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Aquí muy cerca, en esta misma cama, estaba Lidia acostada cuando se sintió la conmoción del suelo. Fue breve y brusca, sacudió violentamente el edificio de arriba abajo, y como vino pasó, dejando a la vecindad a gritos por la escalera y la lámpara del techo oscilando como un péndulo que se apaga. Durante el gran susto, las voces parecían obscenas, ahora el alarido ha pasado a la calle, de ventana en ventana, en toda la ciudad, quizá recordando, en sus piedras, la memoria terrible de otros terremotos, incapaz de soportar el silencio que viene después de la conmoción, el instante en que la consciencia queda en suspenso, a la espera, y se interroga, Volverá, moriré. Ricardo Reis y Lidia no se levantaron. Estaban desnudos, tumbados de espaldas como estatuas yacentes, ni siquiera cubiertos por la sábana, la muerte, si hubiese venido los habría encontrado ofrecidos, plenos, hacía pocos minutos que sus cuerpos se habían separado, jadeantes, húmedos de sudor reciente y de íntimos derrames, el corazón latiendo y resonando en la pulsación del vientre, no es posible estar más vivo, y de pronto la cama se estremece, los muebles oscilan, rechinan el suelo y el techo, no es el vértigo del instante final del orgasmo, es la tierra que ruge en las profundidades, Vamos a morir, dijo Lidia, pero no se agarró al hombre que estaba acostado a su lado, como sería natural, las frágiles mujeres, generalmente, son así, son los hombres quienes, aterrorizados, dicen, No es nada, calma, ya ha pasado, y se lo dicen sobre todo a sí mismos, también lo dijo Ricardo Reis, trémulo del susto, y tenía razón, pues la sacudida vino y pasó, como con estas mismas palabras se ha dicho antes. Las vecinas están aún gritando en la escalera, poco a poco se van calmando, pero el debate se prolonga, una de ellas baja a la calle, la otra se instala en la ventana, ambas entran en el coro general. Después, poco a poco, vuelve la calma, ahora Lidia se vuelve hacia Ricardo Reis y él hacia ella, el brazo de uno sobre el cuerpo del otro, él vuelve a decir, No fue nada, y ella sonríe, pero la expresión de la mirada tiene otro sentido, se ve bien que no está pensando en el temblor de tierra, quedan así, mirándose, tan distantes uno del otro, tan separados en sus pensamientos, como luego se verá cuando ella diga, de repente, Creo que estoy en estado, llevo un retraso de diez días. Un médico aprende en la facultad los secretos del cuerpo humano, los misterios del organismo, sabe cómo operan los espermatozoides en el interior de la mujer, nadando río arriba, hasta llegar, en sentido propio y en el figurado, a las fuentes de la vida. Sabe esto por los libros, y la práctica, como de costumbre, lo confirmó, y sin embargo, helo ahí, sorprendido, en la piel de Adán que no entiende cómo puede haber ocurrido tal cosa, por más que Eva intente explicárselo, ella, que nada entiende de la materia. Y procura ganar tiempo, Cómo dices, Tengo un retraso, creo que estoy en estado, es ella, de los dos, quien muestra más tranquilidad, hace una semana que piensa en esto, todos los días, todas las horas, quizá hace poco, al decir, Vamos a morir, ahora podemos dudar si estaría a Ricardo Reis en este plural. Él espera que ella haga una pregunta, por ejemplo, Qué voy a hacer, pero ella sigue callada, quieta, protegiendo el vientre con la leve flexión de las rodillas, ni señal de gravidez a la vista, salvo si sabemos interpretar lo que estos ojos están diciendo, fijos, profundos, resguardados en la distancia, una especie de horizonte, si lo hay en los ojos. Ricardo Reis busca las palabras convenientes, pero lo que encuentra dentro de sí es una enajenación, una indiferencia, como si, aunque consciente de que es su obligación contribuir en solución del problema, no se siente implicado en su origen, tanto próximo como remoto. Se ve en la figura del médico a quien una paciente dice desahogándose, Ay, doctor, qué va a ser de mí, estoy en estado y en este momento es lo peor que me podía pasar, un médico no puede responder, Aborte, no sea tonta, por el contrario, muestra una expresión grave, reticente en la mejor de las hipótesis, Si usted y su marido no han tomado precauciones, es posible que esté grávida, pero en fin, vamos a esperar unos días más, quizá se trate sólo de un retraso, a veces ocurre. No se admite que lo declare así, con falsa naturalidad, Ricardo Reis, que es padre por lo menos putativo, pues no consta que Lidia en los últimos meses se haya acostado con otro hombre que no sea él, éste que claramente sigue sin saber qué decir. Al fin, tanteando con mil cautelas, pesando las palabras, distribuye las responsabilidades, No tomábamos precauciones, tarde o temprano tenía que ocurrir, pero Lidia no dice nada, no pregunta, Qué precauciones iba a tomar yo, nunca él se ha retirado en el momento crítico, nunca ha usado esos capuchones de goma, pero tampoco esto le importa, se limitó a decir, Estoy en estado, en definitiva, esto es algo que acontece a casi todas las mujeres, no es un terremoto, ni cuando acaba en muerte. Entonces, Ricardo