajar por la escalera vio a la vecina de abajo en el descansillo, el tiempo había disipado las maledicencias al trivializar su motivo, toda esta casa es ahora sosiego de prójimos y armonía de vecinos, Qué tal, va mejor su marido, preguntó, y respondió la vecina, Gracias, doctor, fue un milagro, una providencia de Dios, es lo que todos andamos pidiendo, providencias y milagros, aunque sea casualidad que viva un médico casi puerta con puerta y que esté en casa cuando le dio el dolor de estómago, Está más aliviado ahora, Evacuó por arriba y por abajo que fue una bendición de Dios, señor doctor, así es la vida, la misma mano escribe la receta del purgante y el verso sublime, o sólo discreto, Tienes sol si hay sol, ramas si ramas buscas, suerte si la suerte es dada.