Reis se decide, quiere saber cuáles son las intenciones de ella, ya no hay tiempo para sutilezas dialécticas, salvo la hipótesis negativa que la pregunta apenas esconde, Piensas dejar que nazca, menos mal que no hay aquí oídos extraños, pues habría quien pensara que Ricardo Reis está sugiriendo el aborto, y cuando, tras oír a los testigos, el juez iba a dictar sentencia condenatoria, Lidia se adelanta y responde, Quiero tenerlo. Entonces, por primera vez, Ricardo Reis siente que un dedo le toca el corazón. No es dolor, ni crispación, ni despego, es una impresión extraña e incomparable, como sería el primer contacto físico entre dos seres de universos diferentes, humanos ambos, pero ignorantes de su semejanza, o, de manera aún as perturbadora, conociéndose en su diferencia. Qué es un embrión de diez días, se pregunta mentalmente Ricardo Reis, y no encuentra respuesta que dar, en toda su vida de médico nunca le ha ocurrido tener ante los ojos este minúsculo proceso de multiplicación celular, del que los libros le mostraron no guarda memoria, y aquí no puede ver más que a esta mujer callada y seria, camarera de profesión, soltera, Lidia, con el seno y el vientre descubiertos, sólo el pubis retraído, como si preservara un secreto. La atrajo hacia sí, y ella se acerco a él como quien al fin se protege del mundo, ruborosa de repente, de repente feliz, preguntando como una novia tímida, que aún las hay, No está enfadado conmigo, Pero qué idea, mujer, por qué iba a enfadarme, y estas palabras no son sinceras, justamente en este momento está cuajando una inmensa cólera en su interior, En menudo lío me he metido, piensa, si no aborta, me tienes ya con un crío a cuestas, tendré que reconocerlo, es mi obligación moral, qué pesadez, nunca pensé que me pudiera ocurrir algo así. Lidia se ciñe más a él, quiere que la abrace con fuerza, por nada, sólo porque le gusta, y dice las palabras increíbles, simplemente, sin énfasis particular, Si no quiere reconocerlo, no se preocupe, será hijo de padre desconocido, como yo. Los ojos de Ricardo Reis se llenaron de lágrimas, unas de vergüenza, otras de piedad, que las distinga quien pueda, en un impulso, sincero al fin, la abrazó y la besó, imagínese, la besó mucho, en la boca, aliviado de aquel peso, en la vida hay momentos así, creemos que es un acceso pasional y es sólo un desahogo de gratitud. Pero el cuerpo animal cuida poco de estas sutilezas, poco después se unían Lidia y Ricardo Reis, gimiendo y suspirando, no tiene importancia, ahora hay que aprovecharse, el chiquillo ya está hecho.

Son buenos estos días. Lidia está de vacaciones y pasa casi todo el tiempo con Ricardo Reis, sólo va a dormir a casa de su madre por cuestión de respeto, así se evitan los reparos de la vecindad que, pese a la buena armonía instaurada desde el ya mencionado acto médico, no dejaría de murmurar por este contubernio de patrón y criada, muy común por otra parte en esta ciudad de Lisboa, pero con disimulo. Y si alguien de más puntillosa moral argumentara que también durante el día se puede hacer lo que más frecuentemente se hace por la noche, siempre se le podría responder que no hubo antes tiempo para las grandes limpiezas de primavera con que las casas resucitan pascualmente del largo invierno, por eso la criada del señor doctor viene temprano y se va tarde al anochecer, y trabaja como se puede ver y oír, con plumero y bayeta, cubo y estropajo, conforme a pruebas públicas que ha dado y ahora confirma. A veces se cierran las ventanas, hay un silencio que, por repentino, parece tenso, es natural, la gente necesita descansar entre dos esfuerzos, quitarse el pañuelo de la cabeza, aliviar la ropa, suspirar con una nueva y dulce fatiga. La casa vive su sábado de aleluya, su domingo de pascua, por obra y gracia de esta mujer, sierva humilde, que pasa sus manos por las cosas y las deja lustralmente limpias, que ni en tiempos de doña Luisa y el juez de casación, con su regimiento de criadas de fuera, dentro y cocina, resplandecieron con tanta gloria estas paredes y estos muebles, bendita sea Lidia entre todas las mujeres Marcenda, si aquí viviera como señora legítima, no haría nada comparable, y más con el brazo así. Aún hace pocos días olía a moho, a verdín, a borra, a desagüe renitente, y hoy llega la luz a los rincones más remotos, fulge en los vidrios y los convierte en cristal, pone alfombras en el suelo encerado, el mismo techo queda estrellado de reverberaciones cuando el sol entra por las ventanas, ésta es una morada celestial, diamante dentro de un diamante, y con sólo la vulgaridad de un trabajo de limpieza se alcanzan estas sublimidades superiores. Quizá también, por el hecho de acostarse tan frecuentemente Lidia y Ricardo Reis, por tanto placer corpóreo dado y recibido, no sé qué les ha pasado a estos dos para haberse vuelto de pronto tan carnalmente exigentes y dadivosos, será el verano que los calienta, será el que esté en el vientre aquel minúsculo fermento, efecto de una unión acaso distraída, causa nueva de resucitados ardores, aún no somos nada en este mundo y ya tenemos parte en su gobierno.